EL FUEGO Y EL FRÍO
Después de que los hombres descubrieran la muerte, la evolución no se detuvo, continuó. En Europa se produjeron cambios importantes en el cuerpo humano. Para empezar, el cerebro siguió creciendo, y es posible que tuvieran que ver en ello las nuevas complejidades a las que se abría el conocimiento después de que se penetrase en el territorio de lo misterioso.
El mundo empezaba a verse de otro modo, ya no sólo como un conjunto de piedras, ríos, plantas y animales, con el sol, la luna, la tormenta, el viento, la lluvia, la nieve y los otros fenómenos de la naturaleza. Parecían existir, aunque apenas fueran entrevistos en la bruma, otros seres más perfectos, más puros que los reales; y también había nuevas ideas, más abstractas, que nosotros llamamos ideales, acerca de cómo deberían ser las cosas.
Fuera como fuese, había cada vez más cosas en las que pensar, y esas cosas tenían importancia en la vida práctica de todos. Desde los tiempos de los primeros homínidos y, cada vez más, el medio en el que se desenvolvía la parte más importante de la existencia humana era el ambiente social, y ahí era donde convenía ser el más hábil, no el más fuerte físicamente. Porque un nuevo tipo de fuerza (y de autoridad) se iba abriendo camino: la fuerza de las ideas.
El prestigio, el reconocimiento social por parte de los otros se traducía en más hijos que llegarían a adultos y transmitirían los genes de quien más respeto se hubiera ganado. Los individuos torpes para relacionarse con los demás, los incapaces de comunicarse con los otros y de cooperar, los que no entendieran bien los mensajes que les fueran enviados con sonidos o gestos, los que no supieran construir o usar los artefactos básicos para la supervivencia, hechos de piedra, de cuero, de fibra vegetal o de madera, o no dominaran las artes de la caza, de la recolección, del curtido, etcétera, y por último, los agresivos y los egoístas, todos ésos no tendrían sitio en la comunidad de los cazadores y recolectores.
Tales complejidades de la vida social imponían nuevas presiones de selección sobre los individuos, y al mismo tiempo que el cerebro se hacía más grande, también se desarrollaba la cultura (entendida no sólo como tecnología, sino incluyendo a ésta en un conjunto mucho más amplio de usos, normas y creencias). De esta manera, la cultura y los genes coevolucionaron, es decir, evolucionaron de la mano, influyéndose mutuamente.
Y por último estaba el fuego, que surgió, o por lo menos se generalizó en Eurasia, en una época posterior al descubrimiento de la muerte. Nuestra propia experiencia parece indicarnos que las largas noches en las que el grupo se reunía junto a las llamas podrían haber impulsado esa coevolución de los genes y de la cultura. ¿Cómo no iba a crear el fuego un ambiente favorable para la interacción social? ¿No es la hoguera el lugar ideal para transmitir la cultura y para crearla? El calor del hogar nos hace sentir bien, tanto física como espiritualmente.
No es un método científico el de ponernos en la situación de otra especie (aunque también sea humana) y preguntarnos qué haríamos nosotros si fuéramos tiranosaurios, neanderthales, leones, búfalos o chimpancés, ¿pero quién se resiste a ese ejercicio de introspección?
Nosotros, los que vivimos en las tierras frías (el que crea que no hace frío en el Mediterráneo que piense en pasar una noche al raso en enero en cualquier punto de la Península) no somos capaces de concebir la vida humana sin alguna fuente de energía que nos dé tanto calor como luz (tampoco nos apetece mucho ponernos a dormir en cuanto se hace de noche, lo que en nuestras latitudes ocurre muy pronto en el solsticio de invierno, allá por las Navidades).
Tanto es así, que tradicionalmente se ha pensado que fue el fuego (fuente de calor y luz) la llave que nos abrió la puerta de Europa y de la mayor parte de Asia (toda la situada por encima de las latitudes tropicales o monzónicas). Pero no parece haber ocurrido de este modo, o al menos el registro arqueológico no lo demuestra.
Por supuesto que quien quiera puede seguir pensando que el fuego es muy antiguo, pero que todavía no se ha encontrado su rastro. Aunque, incluso en este caso, llama la atención la ausencia de hogueras en lugares donde humanos más modernos, como los cromañones (que eran los primeros humanos como nosotros) y los neanderthales, habrían mantenido fuegos permanentes. O dicho de otro modo: si habían domesticado el fuego, resulta aún más enigmático que no lo utilizaran en sus acampadas. Algo no encaja en esta hipótesis, por lo que resulta más sencillo pensar que, o no conocían el fuego, o apenas eran conscientes de su utilidad.
