17
El asesinato de Dawn Herbert y su cleptomanía me dieron que pensar.
Creía que la chica había sacado la ficha de Chad a petición de Laurence Ashmore. Pero ¿y si lo hubiera hecho por su cuenta porque había descubierto algo perjudicial para la familia Jones y planeaba aprovecharlo?
Ahora había muerto.
Me dirigí a la tienda de peces tropicales, compré una bolsa de veinte kilos de comida para peces koi y les pregunté si podía utilizar el teléfono para efectuar una llamada. El chico de detrás del mostrador lo pensó un poco, miró el precio total que marcaba la caja registradora y me señaló un anticuado teléfono negro de pared, diciendo:
—Por allí.
Al lado del teléfono había un gran acuario de agua salada que albergaba un pequeño tiburón leopardo. Dos pececitos de colores nadaban justo por debajo de la superficie del agua. El tiburón se deslizaba plácidamente. Tenía unos ojos azules casi tan bonitos como los de Vicki Bottomley.
Llamé a Parker Center. El hombre que atendió la llamada me dijo que Milo no estaba y no sabía cuándo regresaría.
—¿Es usted Charlie?
—No.
Clic.
Marqué el número particular de Milo. El chico de detrás del mostrador me estaba observando. Le miré con una sonrisa y le indiqué un minuto, haciendo una señal con el dedo mientras escuchaba los timbrazos.
Escuché la consabida grabación de Investigaciones Azul en la voz de Peggy Lee.
—Dawn Herbert fue asesinada en marzo —dije—. Probablemente el 9 de marzo, cerca de un club de música punk del centro. El investigador de la policía se llamaba Ray Gómez. Estaré en el hospital dentro de una hora… Me puedes llamar allí si quieres decirme algo.
Colgué y, al salir, capté un movimiento por el rabillo del ojo y me volví hacia el acuario. Los dos pececitos de colores habían desaparecido.
En la parte de Sunset que atraviesa Hollywood se respiraba el sosiego propio de los fines de semana. Los bancos y los establecimientos de diversión que había antes de llegar al Hospital Row estaban cerrados y algunas familias de pocos medios y gentes sin nada especial que hacer recorrían las aceras sin rumbo fijo. El tráfico rodado era muy escaso…, se trataba, en buena parte, de personas que trabajaban los fines de semana y turistas que se habían apartado excesivamente de su camino. Llegué a la entrada del aparcamiento de los médicos en menos de media hora. El aparcamiento estaba en pleno funcionamiento y había muchas plazas vacías.
Antes de subir a las salas, pasé por la cafetería para tomarme un café.
La hora del almuerzo ya estaba a punto de terminar y el local se encontraba casi vacío. Dan Kornblatt estaba recibiendo el cambio de la cajera en el momento en que yo me acerqué para pagar. El cardiólogo llevaba una taza de plástico con tapa. El café se había derramado un poco y estaba resbalando por los costados de la taza en riachuelos de color barro. El bigote en forma de manillar de Kornblatt aparecía caído, y él mostraba un semblante preocupado. Se guardó el cambio en el bolsillo y, al verme, inclinó la cabeza a modo de saludo.
—Hola, Dan. ¿Qué es lo que te pasa?
Mi sonrisa pareció molestarle.
—¿No has leído el periódico de esta mañana? —me preguntó.
—Pues la verdad es que solo lo he hojeado por encima —contesté.
Me miró con los ojos entornados. Estaba visiblemente irritado. Tuve la sensación de haber dado una respuesta equivocada en un examen oral.
—Qué puedo decirte —replicó secamente antes de alejarse.
Pagué el café y me pregunté qué noticia del periódico lo habría sacado de quicio. Miré a mi alrededor por si alguien hubiera dejado olvidado un ejemplar, pero no vi ninguno. Tomé un par de sorbos de café, tiré la taza y me fui a la sala de lectura de la biblioteca. La encontré cerrada.
En la desierta Sala Chappy todas las puertas de las habitaciones estaban abiertas menos la de Cassie. Las luces estaban apagadas y las camas deshechas y se aspiraba el artificial aroma de prado de un ambientador. Un hombre vestido con el mono de trabajo amarillo de los servicios de limpieza estaba pasando un aspirador por el pasillo. El hilo musical transmitía una lenta y dulzona melodía vienesa.
