7

Estuve leyendo hasta las siete y después trabajé en la revisión de las galeradas de una monografía cuya publicación me había sido aceptada: la adaptación emocional de una escuela cuyos alumnos habían sido atacados por un francotirador el año anterior. La directora de la escuela se había hecho amiga mía y después, algo más que eso. Más tarde había regresado a Texas para cuidar de su padre enfermo. El padre había muerto, pero ella no había regresado.

Cabos sueltos…

Llamé a Robin a su estudio. Me dijo que estaba hundida hasta los codos en un proyecto muy complicado: la construcción de cuatro guitarras iguales en forma de cazabombardero Stealth para un conjunto de heavy metal que no tenía dinero ni autocontrol. No me extrañó la tensión de su voz.

—¿Te llamo en mal momento?

—No, no, es bueno hablar con alguien que no esté bebido.

Unos gritos en segundo plano.

—¿Son los chicos?

—Lo son. Me paso el rato echándolos, pero ellos vuelven. Son como una plaga. Piensas que están ocupados en otra cosa, en destrozar la suite del hotel donde se hospedan, por ejemplo, pero… perdona un momento. ¡Lucas, deja eso! Algún día puede que necesites los dedos para algo. Perdona, Alex. Es que este chico estaba jugando con la sierra circular. —Su voz se suavizó—. Oye, te tengo que dejar. ¿Qué tal el viernes por la noche? ¿Te iría bien?

—Muy bien. ¿En tu casa o en la mía?

—Es que no sé muy bien cuándo voy a estar lista, Alex. Será mejor que te pase a recoger yo. Te prometo que no será más tarde de las nueve. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Mientras nos despedíamos, pensé que se había vuelto muy independiente.

Saqué mi vieja guitarra Martin y me pasé un rato rasgueándola. Después regresé a mi estudio y releí un par de veces los artículos sobre el síndrome de Münchhausen con la esperanza de descubrir alguna cosa que se me pudiera haber pasado por alto. Pero no descubrí nada; solo podía pensar en la mofletuda carita de Cassie Jones convertida en una grisácea máscara sepulcral.

Me pregunté incluso si sería una cuestión científica…, si todos los conocimientos médicos del mundo serían capaces de llevarme adonde yo quería llegar.

Puede que fuera el momento de buscar a otro tipo de especialista.

Marqué un número de Hollywood Oeste. Una malhumorada voz femenina dijo: «Ha llamado usted a Investigaciones Azul. Nuestras oficinas están cerradas. Si desea dejar un mensaje no urgente, hágalo después de la primera señal. En caso urgente, espere dos señales».

Tras oír la segunda señal, dije:

—Soy Alex, Milo. Llámame a casa.

Tras lo cual, volví a tomar la guitarra.

Ya había tocado diez compases de Windy and Warm cuando sonó el teléfono.

Una voz muy lejana me preguntó:

—¿A qué viene tanta urgencia, tío?

—¿Investigaciones Azul? —pregunté.

—Como el color del uniforme de la policía.

—Ya.

—¿Demasiado abstracto? —preguntó Milo—. ¿Te parece que tiene connotaciones porno?

—No, me parece bien…, muy típico de Los Ángeles. ¿De quién es la voz del contestador?

—La hermana de Rick.

—¿La dentista?

—Sí. Suena bien, ¿verdad?

—Fantástica. Parece Peggy Lee.

—Te sube la fiebre cuando te perfora las muelas.

—¿Desde cuándo te has pasado al ejercicio privado de la profesión?

—Verás…, es la atracción del dólar. En realidad, no es más que un poco de pluriempleo. Como de día me aburro como una ostra con las cosas que hago en el Departamento, tengo derecho a ganarme un buen dinero en las horas libres.

—¿Aún no les has cobrado cariño a los ordenadores?

—Verás, yo les quiero a ellos, pero ellos no me quieren a mí. Ahora andan diciendo por ahí que esos aparatos provocan malas vibraciones… en serio. Dicen que el campo electromagnético va destruyendo poco a poco el cuerpo de los usuarios.

Un ruido de interferencias acompañó la última parte de la frase.

—¿Desde dónde me llamas?

—Desde el teléfono del coche. Estoy terminando un trabajo.

—¿El coche de Rick?

