UNA
VERSIÓN DEMASIADO
MACHISTA DE LA PREHISTORIA
Ahora que tenemos perspectiva histórica podemos ver cómo la prehistoria ha sido tradicionalmente contada de una manera muy machista. A poco que se reflexione, se cae en la cuenta de que era una interpretación bastante impresentable de los datos disponibles, fruto sin duda de la mentalidad de épocas pasadas.
Ciertamente la ciencia no es una actividad aislada de la sociedad, y sus planteamientos muchas veces retratan las actitudes generales en cada época, más los prejuicios particulares de los investigadores, con el añadido de que normalmente los científicos del pasado eran del género masculino (los especializados en prehistoria, casi todos).
Eso no debe, de todos modos, llevarnos a ver la ciencia como sólo una manifestación de la sociedad de cada época. De hecho, y a pesar de la dificultades inherentes a la condición humana, la ciencia se propuso, a partir de la llamada revolución científica del Barroco (en el siglo XVII), eliminar toda emoción y toda ideología (religiosa o política) de su quehacer, con la pretensión de alcanzar el conocimiento objetivo. A pesar de ese buen propósito, los científicos somos seres humanos y estamos condicionados por nuestro ambiente y nuestra educación. Hacemos lo que podemos por no dejarnos influir por lo que nos rodea, pero hay que reconocer que es más fácil hacer ciencia objetiva estudiando el átomo, las mariposas o los volcanes, que abordando la espinosa cuestión de la condición humana.
La estampa clásica de la prehistoria es la del hombre cazador. Su papel se considera no sólo fundamental, sino el más importante en la evolución humana. La economía familiar, según este patrón, dependería casi exclusivamente de la destreza cazadora del varón en su doble papel de padre y esposo. Y ya puestos, la caza mayor, la actividad masculina por excelencia, sería el motor de la evolución humana desde la noche de los tiempos.
Parece ser, entonces, que hemos llegado hasta aquí gracias a nuestros abuelos (nuestras abuelas, las pobres, sólo ponían sus úteros). De acuerdo con la idea tradicional, los varones son más fuertes que las mujeres porque han ocupado el papel central en la supervivencia de toda la familia, de donde le vendría además al varón su autoridad como esposo y como padre (respaldada, si se llegara al caso, por su mayor fuerza física). Se pensaba hasta hace medio siglo que esta situación preponderante del varón en la economía doméstica se remontaría hasta los primeros homínidos, que por lo tanto ya serían cazadores.
Pero ¿qué pasaría si la historia de la economía humana no fuera ésa, y si debiéramos tanto a nuestras abuelas como a nuestros abuelos? Ya hemos visto que ahora se sabe que los primeros homínidos no eran cazadores precisamente, por lo que la teoría de la economía masculina no se podría llevar tan atrás en el tiempo. Los chimpancés machos no se preocupan lo más mínimo de la alimentación de las hembras y de las crías del grupo. Así que las hembras tienen que procurarse el alimento, a sí mismas y a sus hijos, por su cuenta y riesgo. Entre los gorilas pasa lo mismo. Y no se puede considerar que la caza de pequeños mamíferos practicada por los chimpancés machos sea una actividad importante en la economía del grupo.
Entre los australopitecos no cabe pensar que los machos aprovisionasen a las hembras y a las crías, pese a que ha habido un autor que lo ha mantenido (asociando la adquisición de la postura bípeda a la capacidad de transportar alimento vegetal a largas distancias por parte de los machos). Podemos imaginarnos a las hembras buscándose ellas solas frutos, hojas tiernas, semillas, nueces, tubérculos, insectos, o lo que sea. Ya vimos que ni siquiera para cascar nueces muy duras necesitan las hembras de la fuerza de los machos.
En nuestra especie los varones son un poco más grandes que las mujeres. La diferencia entre sexos es mayor en los chimpancés, y mucho mayor en los gorilas, pues los machos doblan en peso a las hembras (y sus caninos —los colmillos— se proyectan mucho más), pero esa diferencia en potencia física tiene que ver con las agresiones entre machos, y no con la economía.
