9

Tras colgar el teléfono, tomé el correo, el periódico de la mañana y un montón de facturas acumuladas y me fui a un local en que se servían comidas de Los Ángeles Oeste. Estaba lleno a rebosar…: ancianos inclinados sobre sus platos de sopa, familias con niños pequeños y dos policías uniformados, bromeando en la parte de atrás con el propietario mientras unos gigantescos bocadillos compartían el espacio de la mesa con sus walkie-talkies.

Me senté en una mesa en un rincón de la parte anterior, a la izquierda de la barra, y pedí pavo ahumado con empanada de cebolla, ensalada de col y una botella de gaseosa.

Todo estaba muy bueno, pero los pensamientos sobre el hospital no me permitían hacer bien la digestión.

A las nueve de la noche, decidí efectuar una visita inesperada al hospital. Quería ver la reacción de la esposa de Charles Lyman III.

Negra noche; las sombras de Sunset parecían moverse a cámara lenta y el paseo era cada vez más siniestro a medida que me iba acercando a la mejor zona de la ciudad. Tras recorrer unos cuantos kilómetros de ojos hundidos, intercambios entre «camellos» y mugrientos moteles, el logotipo en forma de niño del Western Pediatric y la flecha brillantemente iluminada de Urgencias me depararon una calurosa bienvenida.

El aparcamiento estaba casi desierto a aquella hora. Unas pequeñas bombillas color ámbar con pantalla de rejilla iluminaban desde el techo de hormigón una plaza de aparcamiento sí y otra no. Los restantes espacios se hallaban totalmente a oscuras, creando un efecto de rayas de cebra. Mientras me encaminaba hacia la escalera, tuve la sensación de que alguien me vigilaba. Me volví, pero no había nadie.

El vestíbulo también estaba vacío y los suelos de mármol no reflejaban nada. Detrás de la ventanilla de Información una mujer se dedicaba a sellar metódicamente unos impresos. A la operadora del sistema de megafonía le pagaban para que hiciera acto de presencia. Se escuchaba el tic tac de un reloj y olía a desinfectante y sudor, vestigios de la tensión de las horas anteriores.

Había olvidado otra cosa: los hospitales son distintos de noche. El lugar resultaba tan siniestro como las calles.

Tomé el ascensor hasta la quinta planta y crucé la sala sin que nadie se fijara en mí. Las puertas de casi todas las habitaciones estaban cerradas. Algunos letreros escritos a mano ofrecían una cierta distracción: Aislamiento de Protección, ¡Ojo, infección!/Prohibidas las visitas… Las pocas puertas abiertas dejaban escapar el sonido del televisor y el clic del gota a gota de los sueros intravenosos dosificados. Pasé por delante de niños dormidos y de otros que parecían hipnotizados por el rayo catódico. Los padres permanecían rígidamente sentados como si fueran de yeso. Esperando.

Las puertas de madera de teca de la Sala Chappy me succionaron hacia un silencio mortal. No había nadie detrás del mostrador de la sala de enfermeras.

Me dirigí a la 505 y llamé suavemente con los nudillos. No obtuve respuesta. Abrí la puerta y miré.

Las barandillas laterales de la cama de Cassie estaban subidas. La niña dormía entre los barrotes de acero inoxidable. Cindy también estaba durmiendo en el sofá-cama con la cabeza cerca de los pies de Cassie. Una de sus manos, alargada a través de los barrotes, tocaba la sábana de la niña.

Cerré suavemente la puerta.

—Están durmiendo —dijo una voz a mi espalda.

Me volví.

Vicki Bottomley me miró enfurecida con las manos apoyadas en las redondeadas caderas.

—¿Otro doble? —le pregunté. Puso los ojos en blanco e hizo ademán de retirarse—. Un momento —le dije.

La aspereza de mi voz la sorprendió tanto como a mí mismo.

Se detuvo y se volvió muy despacio.

—¿Cómo?

—¿Qué es lo que ocurre, Vicki?

—No ocurre nada.

—Pues yo creo que sí.

—Está en su perfecto derecho —replicó, dando media vuelta.