Vicki Bottomley estaba sentada en la sala de enfermeras, leyendo una historia clínica. Llevaba la cofia ligeramente ladeada.
—Hola, ¿alguna novedad? —le pregunté.
Sacudió la cabeza y me mostró la historia sin mirarme.
—Termine —le dije.
—Ya he terminado —contestó, entregándome la historia.
La tomé, pero no la abrí.
—¿Qué tal se encuentra hoy Cassie? —pregunté, apoyado contra el mostrador.
—Un poco mejor.
Todavía sin mirarme.
—¿Cuándo se despertó?
—Sobre las nueve.
—¿Ha venido ya su padre?
—Todo está anotado aquí —contestó con la cabeza inclinada, señalándome la historia con el dedo.
La abrí, pasé a la página correspondiente a aquella mañana y leí los resúmenes de Macauley y los del neurólogo.
Vicki tomó un impreso y se puso a escribir.
—Parece que el último ataque de Cassie fue muy violento —dije.
—He visto muchos así.
Dejé la historia sobre el mostrador y permanecí de pie sin moverme. Al final, Vicki me miró. Sus ojos azules parpadearon rápidamente.
—¿Ha visto usted muchos casos de epilepsia infantil? —le pregunté.
—Yo he visto de todo. He trabajado en Oncología. He atendido a niños con tumores cerebrales.
Encogimiento de hombros.
—Yo también trabajé en Oncología hace años. Prestando apoyo psicológico.
—Ya.
Vuelta al impreso.
—Bueno —dije—, parece que Cassie no tiene ningún tumor.
Silencio.
—La doctora Eves me dijo que tenía previsto darle el alta muy pronto.
—Ya.
—Creo que visitaré a la niña en su domicilio.
La pluma empezó a correr sobre el papel.
—Usted también ha estado allí, ¿verdad?
Silencio. Repetí la pregunta. Vicki dejó de escribir y me miró.
—Si lo he hecho, ¿acaso tiene eso algo de malo?
—No, es que yo…
—Usted habla por hablar, eso es lo que usted hace. ¿Vale? —Dejó la pluma y, con una sonrisa burlona en los labios, impulsó su silla de despacho hacia atrás—. ¿O acaso me está controlando y quiere saber si fui allí y le hice algo malo a la niña?
Desplazó la silla un poco más hacia atrás y me miró fijamente sin dejar de sonreír.
—¿Y por qué iba yo a pensar tal cosa?
—Porque sé lo que ustedes suelen pensar.
—Era una simple pregunta, Vicki.
—Sí, ya. De eso se trataba desde el principio. Todos estos comentarios que me hacía sin ton ni son. Usted me está vigilando para ver si soy como aquella enfermera de Nueva Jersey.
—¿De qué enfermera me habla?
—De la que mataba a los niños. Se escribió un libro sobre eso y se hizo una serie en la televisión.
—¿Usted se cree bajo sospecha?
—¿Acaso no lo estoy? ¿Acaso no le echan siempre la culpa a la enfermera?
—¿Le echaron injustamente la culpa a la enfermera de Nueva Jersey?
Su sonrisa consiguió convertirse en una triste mueca sin apenas transición.
—Ya estoy harta de este juego —dijo, levantándose y empujando la silla a un lado—. Ustedes siempre andan con estos juegos.
—Al decir «ustedes», ¿se refiere a los psicólogos?
Cruzó las manos sobre el pecho y se volvió de espaldas a mí, musitando algo por lo bajo.
—¿Vicki?
Silencio.
—Aquí solo se trata de descubrir qué demonios le ocurre a Cassie —dije, haciendo un esfuerzo por dominar mi voz.
Simuló leer el tablero de boletines que había detrás del mostrador.
—Se acabó nuestra pequeña tregua —dije.