La diferencia en fortaleza física entre los dos sexos era, al parecer, superior en los australopitecos que en los chimpancés, y no lejana de la de los actuales gorilas. Pero eso no quiere decir que los machos cazasen para sus familias, sino que se llevaban muy mal entre ellos, y había frecuentes disputas; o sea, que se toleraban poco y es seguro que no se asociaban para cazar grandes presas en grupo. El retrato de los australopitecos es el de unos inocentes vegetarianos, como los chimpancés, que comerían tal vez carroña o pequeños mamíferos en ocasiones, y cuyos machos tendrían muy malas pulgas.
Son pocas las oportunidades que nos quedan de estudiar, en la actualidad, a los cazadores y recolectores. La práctica totalidad de la población humana basa su economía en la producción del alimento, esto es, en la agricultura y en la ganadería. Y además, los pocos pueblos que aún cazan y recolectan con alguna frecuencia se deben considerar más bien marginales, es decir, han sido desplazados por sus vecinos agricultores hacia las tierras menos productivas. Así que no se puede decir que el modelo de vida de nuestros antepasados del Paleolítico sobreviva en plenitud en ninguna parte.
Tampoco se trata, en todo caso, de imaginar que nuestros antepasados de especies fósiles tuvieran una economía similar a la de ninguna población humana actual, porque ni sus cerebros eran los mismos, ni tampoco su tecnología. Pero seguro que podemos sacar algunas lecciones interesantes (utilizando el método ya descrito del actualismo) de los cazadores modernos.
Por ejemplo, en el Gran Desierto de Arena del oeste de Australia viven los mardu, unos aborígenes que reciben provisiones del gobierno, aunque no han abandonado por ello completamente su economía tradicional. La investigadora Rebecca Bliege Bird nos cuenta que entre los mardu los hombres y las mujeres salen a veces a recolectar frutos y otros productos vegetales, aunque durante la fría estación invernal, ambos sexos prefieren cazar. Los varones suelen optar por rastrear en solitario presas de tamaño mediano a grande, como los emúes (unos parientes de las avestruces), las avutardas y los canguros. Las mujeres, en cambio, cazan en grupo pequeños mamíferos y lagartos goanna. Otra diferencia importante es que, mientras los hombres tienden a perseguir la caza, las mujeres se decantan por excavar para atrapar a los animales en sus madrigueras.
El fuego, por cierto, es utilizado como una herramienta de caza por las mujeres. Prendiendo fuego a las altas hierbas espinifex, obligan a salir a los animales pequeños que se refugian en ellas. El recurso del fuego es, en cambio, poco útil en la caza mayor.
Esta investigadora, Bliege Bird, hizo el cálculo de las calorías obtenidas por las mujeres de los lagartos y pequeños animales y las calorías aportadas por las grandes presas cazadas por los hombres, a lo largo de treinta días del último invierno austral. Así encontró que la caza mayor había aportado 213 000 kilocalorías, pero que la caza menor sumaba una cantidad superior en 10 000 kilocalorías. El invierno anterior, la caza mayor suministró más calorías, pero aún así las mujeres proporcionaron carne de una manera más regular.
La conclusión es que las mujeres resultan más eficaces aprovisionando de carne al grupo que los hombres. Al parecer, es para los hombres una cuestión de prestigio y reconocimiento social abatir grandes presas, lo que les lleva a intentar capturar una improbable tortuga o un esquivo pez antes que recolectar el mucho más asequible y abundante marisco.
Volviendo al tema del fuego, ya hemos visto que si dejamos al margen las semillas duras y secas de los cereales y de las legumbres, productos todos cultivados, el fuego no es necesario para alimentarse de una forma sana. La carne, el pescado y la fruta podían consumirse en la prehistoria sin cocinarse. En cuanto a los tubérculos, la patata es una planta cultivada, pero algunos pueblos cazadores y recolectores de África, como los bosquimanos de lengua !Kung de Botswana, y los hadza de Tanzania, obtienen un gran número de calorías de tubérculos que tienen que ser tostados al fuego para que desaparezcan ciertos compuestos tóxicos. Para estos pueblos, una parte importante de la economía depende de los tubérculos, para acceder a los cuales no se necesita otra cosa que un palo de cavar. Por eso, todo el mundo puede explotar este recurso, incluyendo a las mujeres, los niños y los más ancianos, siempre que se disponga de fuego para procesarlos antes de comerlos.