—No, el mío. Y el teléfono también es mío. Estamos en una nueva era, doctor…, la era de las comunicaciones rápidas y de la decadencia todavía más rápida. En fin, Alex cuéntame qué te pasa.

—Quería pedirte consejo…, a propósito de un caso en el que estoy trabajando…

—No digas más…

—Yo…

—Hablo en serio, Alex. No digas más. Los teléfonos móviles y los asuntos privados no hacen buenas migas. Cualquiera puede escuchar. Espérame.

Cortó la comunicación y, veinte minutos más tarde, sonó el timbre de mi puerta.

—Estaba a dos pasos —me dijo Milo, entrando en la cocina—. Wilshire cerca de Barrington, una vigilancia de amante paranoico.

En la mano izquierda sostenía un cuaderno de notas del Departamento de Policía de Los Ángeles y un teléfono móvil negro del tamaño de una pastilla de jabón. Iba vestido para un trabajo de operación encubierta: chaqueta azul marino, camisa del mismo color, pantalones grises de sarga y botas marrones. Puede que hubiera adelgazado unos tres kilos desde la última vez que le había visto, pero, aun así, debía de pesar por lo menos ciento quince kilos irregularmente repartidos sobre una superficie de ciento noventa centímetros: largas y delgadas piernas, vientre prominente, mejillas caídas sobre el cuello por efecto de la gravedad.

Se había cortado el cabello muy corto por detrás y a los lados y más largo en la parte superior. Los mechones negros que le caían sobre la frente mostraban algunas hebras grises. Las patillas le llegaban hasta los lóbulos de las orejas, casi dos centímetros y medio más largas de lo que autorizaba el reglamento… Pero ese era el menor de los problemas que el Departamento de Policía tenía con él.

Milo no seguía nunca la moda. Siempre había tenido la misma pinta desde que yo le conocía. Ahora los pijos de Melrose la estaban adoptando, pero yo dudaba mucho que él se hubiera dado cuenta.

Su mofletuda cara picada de viruelas mostraba la palidez propia de los turnos de noche. Pero sus sorprendentes ojos verdes parecían más claros que de costumbre.

—Te veo nervioso —me dijo.

Abrió el frigorífico, pasó por alto las botellas de Grolsch y sacó una botella entera de zumo de pomelo y la abrió con un rápido movimiento de dos gruesos dedos.

Le alargué un vaso. Lo llenó, lo apuró, lo volvió a llenar y bebió.

—La vitamina C, la libre empresa, un atrevido nombre comercial… Corres demasiado para mí, Milo.

Milo posó el vaso sobre la mesa y se humedeció los labios con la lengua.

—En realidad, Azul es un ingenioso invento de Rick. Pensó que el proyecto era muy arriesgado y le pareció que el nombre tendría gancho. Reconozco que pasar al sector privado no fue una transición muy fácil. Pero me alegro de haberlo hecho, porque me gano mejor el pan. Me preocupa la seguridad económica de mi vejez.

—¿Cuánto cobras?

—De cincuenta a ochenta dólares la hora, depende. No gano tanto como un psiquiatra, pero no puedo quejarme. Si el municipio quiere desperdiciar lo que me ha enseñado y que me pase todo el día sentado delante de una pantalla, allá ellos. De noche, hago prácticas de detective.

—¿Tienes casos interesantes?

—No, más que nada vigilancias de mierda para tranquilizar a los paranoicos. Pero, por lo menos, salgo a la calle.

Se echó más zumo en el vaso y bebió.

—No sé cuánto tiempo podré seguir aguantando…, me refiero al trabajo diurno.

Se frotó el rostro como si se lo lavara sin agua. De pronto, le vi cansado y sin el menor asomo de entusiasmo empresarial.

Pensé en todo lo que le había ocurrido el año anterior. Le había roto la mandíbula de un puñetazo a un superior que había puesto en peligro su vida. Y lo había hecho en directo, delante de las cámaras de la televisión. El Departamento de Policía había decidido resolver el asunto en privado porque el hecho de hacerlo en público hubiera resultado mucho más embarazoso. No se había formulado ninguna acusación contra él, pero lo habían suspendido de empleo y sueldo durante seis meses y después le habían adscrito a la división de Robos/Homicidios de Los Ángeles Oeste, degradándolo a la categoría de investigador de segunda, pues, seis meses más tarde, habían descubierto que no quedaba ningún puesto de investigador vacante ni en Los Ángeles Oeste ni en ninguna otra división debido a unos «imprevistos» recortes presupuestarios.

