PATRONES CORPORALES
Conocemos bien, gracias al yacimiento de la Sima de los Huesos, cómo eran los humanos de hace entre medio millón de años y un cuarto de millón de años. El diseño del cuerpo, de cuello para abajo, no parece ser distinto en ese período en las poblaciones de los tres continentes del Viejo Mundo, aunque donde más fósiles del esqueleto postcraneal se han rescatado, con mucha diferencia, es en Atapuerca.
La estatura de los individuos era, más o menos, la nuestra, y así resultaba normal que los varones pasaran de los 170 centímetros. De uno de ellos se ha conservado la pelvis entera y es tremendamente ancha y robusta; le hemos puesto el sobrenombre de Elvis, en honor del rey del rock’n roll. Ese individuo mediría 175 centímetros o incluso un poco más. Otras caderas se conservan peor, pero están todas cortadas por el mismo patrón. Sin duda se trataba de gente muy fuerte y muy corpulenta, con una musculatura espectacularmente desarrollada. Asimilando el cuerpo humano a un cilindro, podríamos decir que tenían un cilindro de nuestra altura, pero mucho más ancho, con lo que Elvis pesaría bastante más (fácilmente 20 kilos más de músculo) de lo que le corresponde a un varón actual de 175 centímetros (cuyo peso ideal no llega a 70 kilos).
Tamaña potencia física nos indica que la caza mayor era una actividad que requería una gran fuerza. Más que hábiles cazadores, quizá habría que referirse a ellos como poderosos cazadores. Sus armas serían exclusivamente su cerebro y sus largas lanzas. Aunque muy capaces de organizarse, cooperar y planificar sus actividades, su mente aún no tenía nuestra capacidad. Comparado con el peso del cuerpo (es decir, en términos relativos), su cerebro era claramente más pequeño que el nuestro o que el de los neanderthales; o sea, estaban menos encefalizados.
Se han encontrado lanzas de madera prodigiosamente conservadas en el yacimiento alemán de Schöningen, una de ellas de 230 centímetros Una banda de habitantes de Atapuerca de la época de la Sima de los Huesos, de hercúlea complexión y armados con esas lanzas, parecería, sin duda, temible, pero sus tácticas de caza no serían demasiado sutiles: primaría la lucha cuerpo a cuerpo.
Aparte de la carne, también comerían los humanos de la época todos los alimentos que ofreciera el campo, que en Europa es especialmente generoso en frutos a finales del verano y en el otoño. El invierno sería muy duro y muy largo, y verdaderamente los humanos esperarían con impaciencia el pródigo renacer de la vida en la primavera.
Estoy diciendo que en esa época ya sabían los humanos que, después de los rigores del invierno, llegarían los dulces momentos de la primavera; los animales viven al día, y no tienen ni idea de cómo será el mundo mañana. A algunas bestias sus instintos, esto es, sus genes, las programan para dormir o para emigrar en el invierno, como las programan para el celo cuando toca. Pero yo osadamente afirmo que los humanos de hace medio millón de años sabían de las estaciones porque habían entendido el ritmo de las estaciones. Es una hipótesis atrevida (ya que no hay apenas base material para inferir qué pensaban los humanos del pasado más remoto), y no todos mis colegas estarían de acuerdo, pero ésa es mi apuesta (y mi riesgo).
Un misterio de los fósiles de la Sima de los Huesos es lo rápido que se les gastaban los dientes. La carne no es más dura que el esmalte y la dentina de las coronas, y tampoco hay en nuestros ecosistemas productos vegetales a los que achacar tanta abrasión, salvo que los alimentos los comieran muy sucios de tierra, mezclados con granos de cuarzo, que es un mineral muy duro. A pesar de este intento de explicación, daría cualquier cosa por saber qué les producía un desgaste tan acelerado de los dientes a nuestros amigos de la Sima de los Huesos.
Los europeos evolucionaron para dar lugar a los neanderthales, mientras que los africanos se convirtieron en nuestra especie; solemos llamar informalmente cromañones (palabra derivada del yacimiento francés de Cro-Magnon) a los humanos como nosotros que se encuentran en yacimientos paleolíticos. Hace unos 150 000 años ya había neanderthales en Europa, aunque todavía eran algo arcaicos, y cromañones primitivos en África.