—No se preocupe —contestó, volviéndose rápidamente a mirarme. Levantó la voz y su amargo timbre se impuso a la azucarada música de torta Sacher del hilo musical—. No se preocupe —repitió—. No me interpondré en su camino. Si quiere algo, me lo pregunta. Porque usted es un médico y yo haré cualquier cosa que pueda ayudar a esta pobre chiquilla…, contrariamente a lo que usted quiere. Yo cuido de ella, ¿comprende? Incluso iré a buscarle a usted un café si eso sirve para que centre todos sus esfuerzos en la niña, como debe ser. Yo no soy una de esas feministas que consideran un pecado hacer cualquier otra cosa que no sea administrar medicamentos. Pero no finja ser amigo mío, ¿de acuerdo? Hagamos cada cual nuestro trabajo sin conversaciones hipócritas y sigamos cada cual nuestro camino, si no le importa. Y, respondiendo a su pregunta, le diré que estuve en la casa exactamente un par de veces… varios meses atrás. ¿De acuerdo?
Se retiró al otro lado de la sala, sacó otro impreso, lo tomó y empezó a leerlo entornando los párpados y sosteniéndolo a la distancia de un brazo. Necesitaba gafas de lectura. Volvió a sonreír con afectación.
—¿Le está usted haciendo algo a la niña, Vicki? —le pregunté.
Sus manos se estremecieron y el papel se le cayó al suelo. Al inclinarse a recogerlo, se le cayó la cofia. Agachándose por segunda vez, recogió la cofia e irguió rígidamente la espalda. Llevaba mucho rímel y un par de motitas habían quedado adheridas al párpado inferior de uno de sus ojos.
Permanecí inmóvil.
—¡No! —contestó en un vehemente susurro.
Unas pisadas nos indujeron a volver la cabeza.
El hombre del servicio de limpieza salió al pasillo con el aspirador. Era de mediana edad e hispano, tenía la mirada cansada y llevaba un bigote a lo Cantinflas.
—¿Algo más? —preguntó.
—No —contestó Vicki—. Vete.
El hombre la miró arqueando una ceja y después tiró del aparato y lo remolcó hacia la puerta de madera de teca. Vicki le miró, apretando los puños.
Cuando el hombre se hubo retirado, añadió:
—¡Me ha hecho usted una pregunta horrible! ¿Por qué tiene que pensar estas cosas tan desagradables…, por qué alguien del hospital le iba a hacer algo a la niña? ¡Cassie está enferma!
—¿Sabe usted que todos los síntomas corresponden a una enfermedad misteriosa?
—¿Por qué no? —dijo—. ¿Por qué no? Esto es un hospital. Y esto es lo que solemos tener aquí…, niños enfermos. A esto se dedican los médicos de verdad. A tratar a los niños enfermos.
Guardé silencio. Los brazos de Vicki se empezaron a levantar y ella trató de impedirlo como si estuviera oponiendo resistencia a un hipnotizador. La cofia le resbaló hacia atrás y su lugar lo ocupó una cúpula de cabello en forma de sombrero.
—Los médicos de verdad no están muy de suerte, ¿no es cierto?
Expulsó el aire a través de la nariz.
—Juegos —dijo en un susurro—. Ustedes siempre se andan con juegos.
—Parece que usted sabe muchas cosas sobre nosotros.
Me miró sorprendida y se frotó los ojos. El rímel se le había corrido y los nudillos se le habían teñido de gris, pero ella no se dio cuenta porque me estaba mirando fijamente con expresión enfurecida.
Le sostuve la mirada y la absorbí.
Volvió a mirarme con sonrisa burlona.
—¿Desea usted alguna otra cosa, señor?
Se sacó unas horquillas del cabello y las utilizó para sujetar la blanca cofia almidonada.
—¿Les ha comentado usted a los Jones la opinión que le merecen los terapeutas? —le pregunté.
—Yo me guardo las opiniones. Soy una profesional.
—¿Les ha dicho, en algún momento, que alguien sospecha la existencia de juego sucio?
—Por supuesto que no. ¡Le repito que soy una profesional!
—Una profesional —dije yo—. Pero no le gustan los terapeutas. Son una caterva de charlatanes que prometen muchas cosas, pero nunca consiguen llegar a ninguna parte.
Echó la cabeza hacia atrás, la cofia se le volvió a mover y ella levantó rápidamente una mano para sujetarla.
—Usted no me conoce —dijo—. No sabe nada de mí.
—Eso es cierto —mentí—. Y se está convirtiendo en un problema para Cassie.
—No diga dispa…
—Su actitud dificulta el tratamiento de la niña, Vicki. Pero no sigamos discutiendo aquí —añadí, señalándole la sala que había detrás del mostrador.
—¿Para qué? —preguntó, poniendo los brazos en jarras.