Entonces lo habían enviado, con carácter «provisional», a la sección de procesamiento de datos de Parker Center bajo la tutela de un instructor civil descaradamente afeminado y allí había aprendido el manejo de los ordenadores. Había sido un recordatorio no demasiado sutil del Departamento de Policía en el sentido de que estaban dispuestos a correr un tupido velo sobre la agresión contra su superior, pero no a olvidar o perdonar lo que él hacía en la cama.

—¿Sigues empeñado en presentar una denuncia?

—No lo sé. Rick quiere que luche a muerte. Dice que el hecho de que no cumplieran lo acordado demuestra que nunca me darán una oportunidad. Pero yo sé que, si presento una denuncia, mis días en la policía estarán contados. Aunque gane. —Se quitó la chaqueta y la dejó encima del mostrador—. Bueno, dejémonos de lamentaciones y tonterías. ¿En qué puedo ayudarte?

Le expuse el caso de Cassie Jones y le solté una miniconferencia sobre el síndrome de Münchhausen. Bebió sin hacer ningún comentario. Me dio la impresión de que estaba distraído.

—¿Habías oído hablar de eso alguna vez?

—No. ¿Por qué?

—La mayoría de la gente reacciona con más vehemencia.

—Es que todavía lo estoy asimilando… En realidad, me recuerda algo que ocurrió hace unos cuantos años. Un tipo ingresó en la sala de Urgencias del Cedars. Ulcera sangrante. Rick lo atendió y le preguntó si estaba viviendo alguna situación de tensión. El tipo le contestó que le había estado dando a la botella porque era culpable de un asesinato y no había expiado su delito. Por lo visto, había estado con una prostituta, se había vuelto loco y la había destripado. Una cosa terrible…, de auténtico psicópata. Rick asintió con la cabeza sin decir nada. Pero después salió inmediatamente y llamó al servicio de Seguridad… Y después a mí. El asesinato había tenido lugar en Westwood. Yo me encontraba en aquellos momentos con Del Hardy en un vehículo, trabajando en el asunto de unos robos que habían tenido lugar en Pico-Robertson, y los dos nos dirigimos disparados hacia allí, le leímos sus derechos y escuchamos lo que tenía que decir.

»El tío se mostró encantado de vernos y nos vomitó los detalles como si nosotros fuéramos su salvación. Nombres, direcciones, fechas y arma. Se declaró inocente de otros asesinatos y no tenía antecedentes penales. Un tipo normal y corriente que incluso era propietario de su propio negocio…, limpieza de alfombras, si no recuerdo mal. Lo detuvimos, le hicimos repetir su confesión en una cinta y creímos encontrarnos ante la solución ideal de un caso. Nos dispusimos a comprobar los hechos y no encontramos nada. Ningún crimen y ninguna evidencia física de asesinato en aquella fecha y aquel lugar; ninguna prostituta había vivido jamás en aquella dirección ni cerca de ella. No había en ningún lugar de Los Ángeles ninguna prostituta que coincidiera con el nombre y la descripción que él nos había facilitado. Buscamos entre las víctimas no identificadas, pero ninguna de las muertas anónimas del depósito de cadáveres coincidía con la descripción, y en los archivos de la división de Represión del Vicio no constaba ningún apodo que coincidiera con el que presuntamente utilizaba la chica. Incluso hicimos averiguaciones en otras ciudades y nos pusimos en contacto con el FBI, pensando que, a lo mejor, se había desorientado y, en su perturbación mental, se había confundido de lugar. Pero él insistía en que todo había sucedido tal y como él nos lo había contado y persistía en su empeño de recibir un castigo.

»Transcurrieron tres días, y nada. Al final, le asignamos un abogado de oficio en contra de su voluntad y este nos exigió que hiciéramos una denuncia concreta contra su cliente o lo soltáramos. El teniente quería que espabiláramos o lo dejáramos correr. Seguimos investigando, y nada.