Combatirían el frío, entonces, con los vestidos. El trabajo de preparar las pieles es seguramente muy antiguo, como ponen de manifiesto los estudios que se han realizado sobre el filo de los instrumentos de piedra que aparecen en los yacimientos prehistóricos. Cuando se mira al microscopio electrónico el borde cortante de los artefactos, se descubren trazas de uso, que son pulimentos o melladuras que resultan del empleo que se le ha dado al útil.
Se puede en la actualidad experimentar con instrumentos de piedra fabricados por los arqueólogos con las mismas técnicas y materiales que usaban los hombres antiguos, y realizar con ellos los diversos trabajos que podemos imaginar en la prehistoria, como cortar ramas, aguzarlas para producir puntas penetrantes, abrir la carne o limpiar la piel para curtirla luego. Cada uno de estos empleos deja una marca propia (una firma) en el filo del instrumento, y así disponemos ya de una clave para interpretar el uso que se dio a las herramientas de piedra que aparecen en las excavaciones.
Pues bien, en la época en la que se descubrió la muerte, hace medio millón de años, ya se preparaban las pieles, y con ellas se harían seguramente vestidos. Pero es probable que estos vestidos no tuvieran costuras, es decir, se liarían más bien alrededor del cuerpo y se atarían con tiras de cuero o con cuerdas hechas de fibras vegetales trenzadas (aunque tampoco consta que por esa época se dominara ya la técnica del trenzado para la cordelería o incluso para la cestería).
Sí sabemos, en cambio, que en una época muy posterior unos humanos como nosotros, los cromañones, usaban punzones de hueso y de cuerno para hacer agujeros en la piel. Pasarían, seguramente, tendones a través de esos orificios, y así nació el corte y confección. Ocurría eso en Europa hace al filo de 40 000 años (antes de hoy en día). Los neanderthales de la época no usaban, por lo que sabemos, esos punzones, excepto algunos grupos, que tenían una tecnología comparable a la de los cromañones. Discuten mucho los especialistas acerca de quién copió a quién: la mayoría piensa que los neanderthales imitaron a los cromañones, pero algunos científicos opinan lo contrario. Ya veremos cuál de las dos teorías se erige vencedora en el futuro.
Lo que sí es seguro es que los neanderthales no llegaron a fabricar agujas con su correspondiente agujero, el ojo de la aguja, para enhebrar el hilo (sea de origen vegetal o animal). Ésa fue una innovación que les corresponde de fijo a los cromañones, varios miles de años después de que se extinguieran sus rivales neanderthales. La aguja resultó un buen invento, y aún la usamos. Podemos imaginar qué maravillas de trajes llegarían a fabricar con ellas. Como protección frente a los elementos, nada supera a un traje bien cosido que se ha fabricado a partir del propio vestido (la piel) de unos animales que llevaban viviendo y adaptándose al clima europeo desde mucho antes de que llegaran unos monos desnudos al continente.
Ya está dicho que en la sierra de Atapuerca, en Burgos, hay un yacimiento que ha proporcionado fósiles humanos de hace 800 000 años, aunque todavía no se ha excavado más que una muy pequeña extensión del mismo. En realidad, los fósiles humanos, que suman cerca de un centenar de restos pertenecientes a seis individuos diferentes, se recuperaron en un sondeo realizado atravesando las capas del yacimiento de la Gran Dolina. La prospección en cuestión tiene solamente las dimensiones del hueco de un ascensor, y por eso sorprende que se hayan rescatado tantos restos humanos juntos. La explicación está en que esas seis personas fueron pasto de los caníbales, que las descuartizaron y consumieron allí mismo, y por eso se acumularon los esqueletos en tan poco espacio. Se aprecian muchas marcas de corte en los huesos, muy rotos por los caníbales, que han llegado hasta nosotros.
En el mismo nivel estratigráfico de los restos humanos hay utensilios de piedra, utilizados por los caníbales o por sus víctimas antes de caer muertas. No se sabe de quién era hogar esa cueva, si de unos o de otros.
