XXXVI
Llamó a Alan Romagosa en primer lugar.
—¡Chico! ¿Cómo lo llevas?
—¿No ves el panel comunitario?
—Bueno, yo no hago caso de lo que dicen los petimetres de las noticias.
—Mañana comienza mi turno de defensa.
—Entonces, ¡suerte!
—Necesito que me hagas un favor —pidió Héctor.
—Vale, ¿de qué se trata?
—La policía se llevó algunas cosas del despacho de PQ.
—Bueno, todo lo que pudiera aportar alguna prueba, ya sabes.
—¿Algo que no se haya dicho?
—¡Cielos, no! —fue terminante Alan Romagosa.
—¿Qué había en la papelera de la salita privada de PQ?
—¿En la...? —el policía se tragó su sorpresa—. Aguarda —tecleó en su ordenador privado—. Veamos... un papel arrugado con un número anotado arriba y que se comprobó sin ningún resultado, el estuche de un microchip vacío, la envoltura de una tableta pequeña de chocolate...
—¿Chocolate?
—Sí, chocolate. Marca «Fort».
Héctor se quedó mudo.
—¿Pasa algo? —quiso saber Alan Romagosa—. ¿Dónde estás?
—Gracias, Alan —se despidió él—. Tengo que aterrizar.
—¡Espera!
No lo hizo. Descendió sobre el helipuerto del Control de Tráfico. Antes de bajar del mosquito, realizó la segunda llamada.
—¿Sira?
—Ya lo tengo —ella fue directa al grano—. El día de su muerte PQ, llegó a su despacho a las siete y cincuenta y cinco minutos de la mañana. Una hora y cinco minutos antes del horario de apertura de Sistemas PQ.
—¿Estás segura?
—He visto la película grabada por los de seguridad. A las siete y cincuenta y cinco se abre la puerta de su despacho, o sea, la que comunica con su sala privada. Supongamos que su mosquito aterrizó en la torre un par de minutos antes y ya está.
—¿Qué tendría que hacer una hora antes de que llegara todo el mundo, y más él, que no aparecía nunca antes de...?
No era una pregunta, sino más bien una observación en voz alta. Sira no respondió.
—De acuerdo —reaccionó Héctor—. Te veré por la noche.
—¿Dónde estás?
—En Control de Tráfico de superficie. Voy a ver a Bruno.
—Después me lo cuentas. Te quiero.
Cortaron la comunicación telefónica al unísono. Él descendió del mosquito y le dijo a un encargado que estaría menos de una hora y que iba a ver a Bruno Ferrer. Tuvo que identificarse, pasar el control y colocarse su chip de acceso. Después subió a la planta catorce del edificio. Su amigo ya le esperaba. Se palmearon la espalda y mantuvieron la clásica conversación trivial tras un año sin verse. Finalmente llegó la hora de la verdad.
—¿Estás aquí por algo relativo al caso Quentin? —se interesó Ferrer.
—La verdad es que sí —se excusó Héctor con una sonrisa.
—¿Qué puede hacer Control de Tráfico por ti?
—¿Todavía utilizáis cámaras de acción circular, autónomas?
—Sí. Las tenemos situadas en puntos estratégicos y giran sobre sí mismas enfocadas sobre los tres niveles de desplazamientos aéreos de superficie. Los controladores las observan. Si pasa algo concreto, el controlador encargado de esa cámara determinada amplía la imagen y, según el percance del hecho, informa a la policía, al departamento de bomberos, o a quien sea. No suelen producirse accidentes en los cambios de niveles, ya lo sabes.
—¿Qué cámara enfoca el Edificio PQ?
—En los rascacielos del centro siempre hay una enfocada a la base y otra a la parte más alta, donde suele haber helipuertos privados. Las que enfocan el Edificio PQ están en el Edificio Catalunya. La 72-F cubre la base y la 5 7-A la parte de arriba.
—Esa es la que me interesa.
—¿Qué día en concreto?
—El día que mataron a Pau Quentin.
Bruno Ferrer emitió un silbido.
—¿Qué esperas encontrar?
—No lo sé. ¿Cuánto tarda una cámara en dar una vuelta autónoma de 360 grados?
—Tres minutos.
¿Era una casualidad?
En Sistemas PQ las pantallas habían permanecido apagadas durante tres minutos y cinco segundos.
—No crees que esto haya sido un simple asesinato por motivos personales o maquinales, ¿verdad? —le comentó Bruno Ferrer.
—No —reconoció Héctor—. Lo malo es que no sé cómo probar la inocencia de mi cliente. Las conspiraciones son difíciles de demostrar.
Habían llegado al Centro Neurálgico. Su amigo se había puesto en marcha nada más mencionarle él lo de las cámaras. El lugar se parecía a un enorme almacén con un gigantesco sistema de cámaras y varias terminales operativas. Bruno Ferrer se aproximó a la más cercana, ocupó un sitio frente al panel e invitó a Héctor a que hiciese lo mismo. Abrió una línea de acceso al archivo y, manualmente, solicitó los registros grabados del día en cuestión.
—¿Qué hora? —le preguntó a Héctor.
—En primer lugar, de las siete cincuenta a las ocho de la mañana.