»Llegados a este punto, empezamos a sospechar que el tipo nos había tomado el pelo. Lo negó todo. Y estuvo muy convincente…, le hubiera podido dar lecciones de interpretación a De Niro. Lo repetimos todo y nos volvimos medio locos sin conseguir encontrar nada. Al final, llegamos a la conclusión de que todo era falso y le echamos una bronca al tío, poniéndonos en plan de policías duros. El tipo reaccionó con enfado. Pero con un enfado un poco sospechoso. Como si supiera que lo habíamos descubierto y se indignara más de la cuenta para ponernos a la defensiva.

Milo sacudió la cabeza, canturreando la banda sonora de En los límites de la realidad.

—¿Qué ocurrió? —pregunté.

—¿Qué podía ocurrir? Lo soltamos y jamás volvimos a saber nada del muy hijo de puta. Hubiéramos podido denunciarle por falsedad en la declaración, pero eso hubiera significado un montón de papeleo y de pérdida de tiempo ante los tribunales y total, ¿para qué? ¿Para que le echaran un sermón y le impusieran una sanción económica por una primera falta calificada de delito de menor cuantía? No, gracias. Ya estábamos hasta la coronilla, Alex. En mi vida había visto a Del tan furioso. Había sido una semana muy dura, llena de crímenes auténticos y con muy pocas soluciones. Y ese hijo de la gran puta va y nos saca de quicio con idioteces.

El recuerdo de la cólera le arreboló el rostro.

—Personas que confiesan mentiras —dijo—. Que buscan llamar la atención y vuelven tarumba a cuantos les rodean. ¿No te parece un poco parecido a lo de los Münchhausen?

—Bastante parecido —contesté—. Jamás se me había ocurrido pensarlo.

—¿Lo ves? Soy una auténtica fuente de inspiración. Sigue con tu caso.

Le conté el resto.

—Bueno pues, ¿qué es lo que quieres? —preguntó—. ¿Que compruebe los antecedentes de la madre? ¿De ambos progenitores? ¿De la enfermera?

—En realidad, no era eso lo que yo pensaba.

—Ah, ¿no? Pues entonces, ¿qué?

—La verdad es que no lo sé, Milo. Creo que quería sobre todo un consejo.

Milo se apoyó las manos sobre el vientre, inclinó la cabeza y volvió a levantarla.

—El honorable Buda está de guardia. El honorable Buda aconseja lo siguiente: dispara contra todos los chicos malos. Ya se encargará alguna otra divinidad de clasificarlos.

—Convendría saber quiénes son los chicos malos.

—Exactamente. Por eso te he sugerido la comprobación de los antecedentes. Por lo menos, los del principal sospechoso.

—Tendría que ser la madre.

—Pues se la investiga a ella primero. Mientras voy pulsando teclas, puedo pedir adicionalmente toda la información que me dé la gana. Será más divertido que toda la mierda que me obligan a hacer como castigo.

—¿Y qué buscarás?

—Antecedentes penales. Es un banco de datos de la policía. ¿Tu amiga la doctora estará al corriente de lo que yo hago?

—¿Por qué?

—Me gusta saber cuáles son mis parámetros cuando curioseo. Lo que vamos a hacer está técnicamente prohibido.

—Mejor que la dejemos al margen… ¿Por qué ponerla en peligro?

—Muy bien.

—Desde el punto de vista penal —dije—, los Münchhausen son, por regla general, unos ciudadanos ejemplares…, como el limpiador de alfombras. Ya sabemos lo de la muerte del primer hijo. Se diagnosticó como síndrome de la muerte súbita del lactante.

Milo reflexionó en silencio.

—Tiene que haber un informe del forense, pero, si nadie sospechó nada, no habrá nada más. Veré si puedo conseguir los papeles. Puede que tú mismo lo pudieras hacer… echar un discreto vistazo a los archivos del hospital.

—No sé si podré. El hospital ha cambiado mucho ahora.

—¿En qué sentido?

—Hay mucha más seguridad…, y se les ha ido un poco la mano.

—Bueno, no se les puede reprochar —dijo Milo—. Aquella zona se ha vuelto francamente peligrosa.

Se levantó, se acercó al frigorífico, sacó una naranja y empezó a mondarla sobre el fregadero. Frunció el ceño.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Estoy tratando de planear la estrategia. Me parece que la única manera de resolver algo de este tipo sería pillando al chico malo con las manos en la masa. ¿La niña se pone enferma en casa?