—Para hablar con usted.
—No tiene usted ningún derecho.
—Sí lo tengo. El único motivo de que siga usted aquí se lo debe a mi benevolencia. La doctora Eves admira su preparación técnica, pero su actitud también le ataca los nervios.
—Muy bien.
—Llámela —dije tomando el teléfono.
Respiró hondo. Se tocó, nerviosa, la cofia. Se humedeció el labio con la lengua.
—¿Qué quiere usted de mí? —me preguntó en tono levemente quejumbroso.
—Aquí afuera, no —dije—. Allí dentro, Vicki. Por favor.
Fue a protestar, pero no le salieron las palabras. Un repentino temblor le estremeció los labios. Se cubrió la boca con una mano para disimularlo.
—Dejémoslo —dijo—. Le pido perdón.
Me miró atemorizada. Imaginándome la escena de su hijo muerto y sintiéndome un ogro, sacudí la cabeza.
—No pondré más obstáculos —dijo—. Se lo prometo… Esta vez hablo en serio. Tiene usted razón, no hubiera tenido que decir nada. Es porque estoy muy preocupada por la niña, lo mismo que usted. Me portaré bien. Le pido disculpas. No volverá a ocurrir…
—Por favor, Vicki —dije, señalándole la estancia del fondo.
—… se lo juro. Vamos, deme un margen de confianza.
No di mi brazo a torcer.
Se acercó a mí con las manos cerradas en puño como si fuera a pegarme, pero después las bajó, dio súbitamente media vuelta y se encaminó hacia la sala del fondo. Despacio, con los hombros encorvados y sin apenas levantar los pies de la alfombra.
La estancia estaba amueblada con un sofá anaranjado, un sillón a juego y una mesa auxiliar. Sobre la mesa había un teléfono al lado de una cafetera destapada que llevaba mucho tiempo sin que nadie la utilizara o la limpiara. Unos pósteres de unos gatitos y unos cachorros de perro estaban fijados a la pared por encima de una pegatina de coche que decía LAS ENFERMERAS LO HACEN TODO CON TIERNO Y AMOROSO CUIDADO.
Cerré la puerta y me senté en el sofá.
—Esto es un atropello —dijo Vicki sin demasiada convicción—. No tiene usted ningún derecho… Voy a llamar a la doctora Eves.
Tomé el teléfono, hablé con la telefonista y pedí que me pusiera en comunicación con Stephanie.
—Espere —dijo Vicki—. Cuelgue.
Anulé la llamada y colgué el aparato. Restregó un poco los pies y, al final, se hundió en el sillón y jugueteó con la cofia, manteniendo ambos pies apoyados en el suelo. Reparé en algo en lo que antes no me había fijado; una minúscula margarita dibujada con laca de uñas en su nueva tarjeta de identificación, justo por encima de la fotografía. La laca se estaba empezando a desprender y la flor parecía deshojada.
Apoyó las manos sobre las rodillas y en su rostro se dibujó una expresión de reclusa condenada.
—Tengo trabajo que hacer —dijo—. Aún no he cambiado las sábanas y debo encargarme de que el servicio dietético reciba las debidas instrucciones para la cena.
—La enfermera de Nueva Jersey —dije—. ¿Por qué me lo ha comentado?
—¿Aún estamos con lo mismo?
Esperé.
—No es por nada especial —contestó—. Ya le he dicho que se escribió un libro y yo lo leí, eso es todo. Por regla general, no me gusta leer esas cosas, pero alguien me lo dio y lo leí. ¿De acuerdo?
A pesar de su sonrisa, sus ojos se llenaron súbitamente de lágrimas. Se acercó la mano al rostro y trató de enjugárselas con los dedos. Busqué a mi alrededor. No había ninguna caja de pañuelos de celulosa. Le ofrecí mi propio pañuelo.
Lo miró, pero no lo tomó. El rímel trazó unos negros arañazos de gato sobre el maquillaje de su rostro.
—¿Quién le dio el libro? —pregunté.
Su cara se contrajo en una mueca de dolor y yo tuve la sensación de haberle asestado una puñalada.
—No tiene nada que ver con Cassie, puede creerme.
—Muy bien, pero ¿qué hacía exactamente aquella enfermera?