Tanto los neanderthales como los cromañones tenían grandes cerebros, aunque la forma de sus cabezas era claramente diferente. El cráneo cerebral era alargado y bajo en los neanderthales, y esférico en los cromañones. Hay además otra diferencia que nos remite a una cuestión que teníamos pendiente. La cara de los cromañones, que es también la nuestra, era más corta, y estaba cobijada debajo del lóbulo frontal del cerebro. El paladar experimentó un gran retroceso, que acercó las muelas a la línea de la articulación de la mandíbula con el cráneo, mejorando la eficacia de la masticación. ¿Qué había pasado entonces con la laringe?
La respuesta es que descendió, y eso tuvo dos consecuencias. Una molesta: aumentó el riesgo de atragantarse, porque la faringe, que es el punto de cruce entre la vía de la comida y la del aire, se alargó mucho. La otra consecuencia no es menos notable: mejoraron enormemente nuestras capacidades para modular el sonido emitido por la laringe, que está por debajo de la faringe. En otras palabras, somos más hábiles hablando que los neanderthales o que cualquier otra especie fósil. Eso potenció nuestras capacidades de comunicación, y no debe olvidarse que con el lenguaje no sólo transmitimos información objetiva, sino que igualmente comunicamos nuestras emociones subjetivas.
También el cilindro corporal distinguía a neanderthales de cromañones. El de los neanderthales era ancho, como el de sus antepasados, pero más bajo, porque se habían acortado las tibias (y también los antebrazos). La estatura media de los varones estaría cerca de 170 centímetros, y el de las mujeres se aproximaría a los 160 centímetros.
Los cromañones no se hicieron más bajos que sus antepasados, pero su cilindro corporal se estrechó (lo que, dicho sea de paso, complicó el parto de las mujeres).
A los neanderthales se los ha pintado demasiado tiempo como seres brutales y estúpidos comparados con sus contemporáneos cromañones. Lo que deducimos hoy de sus yacimientos es que, en el tiempo que compartieron, no había diferencias entre neanderthales y cromañones en cuanto a su economía. Por no alargar estos párrafos con una multitud de casos, describiré sólo un yacimiento de neanderthales, el de Kebara, en el Monte Carmelo de Israel, donde se ha encontrado, por cierto, parte de un esqueleto de esta forma humana tan parecida a la nuestra y, al mismo tiempo, tan distinta.
En Kebara, los neanderthales cazaron hace entre 60 000 y 48 000 años muchas presas, sobre todo gacelas y gamos, pero también uros (toros salvajes), ciervos, jabalíes, cabras y corzos. Debían de ser muy hábiles cazadores, porque la mayor parte de los animales abatidos eran adultos jóvenes, o sea, los ejemplares que estaban en la flor de la vida, no las crías o los viejos. Al menos mientras ocupaban la cueva, el carroñeo no era una actividad importante; seguro que no despreciarían un cadáver, pero a la mayoría de los herbívoros del yacimiento los mataron ellos.
Las ocupaciones de Kebara son de carácter estacional: unas veces los neanderthales visitaron la cueva en la estación cálida, y otras veces en la fría. Eso parece indicar que hacían un uso selectivo del territorio y planificaban sus actividades.
Además, los neanderthales encendieron muchos hogares en la parte central de la cueva. Se han encontrado numerosos huesos quemados, lo que se interpreta como que tostaban las partes más suculentas de sus presas al fuego, especialmente de las patas. Estos neanderthales preferían, pues, no comer la carne cruda. A un gran geólogo de yacimientos, Manuel Hoyos, le he oído muchas veces decir que las cuevas prehistóricas debían de oler a rayos, con tantos desperdicios de comida tirados por el suelo. Pese a todo, los neanderthales de Kebara eran bastante limpios, porque de cuando en cuando despejaban el suelo de la cueva y empujaban los huesos contra una pared (el muro norte), alejándolos de los hogares donde se sentaban a asar la carne.