Asentí con la cabeza.

—La única manera de hacerlo sería vigilando electrónicamente la vivienda. Dispositivos ocultos de sonido e imagen. Grabando a la persona en el momento en que está envenenando al niño.

—Los juegos del coronel —dije yo.

—Sí, justo la clase de cosas que más le gustan a ese cerdo… Se ha ido, ¿sabes?

—¿Adónde?

—A Washington. ¿Adónde si no? Una nueva actividad. Una de esas empresas cuya denominación no revela nada acerca de las actividades que desarrolla. Me apuesto lo que sea a que vive del Gobierno. No hace mucho tiempo recibí una nota y una tarjeta de visita, felicitándome por haber entrado en la era de la informática y regalándome un software para que pudiera hacer con más facilidad la declaración de la renta.

—¿Sabía lo que estabas haciendo?

—Por lo visto, sí. Bueno pues, volvamos a la envenenadora de niños. Habría que instalar dispositivos de vigilancia pero, sin una orden judicial, cualquier cosa que se descubriera no sería aceptada como prueba. Sin embargo, para obtener una orden judicial se necesitan pruebas y tú aquí solo tienes sospechas. Por no hablar de la influencia del abuelo. Habría que caminar con pies de plomo. —Terminó de mondar la naranja, la dejó, se lavó las manos y empezó a separar los gajos—. Podría ser algo muy doloroso… por favor, no me digas que la niña es un encanto.

—La niña es adorable.

—Muchas gracias.

—Hubo en Inglaterra un par de casos que se mencionaban en una publicación de pediatría —dije—. Grabaron en vídeo a las madres pegando a sus hijos, y eso que solo tenían sospechas.

—¿Lo grabaron en su casa?

—En el hospital.

—Es muy distinto. Que yo sepa, la legislación inglesa también es distinta… Déjame pensarlo, Alex. Procura buscar algo imaginativo que podamos hacer. Yo mientras tanto empezaré a jugar con los archivos locales por si alguno de los progenitores se hubiera portado mal en el pasado y pudiéramos basarnos en algo para solicitar una orden judicial. El viejo Charlie ha sido un maestro excelente…, tendrías que ver cómo manejo las bases de datos.

—No vayas a cometer ninguna imprudencia —le dije.

—No te preocupes. Las búsquedas preliminares son lo mismo que hace cualquier oficial cuando detiene a alguien por una infracción de tráfico. En caso de que profundice un poco más, tendré cuidado. ¿Han vivido los padres en algún otro lugar, aparte de Los Ángeles?

—No lo sé —contesté—. La verdad es que sé muy poco de ellos y será mejor que empiece a aprender.

—Muy bien, tú cava tu trinchera y yo cavaré la mía. —Milo se inclinó sobre el mostrador y empezó a pensar en voz alta—: Son gente de la clase alta, lo cual podría significar que estudiaron en escuelas privadas. Y eso va a ser más difícil.

—La madre podría haber estudiado en una escuela pública. No creo que pertenezca a una familia adinerada.

—¿Una arribista social?

—No, algo más sencillo. Él es profesor universitario. Puede que ella fuera una de sus alumnas.

—Muy bien —dijo Milo, abriendo su cuaderno de apuntes—. ¿Qué más? A lo mejor, él cumplió el servicio militar y tiene grado de oficial… otro hueso muy duro de roer. Charlie ha conseguido introducirse en los archivos militares, pero no ha encontrado nada especialmente llamativo, prebendas de la Administración de Veteranos, referencias recíprocas, cosas de ese tipo.

—Pero ¿qué es lo que hacéis, jugar con los bancos de datos confidenciales?

—Él es el que juega, yo más bien miro. ¿Dónde enseña el padre?

—En el colegio universitario de West Valley. Sociología.

—¿Y la madre? ¿Trabaja en algo?

—No, se dedica a ser madre en régimen de plena dedicación.

—Eso quiere decir que se toma muy en serio su misión. Bueno, dame un apellido con el que pueda empezar a trabajar.

—Jones.

Me miró fijamente.

Asentí con la cabeza.

Soltó una carcajada casi tan sonora como la de un borracho.