EL GRANIVORISMO,
¿CLAVE DE LA EVOLUCIÓN HUMANA?

Las aves que comen granos tienen, para ello, dos órganos independientes. Uno, a modo de pinza, para extraer y manejar el grano. El otro, a modo de molino, para triturarlo.

La pinza es el pico, y el instrumento que realiza la molienda se llama molleja; ésta forma parte del tubo digestivo, tiene gruesas paredes musculosas y las de gallina forman parte de la casquería tradicional hispana. Como la molleja no tiene dientes, las aves granívoras ingieren piedras con el propósito de que colaboren en la molienda de las semillas.

Entre los mamíferos también los hay granívoros, como los roedores. Éstos manejan las semillas con los incisivos, y las trituran con las muelas; hay que aclarar que el término español muela es equivalente a la palabra técnica molar, aunque las piezas que se encuentran delante de los molares, llamadas científicamente premolares, tienen a veces la misma forma y función que los molares (la de moler).

En el caso de los roedores también puede considerarse que los dos órganos (la pinza y las muelas) están separados, porque aunque estén los dos en la boca, hay un largo espacio vacío de dientes entre uno y otro, que se llama diastema dental. Incluso se puede decir que los carrillos, al introducirse en ese diastema, forman una válvula o tabique que separa las dos regiones y las independiza. Así, el tabique de carne y piel hace que la boca quede dividida en dos partes: una anterior manipuladora y otra posterior trituradora.

¿Y qué tiene que ver todo esto con nuestra evolución? Pues que el ser humano también tiene un órgano manipulador separado del de la masticación. El órgano manipulador, como la misma raíz de la palabra indica, es la mano. Y al mismo tiempo carecemos por completo de morro, como si la función de pinza que en otros animales de largos hocicos tienen los dientes de delante (los incisivos), hubiera desaparecido por completo de nuestra cara chata.

En resumen, la morfología tan peculiar de nuestra diestra mano y de nuestra cara tan reducida y remetida debajo del cerebro podría explicarse suponiendo que somos el producto de la adaptación de un primate del estilo del chimpancé a una dieta basada en pequeños alimentos vegetales. Por eso precisamente, por su pequeño tamaño, se necesita la pinza de precisión que forman la yema del pulgar con la de cualquiera de los otros dedos.

Y también, para aumentar la potencia del mordisco, las muelas se han acercado todo lo posible a la articulación de la mandíbula con el cráneo. De este modo, en la biomecánica de la masticación se ha reducido el brazo de la resistencia, que es la distancia que hay entre la articulación y el punto de la boca donde se muerde un objeto concreto. Nuestra primera muela, por ejemplo, está mucho más cerca de la articulación entre la mandíbula y el cráneo que la primera muela de un chimpancé. Al reducirse el brazo de la resistencia en la palanca que hace la mandíbula con el cráneo, se ha mejorado la eficacia o ventaja biomecánica; esto es, se ejerce la misma fuerza en el mordisco con menos esfuerzo muscular o, si se prefiere, se muerde más fuerte con el mismo esfuerzo. Ésa es también la razón por la que cuando queremos partir un objeto duro con la boca nos lo llevamos a las muelas de atrás, que son las que están más próximas a la articulación de la mandíbula con el cráneo.

Para entenderlo mejor, y ya que éste es un libro sobre la alimentación, qué mejor ejemplo que nuestro familiar cascanueces, que es en realidad una palanca. Un cascanueces tiene dos patas que se articulan con una bisagra, que es el eje de giro o fulcro de la palanca. En cierto modo se parece a una boca, sólo que lo cogemos al revés, es decir, la articulación (el fulcro de la palanca) queda delante, mientras que en la boca la articulación entre la mandíbula y el cráneo queda detrás.

Una pata del cascanueces (la de arriba) puede representar el paladar y la otra (la de abajo), la mandíbula, aunque hay una diferencia entre la boca y el cascanueces: la mandíbula tiene, vista de lado, dos ramas, una horizontal (la de los dientes) y otra vertical o ascendente, en cuya parte más alta se encuentra el cóndilo (una especie de cilindro) que encaja en una depresión alargada (llamada fosa glenoidea) en la base del cráneo.