Los neanderthales de Kebara eran muy aficionados a las tortugas de tierra y comían muchas, tantas que se aprecia un descenso en el tamaño de los ejemplares con el paso del tiempo debido a la presión de recolección a la que estaban sometidas. Estas tortugas eran de la especie de la tortuga mora (Testudo graeca), que existe también en España, aunque fue introducida por el hombre. Nuestra tortuga autóctona es la mediterránea (Testudo hermanni), que vive en un área muy restringida de Cataluña y en Baleares (donde probablemente ha sido también introducida). Sin embargo, se extendía mucho más antaño, y los neanderthales españoles se las comían en Cova Negra (Valencia), en la Carihuela (Granada) y en Tamajón (Guadalajara).
En la cueva israelí de Kebara, al otro extremo del Mediterráneo, las tortugas eran puestas al fuego (para asarlas) al revés, es decir, con el peto arriba y el espaldar abajo, que es la parte que resultaba chamuscada por fuera según se ve en los fósiles. Lo más interesante es que se encuentran placas de tortuga junto a los hogares, de donde los investigadores deducen que los caparazones no fueron amontonados contra el muro; aparentemente los neanderthales no los desechaban después de comerse la carne del quelonio, ¡sino que utilizaban los caparazones como recipientes para algo!
La desaparición de los neanderthales es un gran misterio de la prehistoria, pero éste no es el lugar para tratarlo. Después de convivir con ellos durante un tiempo, los sustituyeron los cromañones, nuestros antepasados. Los primeros cromañones llegaron a Europa hace por lo menos 35 000 años, y probablemente hace incluso 40 000 años. Los últimos neanderthales dejaron este mundo hace cerca de 30 000 años, tal vez algo menos en algunos lugares de Europa, como el Mediterráneo ibérico.
Aunque los neanderthales dejaron de ser una competencia para los cromañones, la vida no fue fácil a partir de entonces para éstos, porque el clima se fue deteriorando poco a poco hasta que hace 22 000-20 000 años se alcanzó el momento más frío en la historia de los cromañones en Europa. Luego la temperatura fue ascendiendo, con altibajos, hasta que hace unos 10 000 años se fundieron los hielos y terminó la última glaciación, empezando el actual período cálido entre glaciaciones.
Al principio los cromañones eran muy altos, pero luego sus promedios de estatura descendieron. Podemos dividir la muestra disponible de esqueletos cromañones europeos en dos grandes grupos cronológicos: los fósiles de más de 20 000 años, y los de edades comprendidas entre 20 000 y 10 000 años. En el período más antiguo, la estatura masculina tenía una media de 176 centímetros, y no eran raros los varones que pasaban de 180 centímetros de altura; el promedio femenino estaba en unos 163 centímetros En el segundo período, los promedios respectivos eran de 166 y 154 centímetros, lo que representa un descenso promedio en torno a los 10 centímetros. No había diferencias importantes entre los cromañones del centro y del sur de Europa, por lo que la reducción de la estatura fue general.
Una explicación de este cambio es que disminuyeron los recursos del medio en el período más reciente, o aumentó la población humana, lo que incrementó la competencia por el alimento, y eso favoreció el ahorro energético. Un individuo pequeño consume menos calorías (y necesita menos cantidad de materiales de construcción) que un coloso, por lo que se vería favorecido por la naturaleza, que no busca la espectacularidad, como se suele creer, sino el diseño más rentable.
Otra explicación, que es complementaria, atribuye la reducción en la estatura al aumento de la consanguinidad, resultado a su vez de la expansión demográfica y la menor movilidad de las personas a la hora de buscar pareja, con el consiguiente descenso en los flujos de genes. En apoyo de esta idea se puede aducir que el fenómeno de la regionalización, o división de los grandes complejos tecnológicos en variantes locales, es de esta segunda época, en la que parece que tanto las técnicas de talla como las personas viajaban menos. Al principio no había diferencias importantes en la forma en que los cromañones confeccionaban los instrumentos en las diferentes regiones de Europa, y luego la población parece estar dividida en compartimentos casi estancos, con poca influencia mutua.
Pero curiosamente, la fortaleza del húmero aumentó del primer período al siguiente, y también lo hizo la asimetría (es decir, la diferencia entre el húmero derecho y el izquierdo). La explicación que encuentran los autores que han estudiado estos cambios es que, con el tiempo, aumentaron las actividades que se realizan con los brazos. Estos trabajos incluyen la confección de instrumentos cada vez más elaborados, con toda clase de materiales, y la caza de presas abundantes, pero pequeñas y difíciles de atrapar.