Junto con los restos humanos hay huesos de animales, que fueron procesados de la misma forma, sin hacer diferencias entre el modo de tratar los cuerpos de hombres y de bestias. No se aprecia ninguna traza de comportamiento ritual en este acto de antropofagia, que seguramente fue meramente alimenticio. Las víctimas conocidas hasta el momento fueron dos críos de unos cuatro años, otro niño de diez años, un muchacho de catorce años y dos adultos jóvenes. Como digo, lo excavado es todavía poco para que nos hagamos una idea cabal de cómo se desarrollaron los hechos, pero desde luego nos encontramos aquí ante un tipo de alimentación muy particular, el canibalismo, que es exclusivamente humana.
Se podría desde luego discutir esta afirmación, para lo cual tendríamos antes que separar los diferentes tipos de canibalismo que se conocen en el reino animal. Pero lo que yo (únicamente) pretendo hacer aquí, es llamar la atención sobre el hecho de que no se ha encontrado jamás en un yacimiento media docena de ciervos de todas las edades devorados por ciervos caníbales, ni un conjunto de macacos con las marcas de los dientes de otros macacos, ni un puñado de leones comidos por sus congéneres. Por otro lado, el canibalismo de la Gran Dolina es el más antiguo conocido en la historia de la humanidad.
Además, no hay ningún hueso (humano o animal) quemado, ni tampoco cenizas u otros signos del uso del fuego. Los cadáveres humanos fueron devorados crudos.
En los niveles superiores de la Gran Dolina, que, éstos sí, se han excavado en una gran extensión, tampoco han aparecido trazas de fuego, ni en otro yacimiento importante de Atapuerca llamado La Galería, con muchos horizontes de actividad humana. Hoy por hoy no hay ningún indicio de que los humanos de hace más de un cuarto de millón de años usaran el fuego en Atapuerca, y eso que visitaron sus cuevas con frecuencia. Aunque seguramente las estancias no fueran, cada una de ellas, muy largas (en esa época los humanos se movían mucho), volvieron tantas veces que sería raro que nunca encendieran un fuego, si es que sabían cómo hacerlo.
No obstante, hay un par de yacimientos europeos con edades comprendidas entre el cuarto y el medio millón de años, Terra Amata en Francia y Bilzingsleben en Alemania, donde se ha señalado la existencia de hogares. Pero incluso en el caso de ser auténticos, parecen más la excepción que la norma.
Un mejor candidato en relación con el uso del fuego en la prehistoria más antigua es el yacimiento clásico de Zhoukoudian, cerca de Beijing (la antigua Pekín), en China. Éste es un lugar interesante para discutir la existencia de hogares hace unos cuantos cientos de miles de años, porque su latitud y clima no están muy alejadas de las de Madrid. Beijing no forma parte en modo alguno del Asia tropical, sino que su clima es templado. ¿Consiguieron los humanos habitar esas latitudes y climas, tanto en Asia como en Europa, gracias al fuego?
En el curso de las excavaciones históricas anteriores a la segunda guerra mundial (en la que, por cierto, se perdieron prácticamente todos los restos humanos que había proporcionado la cueva) aparecieron cenizas y huesos quemados. Es posible que se encendieran fuegos en aquel lugar hace medio millón de años, más o menos, pero no es seguro, porque las cenizas y los restos quemados podrían ser el resultado de incendios naturales.
¿Qué necesitan, pues, los científicos para admitir fuera de toda duda que los fuegos los encendieron los humanos? ¿Qué clase de prueba los convencería? Un hogar es la prueba necesitada, porque un hogar significa fuego controlado, que es lo contrario de un incendio espontáneo. Domesticar el fuego significa dominarlo y mantenerlo vivo pero cercado en un punto concreto. Como hacemos con los animales domésticos, a los que no dejamos vagar a su antojo y hacer lo que les plazca, el fuego domesticado sólo vive donde nosotros queremos, ya que somos nosotros, sus dueños, quienes lo alimentamos y protegemos de la intemperie.
Todo parece indicar que no fue gracias al fuego como se conquistaron las tierras frías de Eurasia. Las necesidades de calentarse y de iluminarse no fueron, quizá, tan decisivas como se había sostenido tradicionalmente. Ahora podemos imaginar a un grupo de europeos de hace un millón de años sentados en círculo… y sin un fuego en el centro.