22

Mientras regresaba a casa en mi automóvil, traté de averiguar qué era lo que Chuck buscaba y si yo se lo habría proporcionado sin darme cuenta.

¿Quería que yo le viera como un abuelo preocupado?

«Chip y Cindy no me ocultan ningún secreto». Y, sin embargo, Chip y Cindy no se habían tomado la molestia de comunicarle que Cassie había sido dada de alta. Caí en la cuenta de que, en el transcurso de todos los contactos que yo había mantenido con ellos, el nombre de Chuck no se había mencionado ni una sola vez.

Un hombre menudo y rebosante de fuerza que estaba enteramente centrado en los negocios… A lo largo de los pocos minutos que había durado nuestra conversación, había mezclado los asuntos familiares con los asuntos hospitalarios.

No había perdido ni un minuto en discusiones y no había intentado hacerme cambiar de opinión.

Había optado más bien por modelar la conversación.

Incluso la elección del lugar había sido intencionada. El comedor estaba cerrado, pero él lo trataba ahora como si fuera su cocina personal. Preparando refrescos para él, pero no para mí.

Blandiendo un manojo de llaves para darme a entender que él podía abrir todas las puertas del hospital. Alardeando de ello, pero haciéndome saber que su honradez le impedía tener despacho propio en el hospital.

Mencionando sin tapujos mi presunta hostilidad hacia el saqueador del Departamento de Psiquiatría y tratando a continuación de neutralizarme con un sutil soborno que en nada difería de una simple conversación intrascendente:

«Confío en que algún día podamos poner en marcha un departamento como es debido. Contrataremos a los mejores… ¿Le interesaría volver?» Al ver que yo me negaba, había hecho inmediatamente marcha atrás, elogiando mi sentido común y utilizándolo acto seguido para respaldar sus propios puntos de vista.

Si hubiera sido un criador de cerdos, hubiera encontrado la manera de atraerme con los chillidos.

Por consiguiente, tenía que creer que, aunque nuestro encuentro hubiera sido fortuito, de no habernos cruzado casualmente aquel día, él hubiera concertado una reunión.

Yo era un pez demasiado pequeño como para que a él le importara la opinión que yo le merecía.

Siempre y cuando esta no guardara ninguna relación con Cassie, Chip y Cindy.

Le interesaba saber lo que yo había averiguado acerca de su familia.

Lo cual significaba que probablemente había algo que ocultar y él no sabía si yo lo había descubierto.

Recordé la preocupación de Cindy: «La gente debe de pensar que estoy loca».

¿Habría tenido algún fallo en su pasado?

¿Temía la familia que la sometieran a un análisis psicológico?

En caso afirmativo, ¿qué mejor lugar para evitar el análisis que un hospital sin departamento de psiquiatría?

Otra razón para no trasladar a Cassie a otro centro.

Pero entonces Stephanie lo había estropeado todo llamando a un colaborador libre.

Recordé el asombro de Plumb al decirle ella lo que era yo.

Ahora el jefe me había examinado personalmente.

Configurando y moldeando la conversación. Pintándome una imagen idílica de Chip y Cindy. Sobre todo, de Chip… Me di cuenta de que apenas me había hablado de Cindy.

¿Orgullo paterno? ¿O deseo de desviar mi atención de su nuera para que se hablara lo menos posible de ella?

Me detuve en un semáforo en rojo de Sunset y La Brea.

Observé que mis manos asían con fuerza el volante. Había recorrido tres kilómetros sin darme cuenta.

Cuando regresé a casa, estaba de mal humor y me alegré de que Robin aún no hubiera vuelto y no tuviera que aguantarme.

La telefonista de mi centralita me contestó:

—Nada, doctor Delaware. Qué bien, ¿verdad?

—Desde luego.

Nos deseamos buenos días el uno al otro.

