XLVIII
El hombre dejó de empujar la barca y lo miró con su ojo derecho.
En él no había sorpresa. Sólo ira contenida.
—¿Cómo dice? —fingió extrañarse.
Héctor se llevó el chocolate a la boca. Mordió un pedacito. Lo saboreó.
—El chocolate —repitió—. Estaba en el estómago del cadáver, y también había restos de un envoltorio en la papelera de su sala privada. Y, para postre, en el refrigerador del estudio de su laboratorio...
—¿Ha estado en...? —se traicionó por primera vez, incapaz de contener su furia.
Héctor sostuvo su mirada.
—¿Por qué escogió a Zen?
No hubo respuesta.
—¿Pensó que era el candidato ideal?
Silencio.
—Sí, supongo que fue eso —reconoció el mismo Héctor—. Necesitaba un presunto culpable. No podía desaparecer sin más. Y tampoco era cosa de que fingiera un suicidio. ¿Quién iba a creer que uno de los hombres más poderosos de la Comunidad Europea, y del mundo, iba a matarse por mal que le fueran los negocios?
—Oiga, ¿de qué me habla? —su voz volvía a tener un tono seco—. Yo me llamo Jacobo. El señor Quentin está muerto, ¿recuerda?
—Ya basta —dijo Héctor con cara de cansancio—. Es el fin.
—No sea ridículo.
—Cometió un error.
—Pau Quentin no cometía errores.
—Todos cometemos errores —justificó Héctor—. La verdad es que dejó un rastro, como las babosas.
—¿Por qué no me cuenta la historia? —le retó el hombre.
Sonriendo. Todavía seguro y fuerte.
—¿Quiere ponerme a prueba? —Héctor se quitó las gafas de sol, las metió en la bolsa y tiró ésta sobre la playa. Sólo mantuvo la gorra y los auriculares en torno al cuello. Volvió a hablar, despacio—: Lo cierto es que ahora que todo encaja, me parece muy sencillo.
—Es usted ridículo.
—No, usted es ridículo. Y patético. Un gran hombre se mide por lo que hace, por lo que deja, por su contribución a la sociedad, por el amor que genera. En cambio a usted lo único que le ha movido siempre ha sido el orgullo, y más aún el dinero. Siempre el dinero. No tenía bastante con su leyenda de genio. Arruinado le hubiese importado muy poco ser un genio. Y el fracaso le habría escocido tanto como la ironía de verse atrapado por él. En cambio muerto, asesinado, esa leyenda se iba a perpetuar y, de paso, usted podría comenzar en otra parte, habiendo vaciado previamente las arcas de Sistemas PQ. Por eso ideó su maquiavélico plan. Quería seguir siendo rico, y prefería «morir» como genio antes que vivir como fracasado.
—Oiga, ya basta: me está haciendo perder el tiempo con sus tonterías —trató de reaccionar el hombre.
—Estamos solos, ¿por qué no me dice la verdad?
—¡Míreme la cara, estúpido! ¿Me parezco yo a Pau Quentin?
—Se ha hecho una operación de cirugía estética, eso es todo. Y por lo visto, o no le ha salido bien, o la parte izquierda de su cara necesitó un nuevo retoque. Por eso sigue aquí y así. Su ADN confirmará...
—¿Cree que voy a ir con usted a someterme a una confirmación de identidad? —forzó una sonrisa.
—Tendrá que hacerlo.
—¡No sea imbécil!
Le sorprendió. No lo esperaba. Creía que siendo más joven que él tenía una ventaja, pero no fue así. Pau Quentin se inclinó sobre la barca y, al instante, tenía un remo entre las manos. Lo izó amenazante. Héctor, sin embargo, no se movió.
—¿Va a matarme?
—Usted sí va a suicidarse, Pons.
—¿De veras cree que es tan sencillo?
—Todo lo es.
—¿Piensa que he venido hasta aquí sin dejar escrito...?
—Usted no sabía que me encontraría. No ha dejado nada escrito, no me tome por idiota. Tal vez le haya dicho a su novia que venia hasta aquí, pero eso tiene fácil arreglo —movió la cabeza de izquierda a derecha, respirando con alguna dificultad—. ¿Cómo lo supo?
—El chocolate.
—¿Sólo eso?
—Y su laboratorio. Allí podía fabricar clones, seres humanos partiendo de una simple célula, un cabello, una gota de sangre... Toda una instalación de primera, actual, al día. La prohibición es de hace años y en cambio usted seguía trabajando en ello. Hizo un clon de sí mismo, aunque va se sabe, a veces nuestro «otro yo» no sale igual que el modelo original. El suyo le salió con los gustos cambiados. Amaba el chocolate.
—Comience desde el principio —exigió Pau Quentin.