—Espere.

El pasillo vacío amplificó mi voz. O, a lo mejor, es que estaba enojado.

—Tengo cosas que hacer —dijo.

—Yo también, Vicki. En realidad, tenemos a nuestro cargo a la misma paciente.

Extendió un brazo hacia las casillas de las historias clínicas.

Me acerqué a ella lo bastante como para intimidarla. Retrocedió y yo me adelanté.

—No sé qué tiene usted contra mí, pero le aconsejo que lo resolvamos.

—Yo no tengo nada contra nadie.

—Ah, ¿no? ¿Lo que yo he visto hasta ahora es su encantadora forma habitual de comportarse?

Los bellos ojos azules parpadearon. Aunque los tenía secos, se apresuró a enjugárselos.

—Mire —dije, dando un paso atrás—, no quiero entrar en nada de tipo personal, pero usted me ha sido hostil desde el principio y me gustaría saber por qué.

Me miró fijamente, abrió los ojos y los volvió a cerrar.

—No es nada —dijo—. Le aseguro que no hay ningún problema. ¿De acuerdo?

Me tendió la mano y yo me dispuse a estrechársela, pero solo me dio las puntas de los dedos. Tras un rápido apretón, dio media vuelta para retirarse.

—Voy abajo a tomar un café —dije—. ¿Quiere acompañarme?

—No puedo. Estoy de guardia.

—¿Quiere que yo le suba una taza?

Volvió inmediatamente la cabeza.

—¿Qué es lo que pretende?

—Nada —contesté—. Hace turnos dobles y pensé que no le vendría mal un poco de café.

—Estoy muy bien.

—Me han dicho que es usted estupenda.

—¿Y eso qué significa?

—La doctora Eves la aprecia mucho como enfermera. Y Cindy también.

Cruzó los brazos sobre el pecho como si temiera perder el equilibrio.

—Hago mi trabajo.

—¿Y le parece que yo constituyo un obstáculo?

Levantó los hombros y tuve la impresión de que estaba preparando una respuesta. Pero lo único que dijo fue:

—No. Todo irá bien. ¿De acuerdo?

—Vicki…

—Se lo prometo. Por favor. ¿Ahora ya me puedo retirar?

—Por supuesto que sí —contesté—. Y le pido perdón si he sido excesivamente brusco.

Apretó fuertemente los labios, dio media vuelta y regresó a la sala de las enfermeras.

Me dirigí a los ascensores de la Quinta Este. Uno de ellos estaba detenido en la sexta planta. Los otros dos llegaron simultáneamente. Chip Jones apareció en la puerta central con una taza de café en cada mano. Vestía pantalones vaqueros desteñidos, un jersey blanco de cuello cisne y una chaqueta de tela gruesa que hacía juego con los pantalones.

—Doctor Delaware.

—Hola, profesor.

—Por favor —dijo, saliendo al pasillo con una sonrisa—. ¿Cómo están mis señoras?

—Durmiendo.

—Gracias a Dios. Cuando hablé con Cindy esta tarde, me pareció que estaba agotada. Le traía esto de la cafetería para animarla un poco —añadió levantando una de las tazas—. Pero lo que más necesita es dormir.

Echó a andar en dirección a la puerta de teca y yo le seguí.

—¿Le estamos apartando de su hogar, doctor? —preguntó.

Sacudí la cabeza.

—Vengo de allí.

—No sabía que los psicólogos tuvieran unos horarios tan raros.

—Procuramos evitarlos siempre que podemos.

—Bien, el hecho de que Cindy esté durmiendo tan temprano quiere decir que Cassie ha mejorado y ella ya está un poco más tranquila. Eso es bueno.

—Me ha dicho que nunca se separa de Cassie.

—Nunca.

—Debe de ser muy duro para ella.

—Increíblemente duro. Al principio, traté de convencerla de que no lo hiciera, pero, tras haber estado varias veces aquí y ver lo que hacían otras madres, me di cuenta de que eso era normal. E incluso lógico. Una forma de autodefensa.

—¿Contra qué?

