VI

Zen Es-3-725.903 tenía mucho peor aspecto que la noche anterior. Parecía aplastado por la realidad de su problema tanto o más que por haber pasado su primera noche encerrado. Los de «afuera» no tienen ni idea de lo que es estar «dentro». Por muchas nuevas leyes de derechos humanos que se dictaran, era muy duro ver el mundo a través de la pared transparente de una celda y con un collar de inducción termoeléctrica en el cuello. Ver sin tocar. Ser una máquina, un sintético, no le impedía padecer cansancio, sueño, miedo... Héctor ni siquiera supo cómo darle un aliento de ánimo.

—¿Cómo está? —fue su primera pregunta estúpida.

—Asustado —reconoció Zen.

—Antes de que empecemos, ¿quiere decirme algo que no me haya dicho ayer?

—¿Como qué?

Había sido su segunda pregunta estúpida.

—Aún no me cree, ¿verdad? —sonrió agotado Zen.

—Soy su abogado.

—Y me defenderá sea o no culpable, lo sé. Pero si supiera lo importante que sería para mí que me creyera.

—¿Se da cuenta de que todo está en su contra?

—¡Yo no le maté! ¡Me importan muy poco las pruebas! ¡No lo hice! ¡No lo hice!

El primer androide que había logrado sintetizar una mentira había sido un robot creado en los laboratorios Alton, de Ohio, en el año 2014. Se llamaba Presty. Desde entonces cuando una máquina mentía se decía que hacía una «presti-nada».

Héctor trató de buscar una intuición, una respuesta, algo que le confirmara que Zen decía la verdad.

Pero lo único que pudo hacer fue sostener la mirada crispada de su defendido.

—Cuéntemelo todo desde el comienzo —le pidió buscando recuperar la calma.

—No hay mucho más de lo que le conté ayer —manifestó Zen—. Estaba trabajando, ni siquiera sabía que PQ y yo éramos los únicos que quedábamos en la planta y en el maldito edificio.

—¿Por qué seguía trabajando a esas horas?

—He de quedarme hasta que se vaya PQ. Son mis normas laborales. Para algo soy... era su secretario personal.

—¿Cómo era su trato con Pau Quentin?

—Él era Dios, y yo una más de sus creaciones.

—Eso suena a odio.

—Pues no lo es, ni mucho menos. Sólo se trata de una realidad. Llámelo pragmatismo.

—¿PQ era un déspota?

—Oiga, ese hombre creó un imperio de la nada, se hizo a sí mismo. Sistemas PQ es una de las principales empresas de la Comunidad Europea. Partiendo de cero, sus avances en el desarrollo y la programación de vida artificial revolucionaron el mundo. Era un genio, y los genios no son ni buenos ni malos, ni déspotas ni amables: son genios. Para ellos no existe nada salvo su egocentrismo.

—¿Qué sentía por él exactamente?

—Admiración, respeto, temor... Hay muchas formas de expresarlo.

—¿Y el resto del personal?

—Tendrá que preguntárselo a ellos.

—¿Tenía amigos en la empresa?

—¿Tiene usted muchos amigos sintéticos?

—Es el primero que conozco.

—No, no tenía amigos —reconoció Zen.

—¿Fama de solitario?

—Sí —admitió.

—¿Por qué?

—La cuestión de la Vida Artificial Inteligente aún no se ha resuelto, Héctor. Los humanos tienen hijos de doce años, no amigos adultos de esa misma edad. Todavía les cuesta asimilar eso.

—Pero usted es prácticamente humano en lo relativo a sentimientos, emociones...

—Soy humano salvo por esto —se tocó la piel de su brazo—. Puedo amar, tener relaciones íntimas, tener hijos por medio de fertilización espermatozoidal... Pero nací en un laboratorio, mediante un complejo sistema de activación neuronal. Se lo dije ayer: mi madre fue un secuenciador nucleico. Usted ya lo sabe.

—¿Quién es ella?

—¿Ella? —Zen frunció el ceño.

—La mujer de la imagen holográfica.

Su rostro pasó de la incomprensión a la tensión. Apretó las mandíbulas formando dos pliegues a ambos lados de la cara.

—Nadie —dijo.

—Me acaba de pedir que le crea —recordó Héctor.

Zen suspiró. Se mordió el labio inferior en una clara muestra de sentirse acorralado.

—Sólo me tiene a mí, y lo sabe —hizo hincapié el abogado—. O confía y me convierte en su confesor, o es mejor que se busque a otro.

—Se llama Mayra —cedió Zen.

Se alegró de no habérselo dicho él. No quería hablarle del poema que había encontrado sobre la mesita.

—¿Es su novia?

—Lo era.

—¿Cuándo?

—Hace una semana.

—¿Es sintética?

—No, humana.

Lo dijo con dureza y sostuvo su mirada, casi con desafío.

—Las relaciones mixtas no están prohibidas, pero...

—Nos enamoramos —Zen se encogió de hombros con naturalidad.

—¿Lo sabían?

—Lo sabíamos, y lo intentamos, pero no ha podido ser. Ésa es la cosa —reveló el detenido.

—¿Quién...?

—¿Qué importa eso? Fuimos los dos. Ahora todo se terminó.

Mentía. Aquel poema no era el de un fin, sino el de una esperanza, un lamento, un amor de los que dejan huella. Zen se había enamorado por primera vez en su vida.

Con la fuerza de un adolescente pero en su madurez.

Y estaba herido.

No quiso seguir por allí. No todavía. Aún no hacía ni veinticuatro horas su interlocutor era un ente libre. Necesitaba ganarse su confianza, y tratar de creerle, como le pedía él. Estaban empezando, los dos, y aunque aquel sería un juicio rápido, por la vía de apremio dada la seguridad con la que la ley iba a formalizar la acusación de asesinato, dispondrían del tiempo suficiente para entenderse, y hablar, y...

—Quiero que me cuente todo lo que recuerde de ayer por la tarde, paso a paso, con detalle, sin olvidar un suspiro —volvió al punto crucial de su interrogatorio Héctor Pons—. Y no me diga que no sucedió nada, porque le haré la misma pregunta cien, mil veces, hasta que me odie si es necesario, ¿de acuerdo?