III

El edificio de Sistemas PQ no era de los que más destacaba dentro del selecto núcleo formado en torno al cruce de Diagonal y Paseo de Gracia, en el centro de Barcelona. De entre las dos docenas de rascacielos erigidos en el expansivo corazón financiero de la ciudad a lo largo de la tercera década del siglo XXI, y que los barceloneses llamaban Nueva Montserrat, por semejar agujas dentadas atentando contra el firmamento, el de Pau Quentin no era más que el noveno en altura. Sin embargo, su torre blanca, como de marfil, lo hacía destacar del resto por su singular belleza. Héctor Pons lo había contemplado muchas veces, pero jamás habría imaginado que un día su destino estaría vinculado a él.

A aquella hora, y por encima de su cabeza, los tres niveles de tráfico aéreo estaban bastante saturados. De no ser por la distancia, tal vez habría optado por utilizar un transporte terrestre, o el tubo, el metro de alta velocidad, pero acabó prefiriendo su propio mosquito. Era tarde, y cuanto antes terminara con los prolegómenos, mejor. Zen Es-3-725.903 necesitaba una primera ayuda, aunque fuese moral más que asistencial, en la comunitaria de Castelldefels.

El turboinyector de su mosquito entró en funcionamiento al ponerlo en marcha. A continuación, muy despacio, se elevó con él hasta el nivel uno, es decir, a una altura máxima de desplazamiento de diez metros sobre la cota 0, situada a cinco metros del suelo. El nivel uno era el habitual para transportes individuales o colectivos de tipo general y privado. El nivel dos, veinte metros, estaba reservado para transportes públicos y altos cargos no oficiales. El nivel tres, más de veinte metros, era el específico de cualquier estamento oficial, personalidades, vehículos policiales, ambulancias, bomberos, etcétera. Para pasar de un nivel a otro, salvo del cero al uno, había que utilizar los puntos de adecuación viaria vertical, una especie de tubos o pasadizos invisibles, señalizados debidamente. Pese a la fuerte densidad del tráfico, especialmente en el nivel 1, los accidentes estaban prácticamente erradicados desde hacía años. Los sensores de cualquier tipo de vehículo impedían las colisiones, y los controladores, con el destino programado en la memoria de cada uno de ellos, se encargaban de utilizar las vías más rápidas, a modo de sendas invisibles en el aire.

Fue lo que hizo él: programar en la pequeña pantalla frontal del mosquito las coordenadas de la comunitaria de Castelldefels y ocuparse de pilotar el pequeño aparato sin mayor problema, siguiendo las indicaciones del ordenador. El mosquito, con su forma de huevo cerrado y los turborreactores móviles, inició el suave vuelo silencioso a través de las alturas, con el mar Mediterráneo a la izquierda. Pero, por una vez, Héctor se resistió a la fascinación que ejercía el mar sobre él y posó sus ojos en la torre PQ.

Aquella misma tarde, allí, había cambiado una historia.

Llegó a la comunitaria de Castelldefels en siete minutos, y descendió en su helipuerto tras identificarse y dar tiempo a que comprobaran sus datos. Un oficial de relaciones le recibió nada más poner pie en tierra. Al minuto, después de ser registrado y escaneado, entraba en el edificio principal y era conducido a una de las salas de contacto. No tuvo que esperar demasiado. Zen Es-3-725.903, acompañado de dos guardias con porras eléctricas, apareció a los tres minutos. Llevaba un collar de inducción termoeléctrica. Cualquier reacción extraña por su parte sería registrada por los sensores en el mismo instante de ser iniciada e inmediatamente éstos le producirían una descarga que podría llegar a paralizarle. No hacían falta esposas ni otros métodos primitivos de represión. El collar era como un archivo de los sentimientos de su portador.

Héctor Pons, de pie, le tendió la mano.

—Gracias por venir, señor Pons —dijo con alivio el detenido.

—Llámeme Héctor. Todavía...

No continuó. Los dos guardias aún seguían allí. El primero salió casi al instante. El segundo le informó rutinariamente:

—Cinco minutos. Si decide ser su abogado, comuníquelo. Confirmada su defensa, dispondrá de tiempo ilimitado.

—Gracias.

Ahora sí, se quedaron solos. Zen le demostró su nerviosismo volviendo a hablar sin esperar ni un segundo.

—Antes no he podido explicarle lo sucedido.

—Me he informado —le reveló Héctor.

—¿Sabe...?

—La policía está para algo.

—Yo no he matado a PQ.

—No estoy aquí para juzgarle, Zen, sino para decidir si voy a ser su abogado o no. Sin embargo...

—No sé qué ha sucedido, pero yo no le he matado —le detuvo el hombre vestido de amarillo—. Sé que estaba allí, y sé lo que dicen, que no había nadie más, pero yo no le he matado. Nunca he hecho daño a nadie, en toda mi vida.

—¿De cuánta vida estamos hablando?

—Doce años.

Aparentaba treinta, treinta y uno o treinta y dos a lo sumo. Pero eso también formaba parte de su adecuación social. Incluso envejecían.

—¿Fue uno de los primeros sintéticos? —se dio cuenta demasiado tarde de su «error» semántico.