—Envenenaba a los niños… con lidocaína. Pero no era una enfermera. A las enfermeras les encantan los niños. Hablo de las auténticas enfermeras.
Sus ojos se posaron en la pegatina de la pared mientras las lágrimas rodaban profusamente por sus mejillas.
Cuando dejó de llorar, le ofrecí de nuevo mi pañuelo, pero ella fingió no darse cuenta.
—¿Qué quiere usted de mí?
—Un poco de sinceridad…
—¿Sobre qué?
—Sobre toda la hostilidad que usted me ha estado manifestando desde el principio…
—Ya le he pedido disculpas.
—Yo no necesito disculpas, Vicki. No se trata de mi honor y no tenemos por qué ser amigos usted y yo…, ni hablar por hablar. Pero sí tiene que establecerse entre nosotros una comunicación lo bastante fluida como para que podamos atender debidamente a Cassie. Y su comportamiento lo impide.
—No estoy de acue…
—Pues es cierto, Vicki. Y yo sé que no puede ser por algo que yo haya dicho o hecho porque usted estuvo en contra mía antes de que yo abriera la boca. Por consiguiente, está claro que usted la tiene tomada con los psicólogos y supongo que eso se debe a que estos le fallaron… o no la trataron debidamente.
—Pero ¿qué es lo que está usted haciendo? ¿Me está analizando?
—Lo haré en caso necesario.
—No me parece justo.
—Si quiere usted seguir trabajando en el caso, hablemos claro. Bien sabe Dios lo difícil que es eso. Cassie está cada vez más enferma y nadie sabe qué le ocurre. Unos cuantos ataques como el que usted presenció le podrían provocar graves lesiones cerebrales. No podemos permitirnos el lujo de distraernos por culpa de nuestras mierdas personales.
Su labio se estremeció y se proyectó hacia afuera.
—No hay necesidad de decir palabrotas —dijo.
—Perdone. Aparte de mis palabrotas, ¿qué más tiene contra mí?
—Nada.
—No la creo, Vicki.
—En realidad, no…
—A usted no le gustan los psiquiatras —dije— y mi intuición me dice que tiene sobrados motivos para ello.
Se reclinó contra el respaldo del sillón.
—¿Ah, sí?
Asentí con la cabeza.
—Los hay muy malos, que te chupan el dinero y no dan nada a cambio. Casualmente, yo no soy uno de ellos, pero no espero que usted me crea por el simple hecho de que yo se lo diga.
Frunció los labios y los volvió a relajar, aunque no del todo. Tenía el rostro tiznado por el rímel, cansado y mojado de lágrimas y yo me sentía el Gran Inquisidor.
—Por otra parte —añadí—, puede que esté molesta conmigo por celos, porque usted quiere ser la jefa.
—¡Eso no es cierto en absoluto!
—Pues entonces, ¿qué es lo que ocurre, Vicki?
No contestó. Se miró las manos. Utilizó la uña para empujar hacia abajo un padrastro. Su semblante era absolutamente inexpresivo, pero las lágrimas no habían cesado.
—¿Por qué no hablamos claro y terminamos de una vez? —dije—. Si no se trata de nada relacionado con Cassie, no saldrá de esta habitación.
Resolló y se pellizcó la punta de la nariz.
Me incliné hacia delante y suavicé el tono de mi voz.
—Mire, esto no tiene por qué ser una maratón. No tengo la menor intención de acusarla de nada. Solo quiero que se despeje un poco la atmósfera… y concertar una auténtica tregua.
—Conque no saldrá de esta habitación, ¿eh? —Otra vez la sonrisa afectada—. Eso ya lo he oído otras veces.
Nuestros ojos se cruzaron. Los suyos parpadearon. Los míos, no.
De repente, Vicki levantó los brazos, se arrancó la cofia de la cabeza y la arrojó al otro lado de la estancia donde aterrizó en el suelo. Fue a levantarse, pero no lo hizo.
—¡Maldito sea usted! —gritó.
Su desgreñado cabello formaba un nido de pájaros en la coronilla.
Doblé el pañuelo y lo dejé sobre una de mis rodillas. Qué buen chico es el inquisidor.
Vicki se acercó las manos a las sienes.
Me levanté y apoyé una mano en su hombro, pensando que la apartaría. Pero no lo hizo.
—Lo siento —dije.