Incapaz de poderme quitar de la cabeza a Ashmore y a Dawn Herbert, me dirigí en mi automóvil a la universidad, pasando por el extremo norte del campus y bajando después hacia el sur hasta llegar al Centro Médico. Una nueva exposición sobre la historia de la sangría con sanguijuelas ocupaba el pasillo que conducía a la biblioteca de Biomedicina… Grabados medievales y simulacros en cera de pacientes cuya sangre succionaban unos parásitos de goma. La principal sala de lectura todavía permanecería abierta un par de horas más. Una agraciada bibliotecaria rubia estaba sentada junto al mostrador de referencias.

Examiné toda una década del Index Medicas, buscando artículos publicados por Ashmore y Herbert, y encontré cuatro firmados por él, todos ellos publicados en el transcurso de los últimos diez años.

El primero se había publicado en el boletín de sanidad pública de la Organización Mundial de la Salud y era un resumen elaborado por el propio Ashmore de todas sus obras sobre enfermedades infecciosas en el sur del Sudán, en el cual se hacía hincapié en las dificultades de llevar a cabo investigaciones en un ambiente devastado por la guerra. Su estilo era frío, pero dejaba traslucir la cólera que lo dominaba.

Los tres trabajos restantes habían aparecido en publicaciones de biomatemáticas. El primero de ellos, financiado con una beca de los National Institutes of Health era una colaboración de Ashmore sobre el desastre del Canal Love. El segundo era un estudio financiado con una beca del Estado sobre las aplicaciones de las matemáticas a las ciencias biológicas. La frase final de Ashmore decía lo siguiente: «Hay mentiras, malditas mentiras, y estadísticas».

El último era el que la señora Ashmore me había mencionado: un análisis de la relación entre la concentración de pesticidas en el suelo y los índices de leucemia, tumores cerebrales y cánceres linfáticos y hepáticos infantiles. El resultado no era excesivamente alarmante: existía una pequeña relación numérica entre las sustancias químicas y la enfermedad, pero no demasiado significativa desde el punto de vista estadístico. Sin embargo, Ashmore afirmaba que, aunque solo se consiguiera salvar una vida, el estudio ya estaría justificado.

Arrimaba un poco el ascua a su sardina y era excesivamente estridente para ser un trabajo científico, pensé. Busqué la procedencia de la beca del estudio: el Ferris Dixon Institute for Chemical Research de Norfolk, Virginia. Beca # 37958.

Sonaba un poco a tapadera de alguna industria, a pesar de que los puntos de vista de Ashmore no eran los más adecuados para convertirle en un buen candidato a la generosidad de la industria química. Me pregunté si la ausencia de ulteriores publicaciones se debería al hecho de que el Instituto había cancelado la beca.

En caso afirmativo, ¿quién pagaba sus gastos en el Western Pediatric?

Me acerqué a la bibliotecaria y le pregunté si había alguna lista de becas científicas otorgadas por organismos privados.

—Pues sí —dijo—. ¿De ciencias químicas, o físicas?

Sin saber en qué categoría se podían encuadrar los trabajos de Ashmore, contesté:

—De las dos.

Se levantó y se dirigió rápidamente a las estanterías del fondo. Acercándose a una casilla del centro, sacó dos gruesos volúmenes de tapas blandas.

—Aquí tiene…, estas son las más recientes. Todo lo anterior a este año está encuadernado allí. Si busca usted las becas estatales, las encontrará a la derecha.

Le di las gracias, me llevé los libros a la mesa y leí las tapas.

CATÁLOGO DE BECAS DE INVESTIGACIÓN PRIVADAS: VOLUMEN I:

CIENCIAS BIOMÉDICAS Y BIOLÓGICAS.

Ídem: VOLUMEN II: INGENIERÍA, MATEMÁTICAS Y CIENCIAS FÍSICAS.