En efecto, aunque los neanderthales recolectaban ya animales como las tortugas, los cromañones fueron ampliando cada vez más su espectro alimenticio, que poco a poco se fue extendiendo a mamíferos pequeños, aves, reptiles e invertebrados y, en el litoral, al marisco. En el Mediterráneo español, por ejemplo, los conejos cada vez están más presentes en los yacimientos. Hay que capturar muchos conejos para igualar el número de calorías de un ciervo, un toro o un caballo, pero, aunque trabajoso, el conejo es un recurso mucho más constante y más abundante, prácticamente omnipresente.
Es importante señalar que la ampliación del espectro alimenticio supuso toda una revolución económica y la entrada en una etapa en la que se exigía una mayor cantidad de trabajo por caloría (un menor rendimiento energético), ya que los recursos explotados eran más abundantes, sí, pero menos rentables en términos del cociente energía invertida/energía obtenida. Es una maldición de la economía, que se extiende también a las cuentas de la naturaleza, que entre las cosas necesarias lo abundante es de menos calidad que lo escaso. Al desplazarse la atención hacia recursos antes generalmente despreciados, aumentó la cantidad de alimento disponible, y por lo tanto creció la población humana que podía sostener un territorio, aunque, eso sí, a costa de dedicar más tiempo a conseguir alimento y menos a otras actividades, como las sociales. Es decir, menos ocio y más negocio.
En relación con esto, se ha podido comprobar que la diáfisis del fémur se hizo más circular (o menos elíptica) con el paso del tiempo, lo que indica que los desplazamientos que se realizaban habitualmente eran más cortos, quizá porque la economía se basaba más, cada vez, en los pequeños animales que viven pegados al terreno y menos en la caza mayor, mucho más móvil.
La asimetría entre los dos brazos fue en aumento desde los primeros a los últimos cromañones; esa tendencia se achaca al uso del propulsor (manejado con el brazo derecho en los diestros y con el izquierdo en los zurdos). Este instrumento es una barra hecha de madera, hueso o cuerno que funciona como un resorte, impulsando una azagaya a más velocidad, más lejos y con una mayor capacidad de penetración en la presa. Tiene un gancho en un extremo para sujetar el astil de la jabalina y por el otro extremo se agarra con la mano. El propulsor aumentaría enormemente la potencia del brazo a la hora de lanzar un dardo y facilitaría mucho la caza a larga distancia de presas difíciles como la cabra, el rebeco o el jabalí. Los neanderthales nunca dispusieron de este instrumento y, como sus antepasados, sólo contaban con la fuerza de sus músculos para alcanzar y atravesar a su presa con un dardo.
Se ganó mucho en eficacia con el propulsor y otros artefactos para la caza y pesca, como el arpón, la red, el anzuelo, etcétera, que caracterizan la segunda etapa de los cromañones europeos, la que sigue al máximo glaciar de hace 22 000-20 000 años. El arco y la flecha, que constituyen una poderosísima tecnología cinegética, también se debieron de originar entonces. Es muy probable que hacia el final de la glaciación, todavía en el Paleolítico, se produjera una extraña asociación entre dos especies de cazadores sociales (que aún dura): el hombre y el lobo (que terminó por convertirse en perro).
Después del Paleolítico viene un período que se llama Epipaleolítico porque es en lo económico una prolongación del Paleolítico; también se conoce como Mesolítico, porque prepara el camino para la siguiente revolución económica, la del Neolítico.
En el Epipaleolítico se produce la expansión humana por toda Europa, ya despejada de los mantos de hielo de la anterior glaciación, y una verdadera explosión demográfica. La economía extractiva alcanza su máximo, y todos los recursos alimenticios que produce la naturaleza son aprovechados. En algunas zonas del Cantábrico y del Atlántico ibéricos, por ejemplo, se registra una explotación intensiva de los recursos marinos, que genera yacimientos con montañas de conchas, los llamados concheros.
Y entonces, en el quinto milenio antes de Cristo, llegó a las tierras del Mediterráneo peninsular una nueva forma de economía basada en la producción del alimento, con una vida más sedentaria aún que la de los últimos cazadores y recolectores. Se trataba de la agricultura y de la ganadería, y produjo situaciones como las narradas en el cuento con el que da comienzo la segunda parte de este libro.