—De acuerdo —Héctor se relajó, aunque sin perder de vista el remo que sostenía su oponente—, Corríjame si me equivoco. Sistemas PQ llevaba un tiempo soportando los programas restrictivos, la anulación de proyectos armamentistas por parte de la NOTAN, la cancelación de un sinfín de planes de expansión referidos a las armas inteligentes. Demasiado para que su empresa lo aguantara estoicamente a pesar de su fortuna personal. Cuando se canceló el último proyecto, la bancarrota se hizo evidente, era una muerte anunciada. No había perspectivas a medio o largo plazo de resistir con la empresa a flote. Mat Tau fue el único que lo vio, por algo era el director administrativo. Pero vio algo más: descubrió que desaparecían las reservas, que había una fuga de dinero. No podía entender cómo era posible, ni quién era capaz de algo así si sólo usted tenía acceso a todos los sistemas. Cuando finalmente comprendió la verdad... usted no tuvo más remedio que matarle, atropellarle fingiendo un accidente. Nadie sospechó nada. Era su amigo, pero le mató. ¿O mejor decir que usted no tiene amigos?
—Mat Tau creía en los sueños. Era un utópico. Siga.
—Muerto él, ya nada le impedía seguir con su plan, porque éste había empezado en realidad hacía meses. Primero, llevarse el dinero poco a poco, a un paraíso fiscal o a cualquier cuenta secreta en alguna parte del mundo. Segundo, fabricar un clon de sí mismo, un nuevo Pau Quentin que dejar atrás llegado el momento. Tercero, buscarse un señuelo, una víctima propiciatoria: Zen. Así llegamos al día del supuesto asesinato; no, supuesto no, desde luego hubo un asesinado: su pobre doble.
—Era mi mejor creación, se lo aseguro. Lamenté tener que abrirle la cabeza.
Seguía empuñando el remo y hablaba con una seguridad feroz.
—Tuvo a su clon encerrado en la habitación del laboratorio, tal vez diciéndole que llegado el momento vería la luz, o tal vez engañándolo de cualquier otra forma. No estoy versado en clonación humana y más desde la prohibición, pero a lo mejor no era más que un niño creciendo en un cuerpo adulto.
—Hasta aquel día no había salido del laboratorio. ¿Para qué? Sólo me interesaba su cuerpo, no su mente. Fue un buen chico —sonrió Pau Quentin.
—Aquel día usted y su clon fueron a la torre, muy temprano, para que no hubiera problemas. Cada uno en un mosquito, aunque lo más seguro es que el de él estuviese unido al suyo. Conocía los movimientos de las cámaras de Control de Tráfico, así que llegaron cuando ninguna enfocaba el Edificio PQ. Además todo encajaba: de esa manera iban a encontrar dos mosquitos, el suyo y el de reserva. Dejó a su clon todo el día en su salita privada, oculto, esperando. Lo que no pudo imaginar es que él llevase chocolate en el bolsillo. Hizo que el clon comiera, volvió a su despacho y, entonces, su doble se comió también el chocolate que apareció posteriormente en su estómago. Más tarde, cuando ya sabía que no quedaba nadie en el edificio, salvo Zen, manipuló el sistema de seguridad. Sólo usted podía hacerlo. Dejó las pantallas en blanco tres minutos, y de paso borró toda pista acerca de sus manejos económicos: la fuga de dinero, la bancarrota de la empresa. Llevó a Sistemas PQ al mismo borde del caos. En tres minutos hizo el resto: sacó a su clon de la sala privada, lo sentó en su propia mesa, se puso detrás y le abrió la cabeza con el pisapapeles. Se mató un poco a sí mismo para lograr sus propósitos. Luego, regresó al helipuerto y se marchó en uno de los mosquitos. Uno con un 8 y una X en el identificador.
—¿Cómo sabe eso?
—Había calculado el movimiento de las cámaras de Control de Tráfico, pero hacerlo todo en tres minutos era muy ajustado. Sacar a su clon, sentarlo, matarlo... Se retrasó, o no consideró que unos pocos segundos fueran importantes. ¿Quién iba a sospechar? Nadie tenía por qué ir a control para buscar algo, aunque, por otro lado, todo era posible. En el supuesto caso de que Zen saliera inocente en el juicio, podía cobrar fuerza la teoría de un asesino que hubiese llegado desde el exterior. Así que cuidó también ese detalle. Ninguna cámara podía grabar la salida de un mosquito de allí a esa hora. Por eso voló desde la torre unos segundos antes de que la cámara volviera a enfocarla y antes de que el de seguridad llegase a su despacho desde la planta baja y pudiera verlo salir. Se marchó en ese intervalo. ¿Cómo lo sé? Yo vi su mosquito. Fui a Tráfico y lo vi. Estaba en el nivel del helipuerto y volaba a poca velocidad, lo que significaba que estaba iniciando la marcha. No era una prueba física, pero sí un dato más. Cuando en su casa de Sant Cugat vi que sólo había cuatro mosquitos, teniendo en cuenta su manía por las cosas impares, una campanita comenzó a tintinear en mi cabeza a pesar de que era lógico si el quinto mosquito estaba en la torre con el de reserva. Pero el quinto mosquito era el que se había quedado en la torre, el utilizado por su clon. Al ver esa X y ese 8 me dije que algo no encajaba, que un mosquito había vuelto a la casa. ¿Y quién podía regresar a la casa salvo usted mismo?