—Contra los fallos.

—Cindy también me lo ha comentado —dije—. ¿Ha visto usted muchos errores médicos por aquí?

—¿Me lo pregunta como padre o como hijo de Chuck Jones?

—¿Hay alguna diferencia?

—Vaya si la hay —contestó con una leve sonrisa—. Como hijo de Chuck Jones, creo que este lugar es un paraíso pediátrico y así pienso decirlo en el próximo banquete si me lo preguntan. Como padre, he visto cosas, los inevitables errores humanos. Le pondré un ejemplo…, uno que me impresionó muchísimo. Hace un par de meses, se produjo una conmoción enorme en toda la quinta planta. Por lo visto, estaban tratando a un niño enfermo de cáncer con una sustancia experimental… lo cual significa que probablemente no había muchas esperanzas de curación. Pero no se trata de eso. Alguien interpretó erróneamente un punto decimal y le administraron una sobredosis masiva. Lesiones cerebrales, coma y todo lo que usted pueda imaginar. Todos los padres que se encontraban en la planta oyeron a través del servicio de megafonía la llamada al equipo de reanimación y presenciaron la precipitada llegada de los médicos. Todos oyeron a la madre pidiendo socorro. Nosotros también la oímos… Yo estaba en el pasillo y la oí. La vi un par de días más tarde, doctor Delaware —añadió haciendo una mueca—. Cuando el niño todavía vivía con respiración asistida. Parecía una víctima de un campo de concentración. ¿Sabe usted esa cara que ponen las personas apaleadas y traicionadas? Y todo por culpa de un punto decimal. Es posible que cosas por el estilo ocurran constantemente en menor escala…, cosas que después se pueden arreglar. O que incluso pasan inadvertidas. Por consiguiente, no se puede reprochar a los padres que quieran vigilarlo todo, ¿no cree?

—Por supuesto que no —dije yo—. Veo que no tiene usted demasiada confianza en este lugar.

—Al contrario, tengo mucha —replicó Chip con impaciencia—. Antes de decidir tratar a Cassie aquí, hicimos algunas indagaciones… a pesar de mi padre. Por consiguiente, sé que este es el mejor hospital de niños de la ciudad. Pero, cuando se trata de tu propio hijo, las estadísticas no cuentan demasiado. Y los errores humanos son inevitables.

Abrí la puerta de la Sala Chappy para que Chip pasara con el café.

Vimos la recia figura de Vicki a través de la puerta de cristal del cuarto de suministros que había al fondo de la sala de las enfermeras. Estaba colocando algo en uno de los estantes superiores. Pasamos de largo y nos dirigimos a la habitación de Cassie.

Chip asomó la cabeza y la retiró diciendo:

—Están dormidas. —Contempló las tazas de café y me ofreció una a mí—. No se debe desperdiciar un café, por muy malo que sea.

—No, gracias —dije.

Chip se rio por lo bajo.

—La voz de la experiencia, ¿verdad? ¿Siempre ha sido tan malo?

—Siempre.

—Fíjese en lo que hay aquí… un pequeño Exxon Valdez. —Una oleosa película con reflejos irisados flotaba sobre la superficie negra. Haciendo una mueca de desagrado, Chip se acercó la otra taza a los labios—. Puá… esencia de instituto de bachillerato. Pero lo necesito para estar despierto.

—¿Ha tenido una jornada muy larga?

—Al contrario… demasiado corta. Son cada vez más cortas a medida que uno se va haciendo mayor, ¿no le parece? Cortas y repletas de trabajo. Después he tenido que ir arriba y abajo, del trabajo a casa y de casa hasta aquí. Nuestras gloriosas autopistas…, el nadir de la humanidad.

—Valley Hills significa la autopista de Ventura —dije—. Es la peor zona por este motivo.

—Horrible. Cuando estábamos buscando casa, elegí deliberadamente un lugar cerca del trabajo para evitar tener que ir arriba y abajo en tren. —Chip se encogió de hombros—. El plan era estupendo. A veces, cuando los automóviles se quedan atascados guardabarros contra guardabarros, me imagino que el infierno debe de ser algo muy parecido —añadió, tomando otro sorbo de café.

