LA CULTURA DE LOS SIMIOS

El término cultura es uno de esos que ha recibido muchísimas definiciones, casi tantas como autores. En un primer momento parecía evidente que la cultura era un producto que sólo los humanos son capaces de elaborar. Precisamente la cultura era lo que nos diferenciaba de los animales, lo que nos hacía humanos. La cultura, sea lo que sea, se transmite de generación en generación, de modo que nacemos en el seno de una, no tenemos que crearla nosotros.

Hay además muchas formas de cultura, así que más que de cultura en singular podríamos hablar de culturas en plural. Lo característico del hombre es, en consecuencia, pertenecer a alguna de ellas. La transmisión de la cultura no se hace a través de los genes, por la vía de la biología, sino a través de la tradición. Cualquier persona puede ser educada en cualquier cultura y formar parte de ella, independientemente de su origen geográfico y de sus características físicas. Un mandinga en África tiene hoy una cultura diferente de la de un descendiente de mandingas en Estados Unidos. Entre las tradiciones culturales están las gastronómicas, que educan nuestro gusto desde la más tierna infancia y nos dejan marcados para siempre: ¡nadie podrá mejorar la tortilla de patatas o las albóndigas que hacían nuestras madres!

El concepto de cultura como un producto exclusivamente humano entró en crisis cuando la etología, la ciencia que estudia el comportamiento, descubrió la existencia de verdaderas tradiciones entre los animales. Un ejemplo espectacular es el de las aves canoras. Algunas de ellas tienen un canto programado rígidamente por los genes, que nada ni nadie puede alterar. El ave empezará a cantar cuando madure sexualmente del mismo modo que lo hacían su padre y su abuelo, aunque se haya criado en aislamiento completo y jamás haya oído el canto de un congénere. Podríamos decir que las notas musicales están grabadas en los genes (¡ojo!, es una metáfora, no es literalmente así como funciona la herencia biológica), del mismo modo que el tono de nuestro teléfono móvil lo está en el chip que contiene.

Pero hay otras especies de aves canoras en las que el canto no está completamente inscrito en los genes. El animal nace con una pauta básica y sobre ella se elabora el canto a partir de lo que oye durante su desarrollo (se comenta que en algunos casos se han llegado a incorporar al canto notas procedentes ¡del timbre de un teléfono móvil!: sin non è vero è ben trovato). En este caso, un ejemplar criado completamente aislado no producirá un canto que puedan reconocer los miembros de la población a la que pertenecía cuando el huevo fue extraído del nido para hacer el experimento de aislamiento.

En las especies en las que el canto no está programado por completo al nacer sino que se aprende en parte, se dan variantes regionales. La especie no tiene entonces un canto único sino muchos cantos, que varían según las diferentes tradiciones. Encontramos en este ejemplo los dos elementos que habíamos usado para definir la cultura humana: transmisión por vía extragenética (es decir, a través del aprendizaje) y variedad regional, es decir, tradiciones.

Se podrá decir que, a pesar de todo, los diversos cantos locales de un mismo tipo de pájaro tienen mucho en común, ya que todas las poblaciones pertenecen a la misma especie. Pero eso es, precisamente, lo mismo que les pasa a las diferentes culturas humanas. Pese a su gran variedad hay una base común, que se debe a que todas parten de la misma condición humana. Aunque éste no es el lugar adecuado para discutirlo, hay autores, como nuestro José Ortega y Gasset, que opinan que no existe condición humana en absoluto y que somos producto exclusivamente de la educación; ésta a su vez sería consecuencia de la historia. Para Ortega el ser humano no tiene naturaleza sino historia. El debate entre los ambientalistas, que creen que no hay base biológica en la conducta humana, y los sociobiólogos, que opinan que nuestro comportamiento está codeterminado por los genes, es uno de los más apasionantes del momento.

El conocimiento del genoma humano que ahora empezamos a acumular nos proporcionará, dentro de poco, algunas claves para resolver el viejo debate entre naturaleza y educación.

También algunos primates poseen cultura si por tal se entienden los comportamientos aprendidos que se transmiten de generación en generación. Las abejas hacen panales de impresionante belleza geométrica, con celdillas perfectamente hexagonales, como si hubieran sido diseñadas en una mesa de dibujo; las aves construyen nidos, muy bien tejidos en el caso de los pájaros sastre; los castores represan los ríos con diques y las nutrias marinas utilizan piedras para partir la concha de las ostras y comerse el interior.

Pero ninguno de estos comportamientos puede ser considerado cultural, porque todos están dictados por los genes. En cambio, en los chimpancés se conocen muchos comportamientos que sí pueden ser considerados culturales, porque cumplen las dos condiciones apuntadas: transmisión de generación en generación y origen no genético; es decir, son verdaderas tradiciones, que varían de un grupo a otro.

Ya hemos comentado dos de ellas, que tienen además que ver con la alimentación: partir nueces y pescar termitas, pero en los chimpancés se han estudiado, a lo largo de muchos años de observación de animales en libertad en diferentes regiones de África, 65 tipos de hábitos en siete grupos distintos. De los 65 comportamientos, 39 eran observados habitualmente en unos grupos y no en otros. Y lo que es muy importante, la variación no se debía a diferencias en los hábitats, que obligarían a los chimpancés a practicar comportamientos específicamente adaptados a cada ambiente, sino a tradiciones distintas. No era una variación ecológica sino cultural.

Pero toda tradición debe ser empezada por alguien. Si fuera un comportamiento genético, su origen sería una mutación, y un buen día alguien nacería con ella. Como por definición las pautas culturales no son conductas determinadas por los genes, a alguien, a un sujeto concreto, se le tienen que ocurrir. El inicio de toda tradición está siempre en un momento particular del tiempo y en un lugar específico del espacio. En nuestra historia de australopitecos, el origen de la costumbre de partir huesos para extraer el rico tuétano está en una joven hembra.

Luego el comportamiento en cuestión se extiende dentro del grupo por imitación (sólo podemos hablar propiamente de tradiciones en los animales sociales) y más tarde se transmite a los nacidos posteriormente, de modo que mucho tiempo después de que muriera el individuo que lo inventó, el comportamiento en cuestión se ha convertido en un hábito que sobrevivirá mientras exista el grupo. Al mismo tiempo, otros grupos de la misma especie pueden no practicarlo, pero eso va en su perjuicio. Los buenos hábitos ayudan en la competencia entre grupos que se produce inevitablemente en las especies de animales sociales.

Se conoce entre los primates un caso de invención en relación con la comida que tuvo éxito y se perpetuó. Se observó entre los macacos japoneses y sería algo así como su primera receta. En la minúscula isla de Koshima (una reserva natural de Japón) hay una comunidad de macacos que reciben en ocasiones alimentos proporcionados por humanos para ayudarles a sobrevivir. A una hembra joven de macaco se le ocurrió un día, hace casi medio siglo, lavar una patata en agua de mar para quitarle la tierra. A partir de entonces, no sólo dejaron de rechinarles los dientes a los macacos cuando comen patatas, sino que ahora éstas han adquirido un sabor salado. El ejemplo cundió y hoy lo practica la comunidad al completo; aunque todos los individuos de la generación en la que surgió el invento han muerto, la costumbre sigue viva. Seguro que los macacos que nazcan este año preferirán siempre las patatas saladas que hacía su madre.