—Usted no podía saber que yo había hecho un doble de mí mismo, no sea ridículo.
—Cuando vi su laboratorio secreto y vi la clase de material que tenía en él... empecé a sospechar. Zen no cometió ningún crimen, yo le creía. Era inocente. Era absurdo que le hubiese matado estando solo en la torre, con todos los indicios en su contra. Y si Zen era inocente y nadie pudo cometer el crimen desde el interior del edificio, lo único que quedaba era el exterior. ¿Conclusión? Sólo el mismísimo PQ tenía acceso a su propio despacho desde el helipuerto de la torre, y sólo la voz de PQ abría puertas, combinaciones, sistemas y claves. Había muchos detalles sueltos, muchas direcciones apuntando a un diabólico plan que sólo pudo ser orquestado por usted mismo, salvo que se tratase de una conspiración a gran escala.
—¿Cómo entró en mi laboratorio?
—Tigre —dijo Héctor—. Utilicé una grabación suya con esa palabra como llave.
—Es usted listo —consideró Pau Quentin.
—Usted también. Sólo nos diferencia que usted es un asesino y yo creo en la ley.
—No sea ridículo.
—¿Se operó usted mismo la cara o lo hizo alguien? Porque si lo hizo alguien, le habrá matado igualmente, ¿verdad?
—Cállese.
—Una cara nueva, una vida nueva, dinero para volver a triunfar con otro nombre en algún lugar lejano, su pasado convertido en leyenda, a salvo del fracaso, una víctima propiciatoria llamada Zen, con todos los números para ser declarado culpable— Demasiado perfecto, ¿no cree?
—Yo no quería que las cosas llegaran a esto —Pau Quentin habló arrastrando las palabras—. Pero las leyes, la estupidez, los pacifistas, la incomprensión... El mundo te coloca en la cima y luego te impide seguir en ella. ¿Cree que los antimaquinistas no van a seguir luchando para impedir el desarrollo de las máquinas? ¿Piensa que ellas van a contentarse con ser ciudadanos de segunda, o con esperar que las maten los mismos que un día las crearon por necesidad o comodidad? Sólo la gente como yo mantiene el statu quo, el equilibrio. Nosotros creamos la vida, y por lo tanto, tendrían que darnos carta blanca: el poder absoluto.
—Está loco.
—¡Cállese!
—Se cree un dios.
—¡Soy un dios! —avanzó hacía él con el remo de nuevo en alto—. Un dios que va a quitarle la vida, estúpido. ¿O de veras creía que iba a poder contra mí? ¡Yo soy Pau Quentin!
—Y ha perdido —dijo Héctor retrocediendo despacio.
—No sea ridículo.
Héctor se detuvo. Levantó la mano derecha y presionó algo en la parte posterior de la gorra.
—¿Lo habéis oído todo? —pareció preguntarle al aire.
Y se oyó una voz:
—Alto y claro. Buen trabajo.
Y otra voz, ésta femenina: —Ten cuidado, por favor.
La cara de Pau Quentin se llenó de incomprensión.
Miró a Héctor sin acabar de entender.
—Tire ese remo. No complique más la situación.
—¿De dónde venía esa voz? —inquirió dudoso el magnate.
Héctor se quitó los auriculares.
—Están conectados con la central de la policía en Barcelona —dijo despacio—. Esto es un transmisor, y la voz era la del inspector Alan Romagosa. Naturalmente fui a visitarlo anoche, antes de venir aquí. Han oído todo lo que hemos hablado, y lo han grabado.
Pau Quentin se puso pálido.
—No es...
Volvió a oírse la voz masculina, ésta vez claramente identificable a través de los auriculares que Héctor sostenía en la mano.
—La policía de Ibiza ya está avisada y al llegar.
Pau Quentin perdió fuerza y el remo fue cayendo poco a poco a medida que la realidad se iba abriendo paso en su mente.
—Ha perdido, Quentin —afirmó Héctor.
—No.
—No tenía que haberse buscado a una víctima inocente.
—¡No!
PQ hizo un último intento con el remo, pero en ese instante se escuchó un zumbido en el cielo. Héctor se disponía a evitar el golpe, pero éste ya no llegó a producirse. Los dos miraron hacia arriba.
Los turbocópteros se acercaban a toda velocidad.
—No... —gimió Pau Quentin.
Y cayó al suelo, de rodillas, con el remo delante y la mirada perdida en algún lugar oculto de su propio interior.
—¿Héctor? —la voz era de Sira—. ¿Qué sucede, Héctor?
¿Estás bien?
El abogado se llevó el auricular que le diera Alan Romagosa de nuevo al cuello.
—Todo está bien, cariño —suspiró—. Se acabó. Los dos turbocópteros descendían sobre la playa.