Abrí el primer volumen y busqué la sección de Becarios en la parte de atrás. El nombre de Laurence Ashmore me saltó a los ojos hacia la mitad de la letra A, con una referencia a un número de página de la sección de Otorgantes. La busqué inmediatamente:

THE FERRIS DIXON INSTITUTE FOR

CHEMICAL RESEARCH

NORFOLK, VIRGINIA

El Instituto solo había financiado dos proyectos académicos aquel año:

# 37959: Ashmore, Laurence Allan. Western Pediatric Medical Center, Los Ángeles, CA. Toxicidad del suelo como factor en la etiología de neoplasmas infantiles: estudio complementario.

$ 973.652.75, tres años.

# 37960: Zimberg, Walter William. Universidad de Maryland, Baltimore, MD. Estadísticas no paramétricas contra las correlaciones Pearson en la predicción científica: valor de investigación, heurístico y predictivo, de la determinación a priori de la distribución de muestras.

$ 124.731.00, tres años.

El segundo estudio parecía una cosa muy rimbombante, pero estaba claro que el Ferris Dixon no pagaba por palabras. Ashmore había recibido casi el 90 por ciento de la financiación total.

Casi un millón de dólares para tres años.

Muchos dólares para un proyecto de un solo hombre que, en el fondo, no era más que un refrito. Me hubiera gustado saber por qué razón los del Ferris Dixon habían soltado tanta pasta. Pero era domingo y los ricachos también descansaban.

Regresé a casa, me puse unas prendas cómodas y empecé a ocuparme en fruslerías como si el hecho de que estuviéramos en fin de semana significara algo para mí. A las seis, sin poder resistir por más tiempo la simulación, llamé a la residencia de los Jones. Mientras llamaba, se abrió la puerta de la entrada y apareció Robin. Me saludó con la mano y pasó por la cocina para darme un beso en la mejilla antes de dirigirse al dormitorio. En cuanto ella se retiró, oí la voz de Cindy.

—¿Diga?

—Hola, soy Alex Delaware.

—Ah, hola. ¿Qué tal está usted, doctor Delaware?

—Muy bien, ¿y usted?

—Pues… bastante bien.

Parecía un poco nerviosa.

—¿Ocurre algo, Cindy?

—No… mmm, ¿puede usted esperar un segundito?

Cubrió el teléfono con la mano y, cuando volví a oír su voz, esta sonaba amortiguada y las palabras resultaban ininteligibles. Pero capté otra voz contestando… Por el timbre más grave, debía de ser Chip.

—Perdón —dijo Cindy—. Es que todavía nos estamos instalando. Me parecía haber oído a Cassie…, está echando una siesta.

No cabía duda de que estaba nerviosa.

—¿Cansada del viaje hasta la casa? —pregunté.

—Pues… sí, y también de la readaptación. Ha comido muy bien, ha tomado postre y enseguida le ha entrado sueño. Ahora mismo estoy en el pasillo. Con los oídos atentos… usted ya me entiende.

—Desde luego —dije.

—Siempre dejo abierta una puerta de su habitación que da a nuestro cuarto de baño… porque comunica con nuestro dormitorio, ¿sabe?… y tengo encendida una luz nocturna para poder vigilarla de vez en cuando.

—¿Y cómo puede usted dormir de esta manera?

—Ya me las arreglo. Si estoy cansada, duermo cuando ella se queda dormida. Como siempre estamos juntas, tenemos más o menos el mismo ritmo.

—¿Se turnan usted y Chip?

—No, yo no quiero… Este semestre él está muy ocupado con las clases. ¿Vendrá pronto a visitarnos?

—¿Qué le parece mañana?

—¿Mañana? De acuerdo. ¿Le iría bien por la tarde…, sobre las cuatro?

Pensando en el tráfico de la 101, contesté:

—¿No sería posible un poco más pronto?

—Muy bien… ¿a las tres y media?

—Yo había pensado incluso un poco antes, Cindy. ¿Qué tal a las dos?

—De acuerdo, pero… primero tengo algunas cosas que hacer… ¿le iría bien a las dos y media?

—Por supuesto.

—Estupendo, doctor Delaware. Estamos deseando verle.