—Lo experimentaré directamente dentro de un par de días cuando efectúe una visita doméstica —dije.

—Sí, ya me lo ha dicho Cindy. Ah, aquí viene la señorita Nightingale… Hola, Vicki. ¿Otra vez el turno de noche?

Me volví y vi a la enfermera acercándose a nosotros con una sonrisa en los labios.

—Buenas noches, profesor Jones —dijo Vicki respirando hondo como si se dispusiera a levantar una pesa antes de saludarme a mí con una inclinación de la cabeza.

Chip le ofreció la otra taza de café intacta.

—O se la bebe o la tira —le dijo.

—Gracias, profesor Jones.

Chip ladeó la cabeza en dirección a la habitación de Cassie.

—¿Cuánto rato llevan roncando las Bellas Durmientes?

—Cassie se durmió sobre las ocho y su esposa sobre las nueve menos cuarto.

Chip consultó su reloj.

—¿Me podría usted hacer un favor, Vicki? Voy a acompañar al doctor Delaware hasta la salida y aprovecharé de paso para tomarme un bocado abajo. Avíseme por el sistema de megafonía si se despiertan.

—Si quiere, puedo bajar a buscarle algo para comer, profesor.

—No, gracias, necesito estirar un poco las piernas… Tengo autopistitis.

Vicki se rio comprensivamente.

—Claro. Ya le avisaré en cuanto una de ellas se despierte.

Nada más cruzar la puerta de teca, Chip se detuvo y me preguntó:

—¿Qué opina de la manera en que nos están tratando?

—¿En qué sentido?

—En el sentido médico… —contestó, reanudando la marcha—. En el de la hospitalización actual. Que yo sepa, no se ha hecho ninguna auténtica evaluación. Nadie ha examinado físicamente a Cassie. Y no es que me importe… doy gracias a Dios de que no tenga que soportar aquellas terribles agujas. Pero el mensaje que yo estoy recibiendo es el de un simple placebo. Nos toman cariñosamente las manos, nos envían a un psiquiatra… no se lo tome a mal… y dejan que lo de Cassie desaparezca por sí solo.

—¿Le parece un insulto?

—Pues no… bueno, puede que un poco. Como si todo fueran figuraciones nuestras. Créame que no lo son. Ustedes no han visto lo que hemos visto nosotros… la sangre, los ataques.

—¿Usted lo ha visto personalmente?

—Todo, no. Es Cindy la que se despierta por las noches. Yo suelo dormir como un tronco. Pero he visto lo suficiente. Con la sangre no se discute. Por consiguiente, ¿por qué no hacen algo más?

—No puedo responder en nombre de otras personas —contesté—, pero creo que nadie sabe qué hacer y no quieren llevar a cabo pruebas innecesarias.

—Será eso —dijo—. Y que conste que yo estoy de acuerdo. La doctora Eves me parece una persona muy preparada. A lo mejor, los síntomas de Cassie son… ¿cómo se llama… autorrestrictivos?

—Autolimitativos.

—Autolimitativos —repitió Chip con una sonrisa—. Ustedes los médicos propagan más eufemismos que nadie… Ruego a Dios para que sean autolimitativos. Y no me importaría que el misterio médico quedara sin resolver con tal de que Cassie recuperara finalmente la salud. Pero la esperanza es cada vez más escasa.

—Señor Jones —dije—, yo no he sido llamado porque los demás crean que los problemas de Cassie son de origen psicosomático. Mi tarea es la de eliminar la tensión y el dolor. El motivo por el cual yo deseo visitar su casa es el de poder crear un nexo de confianza y simpatía con la niña de forma que pueda serle útil cuando me necesite.

—Claro —dijo—. Lo comprendo.

Miró al techo y golpeó el suelo con un pie. Pasaron dos enfermeras y sus ojos las siguieron con aire distraído.

—Creo que lo que más me cuesta aceptar es el carácter absurdo de todo eso —dijo—. Como si todos estuviéramos flotando en un mar de acontecimientos fortuitos. ¿Por qué demonios está enferma la niña? —preguntó, golpeando la pared con un puño.