—Soy un vai —le rectificó con dulce amargura el presunto homicida—. Vida Artificial Inteligente. Y del tipo 3.

—Lo siento —se excusó sinceramente Héctor.

—Bueno, así es como se nos conoce, y supongo que en el fondo es cierto: se llame como se llame, soy sintético, salvo por esas neuronas humanas de mi cerebro.

El tiempo transcurría deprisa. Cinco minutos daban tan poco de sí como los tres de la llamada videofónica.

—¿Por qué no me cuenta lo que sabe? —pidió el abogado.

—¿Lo que sé? —el rostro de Zen se ensombreció—. ¡Yo no sé nada! Estaba en mi despacho, trabajando, cuando ha entrado ese hombre, el de seguridad, y me ha dicho que no me moviera, que la policía estaba al llegar. Ni siquiera me ha contado qué sucedía.

—¿Quién le ha informado de los cargos?

—El inspector que me ha detenido.

—¿Tenía algún motivo para matar a Pau Quentin?

—¡No!

—¿Fue fabricado por Sistemas PQ?

—Sí.

—¿Como ente asociado?

—Liberado.

Pura terminología. Las máquinas ya no eran propiedad exclusiva de quien las fabricaba, pero aún existían no pocos vacíos legales en torno a ello, especialmente desde la aparición de la Vida Artificial Inteligente. La esclavitud del siglo XXI todavía no había sido totalmente erradicada.

—¿Ha trabajado en la empresa desde el primer día?

—Sí, pero no con él. He pasado por una docena de departamentos. Hace tres meses me colocó en ese puesto.

—¿El mismo Pau Quentin?

—Sí.

—¿Por algún motivo especial?

—No lo sé. A PQ no se le podía preguntar nada.

No le ocultó lo que pensaba.

—¿Se da cuenta de que lo tiene bastante mal?

—Me doy cuenta.

—Si fuera su abogado, y usted fuese culpable, le recomendaría que dijera la verdad. Podría evitarse una pena capital.

—Quiero que sea mi abogado —dijo Zen—. Y no soy culpable. Yo no le he matado. Soy inocente.

No sabía si creerle o no, aunque eso, de momento, era lo de menos.

—Nunca he llevado un caso de asesinato.

—Pero es abogado.

—Soy un buen abogado maquinista, de acuerdo. Pero esto es distinto. Usted ni siquiera es... una máquina.

—Vamos, Héctor —el detenido hizo un gesto de tristeza—. Con partes metálicas o no, para la comunidad soy una máquina. Nos llaman así desde la segunda década de este siglo. ¿Qué más da que haya sido creado en una fábrica o en un laboratorio, mediante procesos de clonización, síntesis neuronal o reproducción microcelular? El modo es lo de menos. La forma no cuenta. Sólo el fondo. Mi madre fue un secuenciador nucleico.

—Pero ¿por qué yo? El caso Grand fue muy distinto a esto.

—Me gustó lo que dijo en ese proceso. Lo seguí de cerca.

—Era mi trabajo. Y tuve suerte.

—No —dijo Zen—. Sus palabras eran sentidas. Usted creía en ellas. Y cree en ellas. Usted es abogado maquinista porque lucha por las máquinas. No se trata del trabajo, sino del corazón. Necesito que me crea, pero también que confíe en lo que soy, sin discriminaciones. Usted es honrado, y yo me fío más de una persona honrada que del mejor de los profesionales.

—Usted confía en mí, pero yo aún no sé si confiar en usted —le reveló Héctor—. Acabo de conocerlo.

—Puede abandonar el caso cuando quiera. Es una de sus prerrogativas tratándose de «máquinas» —pronunció ésta última palabra con retintín—. Si halla una sola prueba de que yo soy culpable...

—¿Se da cuenta de lo que se juega?

—Ni siquiera me he dado cuenta de que estoy aquí —se burló con amargura el preso—. Hace tres horas era una persona libre, feliz, sin problemas. Tres horas. ¿Quién es capaz de asimilar eso?

Héctor Pons pensó en la expresión que acababa de escuchar de sus labios. «Persona».

No pudo decir ni agregar nada más. La puerta se abrió en ese mismo instante y por ella apareció un oficial. Fue directo al grano.

—Se ha acabado el tiempo, señor. ¿Desea usted convertirse en el abogado defensor del preventivo 7259?

Zen Es-3-725.903 miró a Héctor Pons con toda la ansiedad del mundo en los ojos. Era la hora de la verdad.

Por alguna extraña razón, aquel vai-3 confiaba en él.

Eso tal vez fuese más, o valiese más, que el dinero que tanto necesitaba.

—Sí —aceptó siguiendo uno de sus raros impulsos—. Soy su abogado defensor.

Zen exhaló un suspiro de alivio.

—De acuerdo, señor —manifestó el oficial—. ¿Quieren acompañarme los dos para proceder a los trámites legales de representación y abono de costas para primeras diligencias?

Esa era la burocracia.

Y su garantía de cobro.

—Claro —asintió Héctor Pons.

—Gracias —dijo Zen.

Y sus manos se estrecharon por segunda vez antes de salir de allí para seguir al oficial.