Me dirigí al dormitorio, pensando que Cindy parecía mucho más nerviosa en casa que en el hospital. ¿Y si algo de su casa le provocara ansiedad y desencadenara en ella el síndrome de Münchhausen?

Aunque, a decir verdad, incluso en el caso de que fuera inocente, era lógico que su casa la atemorizara, pues allí era donde solían ocurrir todos los males.

Robin se estaba poniendo un vestidito negro que yo jamás le había visto. Le subí la cremallera, apoyé la mejilla contra el cálido espacio que había entre sus paletillas y, finalmente, conseguí completar la operación. Nos trasladamos en mi automóvil a la parte más alta del valle, a un restaurante italiano del centro comercial que había justo a los pies de Mulholland. No habíamos reservado mesa y tuvimos que esperar junto a una fría barra de ónice. Aquella noche abundaban los clientes solitarios, los cuerpos bronceados y los tríos. Nos encantó no formar parte de todo aquel ambiente y poder disfrutar de un reconfortante silencio. Yo estaba empezando a confiar en el éxito de nuestro reencuentro… y me resultaba agradable pensar en él. Media hora más tarde nos acompañaron a una mesa de un rincón y pedimos los platos antes de que el camarero se nos volviera a escapar. Pasamos una hora muy tranquila, comiendo ternera y bebiendo vino y después regresamos a casa, nos quitamos la ropa y nos fuimos directamente a la cama. A pesar del vino, nuestra unión fue rápida, ágil y casi festiva. Más tarde, Robin abrió el grifo de la bañera, se metió dentro y me llamó para que me reuniera con ella. Cuando estaba a punto de hacerlo, sonó el teléfono.

—Doctor Delaware, soy Janie, la telefonista de la centralita. He recibido una llamada de Chip Jones.

—Gracias. Pásemela, por favor.

—¿Doctor Delaware?

—Hola, Chip, ¿qué hay?

—Nada… nada de tipo médico quiero decir, gracias a Dios. ¿No es demasiado tarde para usted?

—En absoluto.

—Me acaba de llamar Cindy para decirme que va usted a ir a nuestra casa mañana por la tarde. Quería saber si necesita usted que yo esté allí.

—Su presencia siempre es bienvenida, Chip.

—Ya.

—¿Hay algún problema?

—Me temo que sí. Tengo una clase a las tres y media y después una reunión con algunos alumnos. No es que sea muy importante, simples consultas, pero, estando tan cerca los exámenes finales, el temor de los alumnos se incrementa a marchas forzadas.

—No se preocupe —dije—, ya nos veremos en otra ocasión.

—Estupendo… De todos modos, llámeme si hay algo que quiera preguntarme. Ya le di el número, ¿verdad? —Sí.

—Muy bien pues. Todo arreglado.

Colgué y sentí que la conversación me había inquietado sin que yo supiera por qué. Robin volvió a llamarme desde el cuarto de baño y me fui para allá. Bajo la delicada luz, vi a Robin cubierta de espuma hasta el cuello y con la cabeza echada hacia atrás contra el borde de la bañera. Algunas burbujas tan brillantes como piedras preciosas punteaban su cabello recogido hacia arriba. Mantenía los ojos cerrados y no los abrió cuando yo me metí en la bañera.

Cubriéndose el pecho, me dijo:

—Uy, qué miedo… espero que no seas Norman Bates.

—Norman prefería las duchas.

—Ah, sí, es verdad. Pues entonces el meditabundo hermano de Norman.

—El remojado hermano de Norman…, Merman.

Robin se echó a reír. Me desperecé y cerré también los ojos. Ella colocó sus piernas encima de las mías y yo me hundí en el agua caliente, le acaricié los dedos de los pies y procuré relajarme. Pero estaba tenso porque no lograba quitarme de la cabeza mi conversación con Chip.

«Me acaba de llamar Cindy para decirme que va usted a ir a nuestra casa mañana por la tarde». Lo cual significaba que él no estaba en casa cuando yo había llamado.