Comprendí que cualquier cosa que dijera serviría para agravar la situación, pero sabía que el silencio tampoco sería muy útil.

Se abrieron las puertas del ascensor y entramos.

—Unos padres cabreados —dijo Chip, pulsando con fuerza el botón de bajada—. Menuda manera de terminar la jornada.

—Es mi trabajo.

—Pues vaya trabajo.

—Tan bueno como cualquier otro.

Chip me miró con una sonrisa.

Señalé la taza que sostenía en la mano.

—Eso ya se habrá enfriado. ¿Le parece que vayamos a tomar algo?

Reflexionó un instante.

—Sí, ¿por qué no?

Como la cafetería estaba cerrada, bajamos por el pasillo pasando por delante de la sala de los residentes hasta llegar a la hilera de máquinas expendedoras automáticas que había al lado del vestuario. Una joven delgada con bata de quirófano se estaba alejando con dos puñados de caramelos. Chip y yo nos compramos sendas tazas de café solo y él adquirió un paquete de dos bollos de chocolate envueltos en celofán.

Al fondo del pasillo había una sala con unas sillas de plástico de color anaranjado dispuestas en forma de L y una mesa blanca baja cuya superficie aparecía enteramente cubierta de envoltorios de comida y revistas antiguas. El laboratorio de Patología se encontraba a un tiro de piedra. Me pregunté si Chip recordaría a su hijo por asociación de ideas mientras se sentaba, reprimiendo un bostezo.

Desenvolvió los bollos, remojó uno de ellos en el café y dijo, comiendo la parte remojada:

—Comida sana.

Sentado perpendicularmente a él, tomé un sorbo de mi café. Era malísimo, pero extrañamente reconfortante…, como el mal aliento de nuestro tío preferido.

—Bueno pues —dijo, volviendo a remojar el bollo en el café—, le voy a hablar de mi hija. Tremendamente dócil, comía y dormía muy bien. A las cinco semanas, ya dormía de un tirón como un angelito. Para muchas personas eso hubiera sido una cosa positiva, ¿verdad? Sin embargo, después de lo que le había ocurrido a Chad, nosotros nos moríamos de miedo. Queríamos que estuviera despierta… y ambos nos turnábamos en la tarea de despertar a la pobrecilla. Sin embargo, lo que más me sorprende es su flexibilidad… su capacidad de recuperación. Parece increíble que una cosa tan menuda pueda ser tan resistente.

»Me parece incluso ridículo estar hablando de ella con un psicólogo. No es más que un bebé… ¿qué clase de neurosis podría padecer? Aunque, después de todo lo que ha pasado, no me extrañaría que tuviera alguna, desde luego. La tensión es enorme. ¿Cree usted que se tendrá que someter toda la vida a psicoterapia?

—No.

—¿Alguien lo ha estudiado?

—Se han hecho muchas investigaciones —contesté—. Los niños crónicamente enfermos suelen reaccionar mejor de lo que predicen los expertos… y lo mismo puede decirse de las personas en general.

—¿Suelen?

—Casi todos.

Chip esbozó una sonrisa.

—Ya sé que eso no es una ciencia exacta. Bueno pues, me permitiré el lujo de ser momentáneamente optimista.

Se tensó y acto seguido se relajó…, haciendo un esfuerzo deliberado, como si estuviera acostumbrado a las prácticas de meditación. Dejó los brazos colgando y estiró las piernas, echó la cabeza hacia atrás y se aplicó masaje a las sienes.

—¿No se cansa de pasarse todo el día escuchando a la gente? —me preguntó—. ¿De tener que asentir con la cabeza, mostrarse comprensivo y decirles que todo va bien?

—A veces —contesté—. Pero normalmente uno acaba conociendo a las personas y empieza a entender su humanidad.