Pues bien, si ahora cogemos el cascanueces en posición anatómica, es decir, con la articulación por detrás como si fuera una boca, entenderemos mejor la biomecánica de la masticación. El brazo de la potencia es la distancia entre el fulcro y la mano que aprieta el cascanueces, tratando de aproximar ambas patas, es decir, cerrando la falsa boca. El brazo de la resistencia es la distancia entre la nuez y la bisagra (esta última es aproximadamente equivalente a la articulación de la mandíbula con la base del cráneo, aunque en el cascanueces no haya rama ascendente, sólo rama horizontal).

Es fácil, por lo general, romper nueces cuando, situando el cascanueces en posición anatómica (o sea, con la bisagra por detrás), se cierra el puño por delante de la nuez; es decir, cuando el brazo de la potencia es más largo que el brazo de la resistencia. En ese caso, el cascanueces es una palanca llamada de segundo orden, y si, por ejemplo, la longitud del brazo de potencia es tres veces superior a la del brazo de resistencia, la fuerza que hacemos con el puño sobre la nuez se multiplicará por tres.

Pero pruebe ahora a colocar la nuez por delante de la mano (siempre con el cascanueces en posición anatómica), de modo que el brazo de la resistencia sea mayor que el de la potencia. Verá que así no es nada fácil romper un objeto duro, porque el cascanueces se nos ha convertido en una pinza. Ahora funciona como palanca de tercer orden, que es desfavorable para hacer presión pero útil en las largas pinzas de precisión, en las que la fuerza, muy poca, se ejerce atrás, cerca del fulcro.

Las manos de los chimpancés son muy alargadas, ya que las utilizan para colgarse de ellas, de modo que la yema del pulgar queda muy alejada de la de los otros cuatro dedos. Por utilizarse la mano en la locomoción, es torpe para la manipulación de objetos pequeños. Los chimpancés tampoco tienen buena coordinación en los brazos para lanzar cosas con puntería (aunque algún visitante del zoo haya visto como, tras describir una parábola, un excremento de chimpancé aterriza directamente sobre su persona).

En resumen, por haberse adaptado a moverse por los árboles suspendidos de los brazos, los chimpancés no serán nunca buenos fabricantes de relojes suizos. En cambio, gracias a que los humanos no utilizamos las manos en la locomoción, podemos destinarlas a realizar trabajos de precisión, y así fue posible el desarrollo (la evolución) de la tecnología.

Por otro lado, los chimpancés usan mucho sus dientes de delante para comer fruta, y eso está relacionado con su cara proyectada en un morro (una faz prognata, se dice en la jerga antropológica). Los mamíferos que utilizan mucho los incisivos tienden a alargar la cara. Una razón es que, en una cara proyectada, con una mandíbula larga, un pequeño movimiento en la articulación de la mandíbula con el cráneo se traduce en una gran abertura de la boca a la altura de los dientes frontales. Dicho de otra forma, el mismo movimiento de la mandíbula produce más separación entre los incisivos de arriba y de abajo en una cara alargada que en una cara chata. Además, como hemos visto, una cara larga funciona mejor como pinza de precisión que una corta.

Cuando de mayores perdemos esos dientes frontales, los humanos tenemos que recurrir a la navaja para comer una manzana. Pero una vez troceada la fruta no es necesario masticarla mucho, porque en seguida, con cuatro mordiscos, se convierte en una papilla. Por eso no importa demasiado que las muelas de los chimpancés estén alejadas de la articulación de la mandíbula, es decir, que el brazo de la resistencia sea largo.

Los primeros homínidos tenían sin duda la cara proyectada como la de los chimpancés, y es posible que sus manos fueran idénticas. ¿Qué hizo que cambiáramos tanto? ¿Tal vez un cambio de dieta hacia el granivorismo? ¿Sería así como empezó todo? Eso pensó hace ya bastantes años el zoólogo y ecólogo español José Antonio Valverde y, algún tiempo después, un primatólogo británico llamado Clifford Jolly. Por una injusticia de la paleoantropología, que desconoce la prioridad de la obra de Valverde, la tal hipótesis se conoce con el nombre del británico.