Y que no era el hombre con quien yo había oído hablar a Cindy.

El nerviosismo…

—¿Qué te pasa? —me preguntó Robin—. Tienes los hombros completamente contraídos.

Se lo dije.

—Me parece que ves más de lo que hay, Alex. Pudo ser un familiar suyo que había ido a verla…, su padre o su hermano.

—No tiene ni lo uno ni lo otro.

—Pues un primo o un tío. O algún operario…, un fontanero, un electricista o lo que sea.

—Esa gente no te viene a casa un domingo por la tarde —dije.

—Son ricos y los ricos consiguen lo que quieren y cuando quieren.

—Sí, puede que fuera eso… No obstante, me pareció que estaba nerviosa. Como si yo la hubiera pillado por sorpresa.

—Bueno pues, a lo mejor tiene un ligue. Tú sospechas que está envenenando a la niña. El adulterio sería una nimiedad en comparación con eso.

—¿Y tú crees que recibiría a su amante el mismo día de su regreso del hospital?

—Al maridito no le ha parecido mal irse a su despacho el primer día. Si él tiene por costumbre ausentarse tan a menudo de casa, lo más probable es que ella se sienta muy sola, Alex. Y, si él no le da lo que necesita, puede que ella se lo busque en otro sitio. En todo caso, ¿tiene el adulterio algo que ver con el síndrome de Münchhausen?

—Cualquier cosa que haga sentirse desvalida a una persona que manifieste esas tendencias puede tener una repercusión. Pero es que hay algo más, Robin. Si Cindy tiene un ligue, podría haber un motivo. Podría querer librarse del marido y de los hijos para poder estar con su amante.

—Hay métodos más fáciles para librarse de la familia.

—Ten en cuenta que estamos hablando de una mente enferma.

—Muy enferma.

—A mí no me pagan para que trate las mentes sanas.

Robin se inclinó hacia delante y me acarició la mejilla.

—Todo esto te está afectando demasiado.

—Desde luego que sí. Cassie está absolutamente indefensa y todo el mundo le ha fallado.

—Tú haces todo lo que puedes.

—Supongo que sí.

Permanecimos un buen rato en el agua. Intenté nuevamente relajarme y, al final, me tuve que conformar con unos músculos relajados y una mente en tensión. Las nubes de espuma rodeaban los hombros de Robin como si fueran una estola de armiño. Estaba muy guapa y se lo dije.

—Me halagas demasiado, Mer —me dijo en tono burlón.

Pero yo vi que su sonrisa era sincera y me alegré de haber conseguido, por lo menos, darle una satisfacción a alguien.

Regresamos a la cama y yo tomé el periódico. Esta vez lo leí con mucha atención, buscando alguna noticia sobre el Western Pediatric o sobre Laurence Ashmore, pero no había ninguna. A las diez cuarenta y cinco, sonó el teléfono. Se puso Robin.

—Hola, Milo.

Este le dijo algo que la hizo reír.

—Totalmente —contestó Robin, pasándome el teléfono y regresando a su crucigrama.

—Me alegro de volver a oír su voz —dijo Milo—. Veo que, al final, estás empezando a sentar la cabeza.

La comunicación era muy clara, pero se oía como de muy lejos.

—¿Dónde estás?

—En una callejuela de la parte de atrás de un almacén de artículos de cuero, vigilando unos posibles hurtos, pero hasta ahora no ha habido nada. ¿Interrumpo algo?

—Una dicha doméstica —contesté, acariciando el brazo de Robin.

Estaba enteramente concentrada en el crucigrama y sostenía el lápiz entre los labios, pero, aun así, levantó la mano hacia la mía y ambos entrelazamos nuestros dedos.