—Aquí podríamos recordar la frase: «Nunca un espíritu más sutil pudo guiar a la humanidad; pero vosotros, oh, dioses, nos daréis algunos defectos para convertirnos en hombres». El texto es de William Shakespeare y el subrayado es mío. Sé que parece un poco presuntuoso por mi parte, pero el gran poeta me consuela…, siempre tiene algo para cada situación. No sé si estuvo alguna vez en un hospital.

—Es posible. Vivió en plena peste negra, ¿no?

—Muy cierto… En fin… —dijo Chip, incorporándose hacia delante y desenvolviendo el segundo bollo—, le admiro porque yo no podría hacerlo. A mí que me den cosas teóricas claramente definidas.

—Jamás pensé que la Sociología pudiera ser una ciencia exacta.

—Buena parte de ella no lo es. Pero la Organización Formal tiene muchos modelos e hipótesis mensurables. La ilusión de la exactitud. Yo me suelo engañar muy a menudo.

—¿Qué materias estudia usted? ¿Gestión empresarial? ¿Análisis de sistemas?

Sacudió la cabeza.

—No, eso es la práctica. Yo me limito a la teoría…, al estudio de los modelos de funcionamiento de los grupos e instituciones a nivel estructural y de la conexión fenomenológica de los componentes. Son cosas de torre de marfil, pero yo me lo paso muy bien. Me eduqué en una torre de marfil.

—¿Y eso dónde fue?

—Primero en Yale y después en la Universidad de Connecticut. Jamás presenté la tesis porque descubrí que la enseñanza me gusta mucho más que la investigación.

Contempló el pasillo desierto del sótano y el paso ocasional de unas fantasmagóricas figuras vestidas de blanco en la distancia.

—Me da repelús —dijo.

—¿A qué se refiere?

—A este lugar. —Chip bostezó y consultó su reloj—. Me parece que me voy arriba a ver qué tal están las señoras. Gracias por acompañarme.

Ambos nos levantamos.

—Si alguna vez necesita hablar conmigo —añadió—, aquí tiene el número de mi despacho.

Dejó la taza sobre la mesita, se introdujo la mano en el bolsillo y sacó un monedero de plata indio con irregulares incrustaciones de turquesas. Un billete de veinte dólares encima y varias tarjetas de crédito y otros papeles debajo. Sacándolo todo, rebuscó hasta encontrar una tarjeta blanca de visita. La dejó sobre la mesa, se sacó un bolígrafo Bic de otro bolsillo, escribió algo y me la entregó.

El logotipo de un tigre con las fauces abiertas, rodeado por las palabras CCWV TYGERS. Y debajo:

COLEGIO COMUNITARIO DE WEST VALLEY

DEPARTAMENTO DE CIENCIAS SOCIALES

(818) 509-3476

Al fondo, dos líneas escritas en letras negras de imprenta:

CHIP JONES

EXT. 2359

—Si estoy en clase —dijo—, eso lo pondrá en comunicación con el centro de mensajes. Si quiere que yo esté presente cuando vaya usted a mi casa, procure avisarme con un día de antelación.

Antes de que yo pudiera contestar, unas fuertes pisadas desde el fondo del pasillo nos indujeron a los dos a volver la cabeza al mismo tiempo. Una figura se estaba acercando a nosotros. Paso atlético y chaqueta oscura.

Chaqueta negra de cuero. Pantalones y sombrero de color azul. ¿Uno de los policías de alquiler, patrullando por los pasillos del Paraíso Pediátrico en busca de alguna señal de maldad?

Cuando estuvo más cerca, vimos que era un negro con bigote, rostro cuadrado y mirada penetrante. Eché un vistazo a la tarjeta de su solapa y vi que no pertenecía al servicio de Seguridad. Tres galones. Un sargento.

—Ustedes perdonen, señores —nos dijo amablemente, mirándonos con aire distraído.

El apellido que figuraba en la tarjeta era PERKINS.

—¿Qué ocurre? —preguntó Chip.

El policía leyó mi tarjeta y me miró, perplejo.

—¿Es usted médico?

Asentí con la cabeza.

—¿Cuánto tiempo llevan aquí?

—Unos cinco o diez minutos —contestó Chip—. ¿Ocurre algo?