Podemos, por lo tanto, imaginar que, desde que el fuego existe, el papel de la mujer en la economía de los cazadores y recolectores africanos subió muchos enteros. La cuestión es saber cuándo ocurrió tal cosa. Algunos autores han creído identificar trazas de fuego en yacimientos kenianos al aire libre situados cerca del lago Turkana, que se han datado en un millón y medio de años. Las pruebas, una vez más, no son concluyentes.
La especie a la que le corresponderían (por antigüedad y localización) esos supuestos fuegos es Homo ergaster. Como vimos, ésta es una de las primeras formas de homínidos grandes, quizás la primera de todas. Se ha encontrado un esqueleto muy completo de un niño de esta especie que murió hace algo más de un millón y medio de años en la orilla occidental del citado lago Turkana. El crío murió a los diez u once años, pero ya era muy alto; de adulto pasaría de 180 centímetros de estatura.
En el tránsito desde la etapa de los chimpancés bípedos a los homínidos grandes el macho creció mucho, sin duda, pero la hembra lo hizo aún más. De este modo se acortarían las diferencias en tamaño entre los dos sexos. Podemos imaginar que las sociedades humanas se hicieron más cooperativas, con menos conflictos entre los machos/varones y una menor subordinación de las hembras/mujeres. Cabe suponer que el uso del fuego convirtió a las hembras/mujeres de la época, como ocurre en las poblaciones modernas de cazadores y recolectores, en las suministradoras más regulares de calorías al grupo, y por lo tanto en la base de la economía. Es una bonita hipótesis, pero no está probada.
De momento, la primera población humana en la que sabemos que las diferencias entre los sexos ya eran las actuales, y por lo tanto estaban muy lejos de las enormes diferencias de los australopitecos, es la representada en el extraordinario yacimiento de la Sima de los Huesos, de hace unos 400 000 años. Respecto a poblaciones anteriores, nos faltan fósiles humanos en cantidad suficiente para estudiar estadísticamente (que es como hay que hacerlo) el dimorfismo sexual. Ya hemos visto que en los yacimientos de la sierra de Atapuerca de esta época no se han encontrado aún hogares, por lo que la hipótesis del papel del fuego asociado a los tubérculos en la liberación de la mujer está aún por demostrar.
La dependencia de los hadza respecto de un tubérculo llamado por ellos ekwa es tan fuerte que ha dado lugar a una curiosa teoría llamada la hipótesis de la abuela, que trata de explicar el extraño fenómeno de la menopausia en la especie humana, que es en la que más claramente se manifiesta. Entre los chimpancés, las hembras muy viejas son menos fértiles que las jóvenes, pero sólo en la especie humana hay un largo período de la vida femenina que es estéril. Lo que ha pasado en realidad es que la duración de la existencia se ha prolongado, respecto a la de los australopitecos, pero no lo ha hecho también la vida fértil. Los chimpancés que tienen suerte viven más de cuarenta años, por lo tanto cabe pensar que las especies humanas, al tener un crecimiento más lento, fueran más longevas. ¿Por qué, entonces, no se alargó la vida fértil para aprovechar hasta el final las posibilidades de reproducirse?
La respuesta, según algunos autores, es que las hembras (mujeres) dejaron, a partir de cierto momento de la vida, de ser madres para pasar a ser abuelas. En otras palabras, en lugar de seguir teniendo hijos a edades a las que ya las fuerzas flaquean, invirtieron sus últimos años de vida en ayudar a sus hijas a cuidar a su prole. Así, mientras aún pudieran moverse y usar el palo de cavar, seguirían dando de comer a niños que también serían sangre de su sangre.
Afortunadamente, en estos tiempos en los que ahora vivimos, de mayor igualdad social entre los sexos (al menos en el primer mundo), no sólo el papel de la mujer joven, de la madre, se ha visto más reconocido en la nueva prehistoria, sino que también la aportación a la comunidad de la mujer mayor, la abuela, se ha reivindicado. Como tiene que ser.