—Todas las dichas son buenas —dijo Milo—. Tengo un par de cosas para ti. La primera es que el tal señor Huenengarth tiene una ficha muy curiosa. El permiso de conducir está en regla y el número de la Seguridad Social, también, pero la dirección del permiso de conducir es un apartado de correos de Tarzana, no tiene teléfono ni tarjetas de crédito y no figura en las listas de Hacienda. Tampoco hay nada en los archivos del condado ni en los del Ejército y no aparece en el censo de votantes. Es lo que suele ocurrir en el caso de un delincuente que acaba de salir de la cárcel tras cumplir un largo período de condena…, alguien que no ha votado ni pagado impuestos. Aunque tampoco figura en las fichas penitenciarias ni en las listas de libertad provisional, por consiguiente puede que se trate de un fallo informático o que yo haya cometido un error de tipo técnico. Mañana le pediré a Charlie que lo revise él.

—El fantasma del hospital —dije yo—. Me consuela saber que es el jefe de los servicios de Seguridad.

Robin levantó un momento la vista y la volvió a bajar.

—Sí —dijo Milo—, te sorprendería saber la cantidad de tipos raros que consiguen introducirse en los servicios de seguridad…, muchos chalados que intentan ingresar en el cuerpo de policía y no superan la evaluación psíquica. Entretanto, tú procura mantenerte alejado de él hasta que yo averigüe algo más. Lo segundo es que he estado investigando la ficha de Herbert y tengo intención de efectuar una visita nocturna por allí abajo… y hablar con el barman que la vio.

—¿Tú crees que le podrás sacar más información?

—No, pero Gómez y su compañero no hicieron un trabajo lo suficientemente exhaustivo para mi gusto. El tipo tiene antecedentes por tráfico de droga y pensaron que no sería un testigo muy de fiar. Por eso lo soltaron sin hacerle demasiadas preguntas. Tengo su número de teléfono, hablé con su amiga y descubrí que trabaja en otro club de por allí, cerca de la comisaría de Newton. Quiero ir a hablar con él y pensé que, a lo mejor, te podría interesar acompañarme. Pero está claro que tienes cosas mejores que hacer.

Robin levantó la vista. Me percaté de que mis dedos estaban apretando los suyos con excesiva fuerza y aflojé la presa.

—¿Cuándo irás? —pregunté.

—Dentro de una hora aproximadamente. Quería ir hacia la medianoche, cuando empieza la juerga. Quiero verle en su elemento, pero antes de que la cosa se desmadre. Bueno pues, que disfrutes de tu dicha.

—Espera. Tengo que contarte unas cuantas cosas. ¿Dispones de tiempo?

—Por supuesto. Aquí en esta calleja solo estamos los gatos y yo. ¿Qué pasa?

—Hoy el abuelo Chuck me ha parado para hablar conmigo justo cuando estaba a punto de salir del hospital. Me soltó el sermón de la familia feliz… y defendió el honor del clan mientras conversábamos. Y lo ha rematado todo con una oferta de trabajo. Me ha insinuado que me porte bien y no me meta en camisa de once varas.

—No ha sido muy sutil.

—En realidad, lo ha hecho con mucha delicadeza. Aunque la conversación se hubiera grabado, no se le hubiera podido acusar de nada. La oferta no es gran cosa, pues no creo que un puesto en el Western Pediatric tenga demasiada seguridad.

Le conté a Milo lo que decía Plumb en la entrevista del periódico y las hipótesis de los proyectos económicos que me habían inducido a estudiar con más detenimiento las investigaciones de Laurence Ashmore. Cuando me oyó mencionar el Ferris Dixon Institute, Robin dejó el crucigrama y prestó atención.

—Virginia —dijo Milo—. He estado allí un par de veces para asistir a cursillos nacionales de adiestramiento. Un estado muy bonito, pero todo lo de allí me huele a Gobierno.

—El Instituto figura en una lista de organismos privados. Yo pensé que, a lo mejor, era la tapadera de alguna importante empresa.

—¿Qué tipo de beca era?

—Sobre el efecto de los pesticidas en el suelo. Ashmore analizaba sus antiguos hallazgos sobre el tema. Demasiado dinero para eso, Milo. Quería llamar mañana por la mañana al Instituto para intentar averiguar algo más. También trataré de ponerme nuevamente en contacto con la señora Ashmore. Me interesa saber si el misterioso Huenengarth la ha vuelto a visitar.