Vicki rompió en sollozos y empezó a hablar y yo no pude más que escucharla.
Me lo contó solo en parte. Abriendo de nuevo antiguas heridas mientras trataba de conservar un asomo de dignidad.
El delincuente Reggie se convirtió en «un niño muy revoltoso con problemas escolares».
—Era muy inteligente, pero no encontraba nada que le interesara y por eso se distraía.
El niño se transformó después en un chico «inquieto» que «no podía sentar la cabeza».
Los años de pequeños delitos quedaron reducidos a «unos problemas».
Vicki rompió de nuevo a llorar y esta vez aceptó mi pañuelo.
En susurros y entre sollozos, me reveló el hecho definitivo: la muerte de su único hijo a los diecinueve años a causa de «un accidente».
Tras la revelación del secreto, el inquisidor no dijo nada.
Vicki permaneció en silencio un buen rato, se enjugó las lágrimas de los ojos, se secó el rostro y volvió a hablar.
El marido alcohólico fue ascendido a héroe de la clase obrera. Muerto a los treinta y ocho años por culpa del «colesterol».
—Gracias a Dios éramos propietarios de la casa —dijo—. Aparte de eso, lo único de valor que nos dejó Jimmy fue una vieja moto Harley-Davidson…, una de esas que parecen un helicóptero. Siempre le estaba haciendo arreglos y sacándole brillo, y dejaba el patio hecho un desastre. Sentaba a Reggie en el asiento de atrás y recorría a toda velocidad las calles del barrio. La llamaba su locomotora. Hasta que cumplió los cuatro años, Reggie creyó de verdad que aquello era una locomotora.
Sonrisa.
—Fue lo primero que vendí —dijo—. No quería que Reggie pensara que tenía derecho a salir por ahí a romperse la crisma en la autopista. Siempre le había gustado la velocidad. Como a su padre. Se la vendí a uno de los médicos del hospital donde trabajaba…, el Foothill General. Había trabajado allí antes de que Reggie naciera. Al morir Jimmy, tuve que volver.
—¿En pediatría? —pregunté.
Sacudió la cabeza.
—En la sala general…, allí no había departamento de pediatría. Yo lo hubiera preferido, pero necesitaba un sitio que estuviera cerca de casa para no dejar demasiado tiempo solo a Reggie… Tenía diez años, pero aún no se las sabía arreglar solo y yo quería estar en casa con él. Por eso hacía el turno de noche. Lo acostaba a las nueve, esperaba a que se durmiera, me echaba a descansar una hora y, a eso de las once menos cuarto, salía de casa para empezar el turno de las once.
Esperó algún comentario.
El inquisidor no hizo ninguno.
—Se quedaba solo todas las noches —añadió—. Pero yo pensaba que, estando dormido, no le ocurriría nada. Ahora lo llaman «descorrer el pestillo», pero entonces no había ningún nombre para eso. No había solución…, yo no tenía a nadie que me ayudara. Ni familia ni esos centros de cuidados diurnos que existen hoy en día. Solo podía contratar a una «canguro» de una agencia para toda la noche y me cobraban todo lo que yo ganaba trabajando.
Volvió a enjugarse el rostro, contempló el póster y trató de contener las lágrimas.
—Nunca dejé de preocuparme por el niño. Cuando creció, me acusó de no haberle atendido debidamente y dijo que lo dejaba solo porque no me importaba. Incluso me echó en cara la venta de la moto de su padre…, como si lo hubiera hecho por codicia y no para evitar un peligro.
—Eso de criar en solitario a un hijo… —dije, sacudiendo la cabeza en gesto de comprensión.
—Yo regresaba corriendo a casa a las siete de la mañana, esperando que él estuviera todavía dormido y yo pudiera despertarle como si hubiera estado allí con él toda la noche. Al principio todo fue muy bien, pero él se dio cuenta enseguida y empezó a esconderse de mí. Como si fuera un juego…, encerrándose en el cuarto de baño…
Apretó fuertemente el pañuelo en la mano mientras en su rostro se dibujaba una expresión de profundo sufrimiento.