La mirada de Perkins se desplazó al rostro de Chip, estudiando la barba y después el pendiente.

—¿También es médico? —preguntó el policía.

—Es un padre que visita a su hija —contesté yo.

—¿Tiene la tarjeta de visitante, señor?

Chip la sacó y la sostuvo en alto delante del rostro de Perkins. Este se mordió la mejilla y me miró. Olía a perfume de barbería.

—¿Han observado ustedes algo insólito?

—¿Como qué? —preguntó Chip.

—Cualquier cosa que se salga de lo corriente, señor. Alguien que no parezca de aquí.

—Que no parezca de aquí —repitió Chip—. ¿Quiere decir alguien que esté sano?

Perkins entornó los ojos hasta convertirlos en simples ranuras.

—No hemos visto nada, sargento —dije yo—. Todo estaba muy tranquilo.

—Gracias —dijo Perkins, retirándose.

Le vi alejarse y detenerse un momento al pasar por delante del laboratorio de Patología.

Chip y yo subimos al vestíbulo, utilizando la escalera. Un grupo de trabajadores del turno de noche se estaba dirigiendo hacia la puerta de cristal del extremo este que conducía a la salida. Al otro lado del cristal, unas intermitentes luces rojo cereza de la policía atravesaban la oscuridad y unas luces blancas parecían disgregarse en incontables destellos.

—¿Pero qué es lo que pasa? —preguntó Chip.

—Han atacado a alguien —contestó sin volver la cabeza una enfermera que pasaba por nuestro lado—. En el aparcamiento.

—¿Atacado? ¿Por quién?

La enfermera le miró y, al ver que era un civil, se alejó sin contestar.

Un camillero pálido y delgado con el cabello corto rubio platino y un mono de trabajo blanco dijo en tono nasal:

—Bueno, ya basta. Yo lo único que quiero es irme a casa.

Alguien le hizo eco con un gruñido.

Unos murmullos ininteligibles recorrían el vestíbulo. Al otro lado del cristal, un uniforme bloqueaba la salida. El sonido de una radio se filtraba desde el exterior. Mucho movimiento por todas partes. Un vehículo iluminó la puerta con sus faros delanteros y después dio la vuelta y se alejó a toda velocidad. Leí rápidamente las letras: AMBULANCIA. Sin embargo, llevaba las luces del techo apagadas y no hacía sonar la sirena.

—Pero ¿por qué no la traen aquí? —preguntó alguien.

—¿Quién ha dicho que es una mujer?

—Siempre es una mujer —contestó una voz femenina.

—¿No habéis visto? No sonaba la sirena —dijo alguien—. No debe de ser urgente.

—O, a lo mejor —dijo el rubio—, ya es demasiado tarde.

El grupo de personas se estremeció como un trozo de gelatina sobre una cápsula de Petri.

—Yo he intentado salir por la parte de atrás, pero también está bloqueada —dijo alguien—. Esto ya pasa de la raya.

—Creo que uno de ellos ha dicho que era un médico.

—¿Quién?

—Es lo único que he oído.

Zumbidos y susurros.

—Maravilloso —dijo Chip.

Volviéndose bruscamente, empezó a abrirse paso hacia la parte de atrás. Antes de que yo pudiera decir algo, desapareció.

Cinco minutos más tarde se abrió la puerta de cristal y la gente se abalanzó en masa hacia ella. El sargento Perkins se abrió paso y levantó una mano morena. Parecía un profesor suplente delante de unos díscolos alumnos de Instituto.

—¿Me permiten un momento? —Esperó a que todo el mundo se callara, pero, al final, se conformó con un silencio relativo—. Se ha producido una agresión en el aparcamiento del hospital. Necesitamos que vayan ustedes saliendo de uno en uno y respondan a unas cuantas preguntas.

—¿Qué clase de agresión?

—¿Cómo está la víctima?

—¿Quién es?

—¿Es un médico?

—¿En qué plaza de aparcamiento ha ocurrido?

Perkins volvió a entornar los ojos.