—Ya te he dicho que procures no acercarte demasiado a él, Alex.

—No te preocupes, solo me acercaré al teléfono. Por la tarde, iré a casa de Chip y Cindy y me dedicaré a hacer lo que me enseñaron en la universidad. Es posible que ellos no disfruten de la dicha doméstica.

Le revelé a Milo mis sospechas, incluyendo los comentarios que me había hecho Robin.

—¿Tú qué crees?

—Creo que no podemos saberlo. A lo mejor, tenía un grifo que goteaba o, quizá, es la coqueta número uno del valle de San Fernando. Pero te diré una cosa. Si le está poniendo los cuernos a Chip, lo hace con muy poca discreción, ¿no te parece? Ha dejado que oyeras la voz de su amante.

—A lo mejor lo ha hecho sin querer…, la he pillado por sorpresa. Estaba nerviosa… y ha cubierto el teléfono con la mano casi inmediatamente. Yo solo he podido oír unas palabras lejanas de una voz de timbre grave. Si es una Münchhausen, no sería nada extraño que le gustara jugar con fuego.

—¿Que oíste una voz grave, dices? ¿Seguro que no era la televisión?

—No, era una conversación de verdad. Cindy hablaba y el tipo le ha contestado. Al principio, pensé que era Chip. Si él no me hubiera llamado más tarde, jamás hubiera sabido que no era él.

—Ya. ¿Y eso qué significado tiene en relación con Cassie?

Le repetí mi teoría de los motivos.

—No olvides el dinero de Chip —dijo Milo—, eso es un aliciente muy poderoso.

—Y una vergüenza para la familia si la cosa transcendiera y hubiera un divorcio sonado. A lo mejor, es de eso de lo que Chuck quiere apartarme. Me dijo que Chip y Cindy habían creado un vínculo muy sólido… y añadió que Cindy era una chica encantadora, a pesar de que no parece la clase de chica que un tipo de su posición hubiera querido por nuera. Por otra parte, a juzgar por el aspecto de sus dientes, me parece que es un individuo que se ha abierto camino él solito y puede que no sea un esnob.

—¿Los dientes?

—Los tiene torcidos y manchados. Nadie le ha puesto fundas ni le ha practicado la ortodoncia. Y sus modales son bastante zafios.

—Un hombre que se ha hecho a sí mismo —dijo Milo—. A lo mejor, respeta a Cindy por haber hecho lo mismo que él.

—¿Quién sabe? ¿Has averiguado algo sobre los motivos de su licencia del Ejército?

—Todavía no. Tengo que apretarle las tuercas a Charlie… Bueno pues, ya te llamaré mañana.

—Si descubrieras algo más a través del barman, llámame a primera hora.

Mi voz sonaba muy tensa y me notaba los hombros contraídos.

Robin me los rozó con la mano y me preguntó:

—¿Qué ocurre?

Cubrí el teléfono y me volví hacia ella.

—Ha encontrado una pista de algo que, a lo mejor, está relacionado con el caso.

—Y te ha llamado para invitarte a que le acompañes.

—Sí, pero…

—Y tú quieres ir.

—No, yo…

—¿Es peligroso?

—No, se trata simplemente de interrogar a un testigo.

Me dio un suave empujón.

—Ve con él.

—No es necesario, Robin.

Se echó a reír.

—Pero tú ve de todos modos.

—No lo necesito. Aquí estamos muy a gusto.

—¿Dicha doméstica?

—En grado superlativo —contesté, rodeándola con mi brazo.

Me lo besó y lo apartó.

—Vete, Alex. No quiero estar aquí, oyendo cómo te agitas.

—No pienso ir.

—Sabes muy bien que irás.

—¿Prefieres quedarte sola?

—No lo estaré espiritualmente ahora que volvemos a estar juntos.