—No se preocupe —le dije—. No es necesario que…
—Usted no tiene hijos y no sabe lo que es eso. Cuando creció, se pasaba las noches fuera de casa y, a veces, tardaba incluso un par de días en aparecer y ni siquiera llamaba. Cuando lo encerraba, conseguía escapar. Se burlaba de todos los castigos. Cuando intentaba hablar con él, me echaba en cara que le hubiera dejado solo para ir a trabajar. Golpe por golpe: tú te fuiste… y ahora me voy yo. El nunca… —Sacudió la cabeza—. Nunca tuvo a nadie que lo ayudara. Nadie… le supo echar una mano. Los que son como usted, los expertos. Los asesores, los especialistas o como se llamen. Todo el mundo era experto menos yo. Porque el problema era yo, ¿comprende? Todos se daban mucha maña en echarme la culpa. En eso sí eran expertos. Pero ninguno supo ayudar a mi hijo… Era incapaz de aprender nada en la escuela y cada año iba de mal en peor. Y ellos se limitaban a hacerme falsas promesas. Al final, lo llevé a… uno de ustedes. Un payaso de un consultorio particular. Nada menos que de Encino. A pesar de que no podía permitirme este lujo.
Me escupió un nombre que yo no conocía.
—Jamás he oído hablar de él —dije.
—Con un despacho muy grande —añadió—. Una vista preciosa de las montañas y toda una serie de muñequitos en los estantes en lugar de libros. Sesenta dólares la hora, que entonces era mucho dinero. Y lo sigue siendo…, especialmente si solo sirve para perder el tiempo. Dos años de estafa fue lo único que recibí a cambio.
—¿Y cómo lo encontró usted?
—Me lo recomendó uno de los médicos de Foothill, deshaciéndose en elogios. Al principio, me pareció una persona muy bien preparada. Se pasó un par de semanas con Reggie sin darme ninguna explicación y después me llamó para que fuera a hablar con él y me dijo que Reggie tenía graves problemas a causa de la forma en que había crecido. Dijo que tardaría mucho tiempo en arreglarlo, pero que lo arreglaría. Siempre y cuando. Toda una serie de «siempre y cuandos». Siempre y cuando yo no presionara a Reggie para que se portara de una determinada manera. Y siempre y cuando le respetara como persona y respetara su derecho al carácter confidencial de las consultas. Le pregunté qué papel desempeñaría yo en todo aquello. Y me contestó que mi papel consistiría en pagar las facturas y ocuparme de mis propios asuntos. Reggie tenía que desarrollar su propia responsabilidad… Mientras yo le hiciera las cosas, el chico jamás lo conseguiría. Pero él no respetó el carácter confidencial de lo que yo le dije sobre Reggie. Dos años le estuve pagando a aquel farsante y, al final, lo único que conseguí fue un hijo que me odiaba por culpa de todas las cosas que aquel hombre le había metido en la cabeza. Pero solo más tarde descubrí que él le había repetido al chico todo lo que yo le había dicho. Con lo cual se agravó la situación.
—¿Y usted no le dijo nada?
—¿Por qué? La tonta había sido yo por creerle. ¿Quiere saber lo tonta que fui? Después… después de lo de Reggie… después de lo que… después de su… desaparición… un año después, fui a ver a otro. Uno como usted. Porque mi supervisor lo consideró necesario… aunque ella no me lo pagaba, claro. Y no porque yo no cumpliera con mi obligación en el trabajo. Lo que pasaba era que no dormía bien, apenas comía y nada me distraía. Parecía que estuviera muerta. Entonces ella me envió a otro. Pensé que una mujer sabría juzgar mejor la personalidad de la gente… Aquel payaso estaba en Beverly Hills y me cobraba ciento veinte dólares la hora. Por lo de la inflación, ¿comprende usted? Y no porque sus servicios valieran gran cosa, aunque, al principio, me pareció mejor que el otro. Reposado. Cortés. Todo un caballero. Pensé que me comprendía y me pareció que… el hecho de hablar con él me hacía sentir mejor. Pero solo al principio. Pude empezar a trabajar un poco mejor. Después…
Se detuvo y cerró la boca, contemplando las paredes, el suelo y el empapado pañuelo que sostenía en la mano con expresión de asco y sorpresa.
De pronto, lo soltó como si estuviera lleno de piojos.
—Dejémoslo —dijo—. Ya es agua pasada.
Asentí con la cabeza.
Me lanzó el pañuelo y yo lo recogí.
—Bob Béisbol —dijo con insólita rapidez.
