XXVI

¿Cuál es su puesto en Sistemas PQ, señorita Mili? —preguntó el fiscal.

—Soy algo parecido a un enlace entre los distintos departamentos y despachos. Llevo correspondencia, memorandos que no pueden pasar por pantalla, preparo las reuniones...

—¿También atendía a Pau Quentin?

—Sí, en funciones diferentes a las de su secretario, claro.

—¿Qué recuerda usted del día 21 de diciembre pasado?

—Nada —Alma Mili se encogió de hombros—. Fue un día como otro cualquiera. Le he dado muchas vueltas a la cabeza, buscando algo, pero... no pasó nada especial.

—¿Fue usted la última persona que vio con vida al señor Quentin y habló con él, aparte de su asesino y del guardia de seguridad?

La mujer posó sus ojos en Zen.

—Supongo —dijo—. A las cuatro en punto de la tarde le pregunté si me necesitaba, porque tenía que hacer algunas compras y quería irme puntualmente, y me dijo que no, que podía irme; así que lo hice.

—¿Vio al guardia de seguridad, cuando abandonó el edificio?

—El control de los sistemas de seguridad está en un cubículo aparte, aunque en la misma entrada. No veo nunca a Tomás..., al señor Ainoza, pero esa tarde entré para desearle un feliz cumpleaños a su hija.

—¿Hablaron de algo especial?

—Le dije que tenía que irse pronto, que de lo contrario su pequeña se disgustaría, y me recordó que mientras Pau Quentin siguiese allí, él también tenía que estar en su puesto, lo mismo que su secretario.

—¿Vio las pantallas de la torre?

—Sí, me fijé en ellas porque al decirme esto las señaló.

—¿No había nadie más?

—No, ya no.

—Eso es todo, señorita Mili. Gracias.

Tamara Companys tuvo suficiente con mirar a Héctor para que éste se pusiera en pie con el fin de interrogar al testigo de la acusación. Había quedado probado que Zen y PQ estaban solos allá arriba. Más que probado. Héctor examinó a Alma Mili más de cerca. Veinticinco o veintiséis años, cabello negro, rostro ajustado al milímetro mediante cirugía correctora. Podía considerársela una mujer de belleza comedida, elegante, segura.

—Señorita Mili, ¿le sirvió usted la comida a Pau Quentin ese día?

—Sí. A las dos y veinticinco.

—¿Qué le pidió?

—Sopa de marisco, un filete a la plancha medianamente pasado y un yogur natural enriquecido, además de agua.

—¿Es parte de su cometido?

—Sí.

—¿Por qué no se ocupaba de eso su secretario?

—No lo sé. Supongo que tendría cosas más importantes que hacer.

—¿Qué hizo usted al pedirle todo esto?

—Lo usual. Bajé al restaurante que tenemos en la primera planta, lo encargué, lo subí y se lo pasé.

—¿No le subió, además, chocolate?

—No.

—¿Está segura?

—Más que segura, y no sólo por mí misma, sino por él.

—Explíquese.

—Pau Quentin odiaba el chocolate.

—Pau Quentin odiaba el chocolate —Héctor repitió la respuesta de Alma Mili abarcando a los nueve miembros del jurado con la mirada.

En la mesa de la fiscalía Isaías H. Lorca examinó unas notas con el ceño fruncido.

—¿Cuántas veces habló con el señor Quentin ese día, señorita Mili?

—Media docena.

—¿Y con su secretario?

—Dos.

—¿Notó algo raro en Zen Es-3-725.903?

—No.

Se ahorró otra posible pregunta merecedora de una protesta por parte de Lorca. No quería ser advertido por tercera vez en una sola sesión.