—Vamos a hacerlo a la mayor rapidez posible para que ustedes puedan regresar a sus casas cuanto antes —dijo.

El hombre del mono blanco preguntó:

—¿Por qué no nos dice qué es lo que ha pasado para que podamos protegernos, oficial?

Murmullos de aprobación.

—A ver si nos calmamos un poco —dijo Perkins.

—Cálmese usted —replicó el rubio—. Ustedes lo único que hacen es poner multas en la calle. Y después, cuando pasa algo, nos hacen preguntas, se largan y dejan que nosotros nos las arreglemos como podamos.

Perkins no se movió ni dijo nada.

—Vamos, hombre —dijo un negro encorvado, vestido de camillero—. Algunos de nosotros todavía estamos vivos. Díganos qué ha pasado.

—¡Sí!

A Perkins se le dilataron las ventanas de la nariz. Después miró a la gente en silencio, abrió la puerta y retrocedió.

Las personas que llenaban el vestíbulo empezaron a hacer comentarios despectivos.

—¡La madre que los parió! —exclamó alguien en voz alta.

—¡Solo sirven para ponernos multas!

—Sí, son unos malnacidos… Tenemos el hospital al otro lado de la calle y ellos nos ponen multas cuando tratamos de llegar puntuales a nuestro trabajo.

Otro murmullo de aprobación. Ya nadie hablaba de lo que había ocurrido en el aparcamiento.

Se abrió de nuevo la puerta y entró una joven agente de la policía de raza blanca con la cara muy seria.

—Bueno pues —dijo esta—, si hacen el favor de ir saliendo de uno en uno, el oficial comprobará sus carnés de identidad y entonces ya se podrán marchar.

—Vaya, hombre —dijo el negro—. Bienvenidos a la penitenciaría de San Quintín. Y después, ¿qué nos van a hacer? ¿Cacheos?

Más comentarios de aprobación mientras la gente se iba calmando poco a poco.

Tardaron veinte minutos. Un agente que llevaba un cuaderno de apuntes anotó el nombre que figuraba en la tarjeta de mi solapa, me pidió el carné de identidad para confirmar los datos y anotó el número de mi carné de conducir. Seis coches patrulla se encontraban aparcados al azar delante de la entrada, junto con un vehículo sin identificación. Un grupo de hombres permanecía de pie en el centro de la rampa del aparcamiento.

—¿Dónde ha ocurrido? —le pregunté al policía.

Dobló un dedo, señalándome el aparcamiento.

—Es que yo tengo aparcado mi automóvil allí.

El oficial arqueó las cejas.

—¿A qué hora llegó usted?

—Hacia las nueve y media de la noche.

—¿De la noche?

—Sí.

—¿En qué nivel aparcó?

—En el segundo.

Al oír mi respuesta, abrió los ojos.

—¿Y no vio nada insólito a aquella hora…, alguien que merodeara por allí o se comportara de manera sospechosa?

Recordando la sensación de ser observado que había experimentado al bajar de mi vehículo, contesté:

—No, pero la iluminación era muy desigual —contesté.

—¿Qué quiere usted decir con eso de «desigual», señor?

—Irregular. Algunos espacios estaban iluminados y otros se encontraban a oscuras. Hubiera sido fácil que alguien se escondiera.

Me miró y rechinó los dientes. Echó otro vistazo a la tarjeta de mi solapa y dijo:

—Ya puede usted marcharse, señor.

Bajé por la rampa. Al pasar junto al grupo, reconocí a uno de los hombres. Presley Huenengarth. El jefe de los servicios de Seguridad del hospital estaba fumando un cigarrillo y contemplando las estrellas, a pesar de que en el cielo no había ninguna. Otro de los tipos lucía un escudo de oro en la solapa y estaba hablando sin que Huenengarth le prestara aparentemente la menor atención.

Nuestros ojos se cruzaron, pero su mirada no se detuvo en mi persona. Expulsó el humo a través de las ventanas de la nariz y miró a su alrededor. Para ser un hombre cuyo sistema de vigilancia acababa de fracasar estrepitosamente, se le veía notablemente tranquilo.