Se rio sin que yo comprendiera por qué.
—¿Bob Béisbol? —pregunté, dejando el pañuelo sobre la mesa.
—Es una cosa que solíamos decir Jimmy, yo y Reggie —contestó—. Cuando Reggie era pequeño. Siempre que alguien atrapaba algo al vuelo, le llamábamos Bob Béisbol… era una tontería.
—En mi casa, decíamos: «Tú podrías estar en mi equipo».
—Sí, ya conozco esta frase.
Permanecimos sentados en silencio, resignados a soportarnos el uno al otro como dos boxeadores en el decimotercer asalto.
—Aquí tiene usted mis secretos. ¿Está contento? —dijo.
Sonó el teléfono, lo tomé y la telefonista me preguntó:
—¿Doctor Delaware?
—Al habla.
—Hay una llamada para usted del doctor Sturgis. Lleva diez minutos llamándole por el sistema de megafonía.
Vicki se levantó.
Yo le hice señas de que esperara.
—Dígale que yo le llamaré.
Colgué. Vicki se quedó de pie.
—Este segundo terapeuta —dije—. Abusó de usted, ¿verdad?
—¿Abusó? —Pareció que la palabra le hacía gracia—. ¿Qué quiere decir? ¿Como uno que comete abusos deshonestos con un niño?
—Es más o menos lo mismo, ¿no cree? —contesté—. Abusó de su confianza, ¿no?
—¿Que abusó de mi confianza dice usted? Más bien la destrozó. Pero no importa. Aprendí de la experiencia… y ahora soy más fuerte y tengo cuidado.
—¿Tampoco presentó ninguna queja?
—No. Ya le he dicho que soy una estúpida.
—Pero…
—Lo que me hubiera faltado —dijo—. Su palabra contra la mía… ¿a quién hubieran creído? Él hubiera contratado a unos abogados que hubieran escarbado y hubieran sacado todo… lo de Reggie. Hubieran buscado a unos expertos y estos hubieran dicho que yo era una embustera y una mala madre… —Lágrimas—. Yo quería que mi niño descansara en paz, ¿comprende? A pesar…
Levantó las manos y juntó las palmas.
—¿A pesar de qué, Vicki?
—A pesar de que él nunca me permitió disfrutar de paz —contestó, elevando la voz hasta rozar los límites de la histeria—. Me estuvo echando la culpa de todo hasta el final. Yo era la mala. Yo nunca le había cuidado. Yo era la culpable de que él no aprendiera ni hiciera los deberes. No le había obligado a ir a la escuela porque me importaba un carajo. Por mi culpa dejó la escuela y empezó a… andar por ahí con malas compañías… Yo era la culpable al ciento por ciento, al ciento cincuenta por ciento… —Soltó una carcajada que me erizó los pelos de la nuca—. ¿Quiere que le cuente una cosa confidencial… una cosa de esas que a ustedes les gusta tanto escuchar? Él fue quien me dio aquel libro sobre aquella bruja de Nueva Jersey. Ese fue el regalo que me hizo el Día de la Madre, ¿sabe usted? Dentro de un estuche con unas cintas muy bonitas y con la palabra Madre escrita en letras de imprenta porque nunca consiguió dominar la escritura normal…, incluso las letras de imprenta las hacía tan torcidas como un niño de la escuela elemental. Llevaba muchos años sin hacerme ningún regalo. Pero aquel día me entregó el paquetito envuelto en papel de regalo con aquel libro en edición de bolsillo sobre unos niños muertos. Me entraron ganas de vomitar, pero lo leí de todos modos. Procuré descubrir si allí dentro había algo que yo hubiera descuidado y si él intentaba decirme algo que yo no había entendido. Pero no había nada. Era simplemente un libro desagradable. Aquella mujer era un auténtico monstruo, no una enfermera como Dios manda. Y una cosa que tengo muy clara y que he comprendido yo sólita sin la ayuda de ningún experto es que aquella mujer no tiene nada que ver conmigo, ¿entiende? Ella y yo ni siquiera vivíamos en el mismo planeta. Yo procuro que los niños se sientan mejor. Y lo hago muy bien. Y jamás les causo ningún daño, ¿entiende usted? Nunca. Y seguiré haciendo lo mismo durante todo el resto de mi vida natural.