XXXVIII
Tamara Companys estaba sentada en un impresionante módulo de color oscuro, detrás de un escritorio de caoba con más de ciento cincuenta años de antigüedad. Se lo tomó con cierta calma: respiró primero y luego los miró a los dos. Empezó con Isaías H. Lorca.
—No le he invitado a usted, señor Lorca —dijo sin rodeos—, pero puesto que está aquí, y esto le afecta, le permito quedarse... callado —cambió la dirección de su mirada y centró sus ojos en Héctor—. ¿Y bien?
Héctor esperaba una bronca, no aquello.
—¿Y bien? ¿Qué pretende? —repitió la juez.
—Ya se lo he dicho, señoría —Héctor habló despacio—. Debido a la premura con la que ha llegado este caso a juicio, aún no he podido llevar a cabo todas mis investigaciones, pero hay suficientes pruebas circunstanciales que demuestran...
La palabra «circunstanciales» hizo que Lorca abriera la boca. Tamara Companys se la cerró con una simple mirada.
—Señor Pons —masculló con desgana la juez—, es usted letrado y conoce bien las leyes, de lo contrario no estaría aquí. ¿Me habla de «pruebas circunstanciales»? ¿Lo dice usted en serio?
—Sí, señoría.
—¿Puede detallármelas?
—En primer lugar: Mat Tau, director administrativo de Sistemas PQ. Murió atropellado, un accidente según Tráfico, pero el coche se dio a la fuga y, de acuerdo con los testigos presenciales, se abalanzó sobre la víctima de una forma sospechosa. Amigos de Tau afirman que en aquellos días estaba asustado, tenía miedo, y hablaba de la difícil situación de la empresa: bancarrota por un lado y desaparición de dinero por el otro.
—¿Qué sabe de ese accidente, señor Lorca?
—Que fue un accidente, señoría. El señor Tau era amigo personal del señor Quentin. Nada indujo a sospechar...
—Dos semanas después, muere Pau Quentin —metió baza Héctor—. Y se acusa a un pobre diablo del que se supone que es tan tonto como para matarle y quedarse ahí al lado, sin nadie más, para que todo el mundo le señale como culpable.
—¿Y el odio de Zen a...?
—¡Vamos, Isaías! —gritó Héctor—. ¡Eso no es ningún móvil!
—¿Quieren callarse los dos? —ordenó con las mandíbulas apretadas la juez—. ¿O es que también van a ponerse insolentes aquí?
Se callaron.
—Señor Pons —volvió a la carga Tamara Companys—, lamento decirle que mi paciencia ha llegado a su límite. Lo único que sigo viendo yo es una cortina de humo, salvo que me traiga pruebas fehacientes de lo que dice.
—Alguien salió del helipuerto de la torre escasos segundos después de que se cometiera el asesinato, señoría.
—¿Tiene pruebas? —dijo esta última palabra como sí pesara como una losa.
Aquellos malditos cinco segundos. Un mosquito que parecía... O tal vez no.
Sólo tenía una X, y un 3, o un 8.
—Aún no —reconoció.
—Entonces no tiene nada, y no voy a tolerar que me haga perder el tiempo, ni que se lo haga perder al jurado o a los contribuyentes que les pagan —fue terminante ella—. Si tenía pensado presentar a uno, cinco o veinte testigos que abundaran en la línea de defensa que persigue, olvídelos. Ni uno más. ¿Enciende? Ni uno más, salvo que existan pruebas de lo que dice o afecten directamente al caso —los señaló a los dos con su dedo índice—. Espero escuchar sus conclusiones finales mañana, para que el jurado, sí es pertinente y alcanzan un veredicto antes, pueda irse a su casa y descansar el fin de semana. ¿Me han entendido?
—Sí, señoría —fue rápido Isaías H. Lorca.
Héctor no dijo nada.
—¿Señor Pons? —le presionó Tamara Companys.
¿Qué podía hacer o decir? No era justo. La maquinaria legal le empujaba, le arrollaba, pero no le permitía demostrar nada, ni le daba tiempo.
Ya no tenía tiempo.
—Señoría, solicito permiso para entrar en la casa de Pau Quentin.
—La registramos a conciencia —aseguró Lorca.
—Me gustaría verla, por favor.
—¿Qué espera encontrar?
—No lo se, señoría —fue sincero—, Pero necesito buscar esas pruebas que me pide.
—¿Señor fiscal? —preguntó la juez.
—Ningún problema. La fiscalía colaborará gustosa con...
Tamara Companys no se molestó en atender a la verborrea de Lorca.
—Tendrá su permiso al acabar la sesión, letrado —le informó antes de ponerse en pie y preguntar secamente—: ¿Y ahora, creen que podemos volver a la sala y comportarnos dignamente, sin gritos y ciñéndonos al caso, o van a provocarme un dolor de cabeza que desde luego será mínimo comparado con el que les provocaré yo si me alteran más?