V

El habitáculo del presunto asesino de Pau Quentin era un simple módulo asistencial ubicado en un enorme edificio de apartamentos del viejo Barrio Olímpico. Mientras subía por el ascensor exterior, contempló las playas desiertas. No hacía frío, la temperatura era agradable, pero a pesar de ello no dejaba de ser diciembre y la neblina impedía el avance de los rayos solares. Ni siquiera había bañistas con trajes de baño térmicos. Las aguas del Mediterráneo, tras una década de regeneración intensa, volvían a presentar el color y la imagen de tiempo atrás. De mucho tiempo atrás. Hasta se veían peces.

Una esperanza.

Se detuvo en la puerta del habitáculo y tecleó la clave que le había proporcionado el mismo Zen al finalizar su primera entrevista como abogado y cliente. La puerta se abrió de inmediato. Debía llevarle un poco de ropa interior, aunque en el fondo ésa era la excusa. Lo que en realidad deseaba era echar un vistazo al apartamento de su defendido. Se aprendía mucho del modo de vida de las personas, humanas, maquinales o sintéticas.

Aunque no esperaba encontrar demasiado.

Zen Es-3-725.903 vivía de forma sencilla, sin alardes ni lujos. Su habitáculo era un espacio único, rectangular, que contenía una cama plegable, dos módulos, una mesa, una pequeña cocina funcional, el baño, estantes con escasos adornos y poco más. El sistema primario de asistencia consistía en un ordenador central, un panel comunitario y un equipo reproductor. Conectó el ordenador con un único fin: examinar el registro de música, películas bi o tridimensionales y obras de teatro contratadas en el último mes. En lo relativo a la música, no parecía tener preferencias claras. Había desde clásica, Bach, Mahler y Stravinsky, hasta dub y ginsey, las últimas tendencias. Nada de teatro. El cine era más bien antiguo, pantalla plana, bidimensional, de la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI. Algunas joyas clásicas y, preferentemente, proyecciones románticas.

Zen era un sentimental.

Dejó el registro y se concentró en otros detalles. Sólo había una fotografía, holográfica, encima de un mueble con otros adornos. Pertenecía a una mujer, joven, hermosa, que sonreía abiertamente. Ningún nombre, ningún sonido. Era extraño. Todo el mundo tenía fotografías con sonido. Los adornos no tenían ningún fin aparente más que el de llenar un espacio, no el de evocar un recuerdo. Un pisapapeles que cuando lo movían diseminaba una cortina de nieve sobre un niño con los brazos abiertos, unas flores de madera, una copa de cristal tallado...

¿Se podían tener muchas cosas con sólo doce años de vida, aun tratándose de un adulto con aspecto de treintañero?

Se preguntó qué sentía un vai-3.

Un sintético fabricado con neuronas humanas, casi, casi, con una conciencia y un alma verdaderas.

Un ser vivo capaz, incluso, de reproducirse a sí mismo.

Miró el holograma de la mujer. Probablemente fuese otra «máquina», como Zen. Eso le hizo estremecer.

Una parte del mundo seguía corriendo desbocada hacia el progreso constante, buscando el más allá de los avances científicos en todas las materias, mientras otra parte ponía freno a cualquier descubrimiento. Una parte desafiaba los viejos órdenes, la naturaleza, llegando cada vez más lejos, mientras los legisladores inventaban términos con los que definir las metas alcanzadas. El horizonte crecía y además se insistía en abrirle puertas. ¿Dónde terminaba la razón y dónde comenzaba la lógica?

Y, a pesar de todo, era fascinante.

Héctor se obligó a dejar sus pensamientos de lado. Muchas veces, demasiadas, se ensimismaba en los lugares más insospechados. Y se perdía en sus fantasías. Un presunto asesino le esperaba en la cárcel. En el habitáculo de Zen no iba a encontrar nada. Los sintéticos no tenían pasado.

Sólo presente y futuro.

Se equivocó.

Lo más interesante además de la fotografía apareció de pronto, en una mesita adosada a la pared que había frente al panel comunitario. Zen había estado escribiendo un poema, a mano. Un poema de nostálgico amor.

Me pregunto quién soy

Me pregunto quién eres

Me pregunto qué somos

Me pregunto adonde vamos

Sólo sé de dónde venimos

Venimos de la oscuridad y buscamos la luz

Me pregunto si podremos encontrarla

Esto es una prueba para los dos

Sólo pedimos un poco de felicidad

No es demasiado, ¿verdad?

¿0 precisamente lo es todo?

Hay un millón de emociones en mis manos

pero sólo una sensación en mi espíritu

Un millón de posibilidades y esperanzas

pero sólo un camino me lleva a ti

Necesito un minuto para tocarte

una eternidad para tenerte

Besar la esquina del tiempo por el que te alejas

Necesito llegar a saber mi horizonte

mientras conozco tu presencia

o tu ausencia, llena de mí

Si estoy en tu pensamiento

la próxima vez llena mi esencia

Me pregunto por qué me pregunto tanto

Me pregunto si tú tienes las respuestas

Me pregunto si tú tienes tantas preguntas

Me pregunto si podremos olvidarnos de las preguntas

Y ser únicamente lo que somos

Esa pequeña inocencia llamada amor

Mayra...

Mayra debía de ser la mujer del holograma.

Así que Héctor estaba enamorado. Como cualquiera.

Suspiró con un dejo de extraña incomodidad y buscó lo que había ido a recoger. La ropa se hallaba en un armario empotrado, y ni siquiera había mucha. Cogió tres mudas, calcetines, dos pantalones y dos camisas, además de unas zapatillas de presurización. El uniforme amarillo de la comunitaria de Castelldefels sólo valía para el interior de la cárcel, y salvo éste, Zen no tenía más ropa que la seria que llevaba el día anterior, es decir, un traje de lo más convencional, como correspondía a su puesto ejecutivo en un empresa.

Lo puso todo en una bolsa y salió de allí un minuto después. Dudaba entre llamar a sus vecinos, por si podían hablarle de él, o marcharse. Y optó por esto último.

¿Desde cuándo y en plena Era Moderna, los vecinos de un bloque de apartamentos se conocían entre sí?