Pero la ciencia no se conforma con emitir hipótesis, que se quedarían en meras especulaciones si no se contrastasen con los hechos. Afortunadamente podemos ir al registro fósil para ver si los cambios en la mano y en los dientes se produjeron a la vez; si así fuera, podríamos creer que están ligados. De la primera especie de australopiteco, el citado Australopithecus anamensis, tenemos una mandíbula y dientes, y vemos que las muelas eran grandes y tenían el esmalte engrosado. No hay todavía seguridad en la forma de la mano, pero yo apostaría a que era de tipo moderno. El Australopithecus anamensis vivió en el lago Turkana, en Kenia, hace al filo de cuatro millones de años. De otra especie de australopiteco (Australopithecus afarensis), que vivió en el siguiente millón de años en Etiopía y Tanzania, sí tenemos la certeza de que la mano era como la nuestra.

Hay sin embargo un aspecto de la hipótesis de Valverde que no se cumple en los australopitecos. Por la razones biomecánicas antes apuntadas, si hubiera habido un significativo componente de objetos duros en la alimentación de los homínidos, los molares deberían haberse acercado a la articulación de la mandíbula con el cráneo (recuerde, para reducir el brazo de la resistencia en la palanca), lo que se traduciría en una cara acortada. Y sin embargo el esqueleto facial de los australopitecos estaba muy proyectado hacia adelante, como el de los chimpancés, gorilas y orangutanes.

En una época posterior a la de nuestra joven e inquieta protagonista de esta historia, vivieron unas formas muy particulares de australopitecos, llamadas por algunos parántropos y por otros australopitecos robustos. Y no es que fueran más fuertes y corpulentos, sino que su aparato masticador estaba extremadamente desarrollado (hipertrofiado), con una mandíbula muy gruesa y unas muelas enormes (y en esta ocasión se incluye dentro del término muela no sólo a los molares, sino también a unos premolares que se molarizaron, es decir adoptaron la forma, el tamaño y la función de los molares). Además, el esmalte llegó a hacerse muy grueso.

Ya que los parántropos no acortaron el brazo de la resistencia para mejorar la eficacia de la palanca, lo que hicieron fue alargar el brazo de la potencia, que es la distancia entre la articulación de la mandíbula con el cráneo y la línea de acción de los músculos que cierran la mandíbula. Esos músculos eran, y son, los temporales y los maseteros. Usted puede palpárselos y ver cómo se contraen cuando muerde con fuerza un objeto con sus muelas. Los temporales los puede tocar a los lados de la cabeza, a la altura de las sienes. Ése es el origen de las fibras anteriores de los músculos temporales; su destino (su inserción) está en la mandíbula, concretamente en una proyección o apófisis, llamada coronoides, que se encuentra en la rama vertical de la mandíbula (que a su vez contiene, justo detrás de la tal apófisis coronoides, el cóndilo de articulación de la mandíbula con el cráneo).

Los músculos maseteros se originan por debajo de los pómulos, y van a parar al lugar en el que la rama vertical de la mandíbula se fusiona con la rama horizontal (esta última es la que porta los dientes). Pues bien, cuando cierra con fuerza la boca notará cómo se forma una bola (por engrosamiento del músculo masetero) en la parte posterior de la mandíbula, en el ángulo en el que se unen ambas ramas.

Los maseteros de los parántropos mejoraron su eficacia por el procedimiento de adelantar los pómulos y alejarlos de la articulación entre la mandíbula y el cráneo, con lo que se alargó el brazo de la potencia. De este modo la cara se hizo vertical, e incluso los pómulos llegaron a situarse por delante de la abertura nasal, dando a la faz una forma cóncava o de plato; pero la distancia entre las muelas y la articulación (el brazo de la resistencia) no se acortó en absoluto.

Y la pregunta que surge de forma inmediata es ésta: si los australopitecos y parántropos querían (es un decir) mejorar la eficacia biomecánica del aparato masticador, ¿por qué no acortaron la cara y llevaron las muelas hacia atrás, como hemos hecho, por ejemplo, nosotros los humanos modernos? ¿Qué se lo impedía?

Tal vez la respuesta esté en la posición alta de la laringe, que se situaba justo detrás del paladar y le impedía retroceder. ¿Y cómo se produjo el retroceso del paladar y el acortamiento de la cara en nuestra especie? Esa pregunta quedará pendiente de momento, pero ni mucho menos olvidada.