—Hecho —asintió Ferrer.
En la pantalla central se vio una imagen de los rascacielos del centro de Barcelona. El Edificio PQ no salía en ella. La cámara se desplazaba hacia la derecha, barriendo las cumbres de las altas edificaciones. Se veía poca actividad en el nivel 3.
—¿Quieres que avance más rápido?
—No, déjame ver el movimiento que hay.
Algunos mosquitos, pero muy escasos. No era una hora habitual para quienes se desplazaban por el nivel 3.
—Ahí tienes la torre PQ —señaló su amigo.
Miró la hora. Las siete y cincuenta y dos minutos y medio.
—¡Maldita sea! —gruñó.
La torre estaba desierta, y también el helipuerto. La cámara la rebasó e inició un nuevo giro de 360 grados.
Ya no volvió a aparecer hasta las siete y cincuenta y cinco y medio.
Seguía desierta.
En aquellos tres minutos en los que la cámara no la enfocaba directamente, había llegado Pau Quentin con su mosquito.
—¿Podemos ver ahora desde las diecisiete horas hasta las diecisiete y diez?
Bruno Ferrer no dijo nada, sólo tecleó la orden en la pantalla.
Volvió a verse la imagen de los rascacielos enfocados desde el Edificio Catalunya. La actividad aérea de superficie era mayor que a primera hora de la mañana, pero tampoco podía considerarse muy densa. A las diecisiete horas y un minuto apareció la torre, y después, a las diecisiete y cuatro minutos, a las diecisiete y siete minutos y, finalmente, a las diecisiete y diez minutos. En ninguno de esos barridos había pasado nada. Ningún mosquito había aterrizado o despegado de la torre.
—Si alguien lo hizo, tuvo que marcharse después de las diecisiete y ocho minutos con veinticinco segundos, que fue cuando volvió la imagen al sistema de seguridad de PQ-comentó Héctor en voz alta.
—¿Piensas que el asesino de Pau Quentin llegó por el helipuerto de la torre?
—Sí. Dicen que el sistema sólo reconocía la voz de Quentin, pero alguien tuvo que llegar por el exterior, entrar, matarle y volver a salir.
—¿Y si ese alguien llegó mucho antes de las diecisiete horas?
—Tendría que ver la grabación de todo el día —suspiró Héctor.
—Ningún problema. Lo paso a cámara rápida, y lo programo para que cada vez que enfoque al Edificio PQ se desacelere.
—Gracias, Bruno —asintió Héctor.
Una hora después, el resultado era el mismo. Nada.
—Oye —dijo Ferrer—. Cualquiera sabe que nuestras cámaras giran cada tres minutos, así que...
—¿Crees que mi asesino pudo aparecer justo cuando no enfocabais la torre?
—Sería lo más lógico si, como parece, es un tipo listo.
—¿Por qué no tenéis cámaras fijas?
—Imposible. Harían falta demasiadas, y demasiados ojos.
Desde que existen sensores que evitan accidentes de transportes aéreos...
—Déjame mirar otra vez la parte final —suspiró Héctor, agotado.
Pasó la película del período transcurrido entre las diecisiete horas y siete minutos y las diecisiete y diez minutos. El sistema de seguridad de PQ se había recuperado a las diecisiete horas, ocho minutos y veinticinco segundos...
—Espera... —se puso tenso—, mira ese mosquito.
Había un mosquito en el nivel 3, a la altura del Edificio PQ, en dirección opuesta al mismo. Y la pantalla señalizaba las diecisiete horas nueve minutos y cincuenta y cinco segundos. Un minuto y treinta segundos más desde la recuperación del sistema de seguridad de PQ.
La torre y su helipuerto aparecieron casi a continuación. Cinco segundos después.
—¿Crees que ese mosquito pudo haber salido de la torre? —le preguntó a su amigo.
Éste hizo unos cálculos.
—Sí, puede ser —fue rápido—. No hay nada que lo pruebe, pero la velocidad del mosquito es todavía pequeña, como si acabara de despegar, y por la horizontal... Aunque también podría venir del Edificio Atlanta, o del Mercury, que están más lejos.
—¿Tan despacio?
Se miraron sin decir nada.
—¿Puedes ampliar la pantalla para ver el número? —pidió Héctor.
Contuvo la respiración. No era una prueba. Había esperado obtener una filmación de alguien saliendo de la torre o del edificio a esa hora. Pero si el asesino sabía cuándo y cómo enfocaban las cámaras, habría tratado de no estar ahí justo en ese instante. Aunque, por otra parte, no podía esfumarse en el aire. Y debía escapar antes de que llegara el guardia de seguridad de Sistemas PQ.
—Lo siento —lamentó Ferrer—. Lo único visible es eso. La imagen ampliada del mosquito permitía ver una X y algo parecido a un 3 delante, aunque también podía ser la mitad de un 8. El reflejo del sol impedía distinguir la persona que iba dentro.
—Si ése es tu asesino, esto no te servirá de mucho —comentó Bruno Ferrer.
Héctor no dijo nada. Trataba de encajar aquella pieza en el rompecabezas y, por encima de todo, intentaba idear un camino para plantear al tribunal sus sospechas.
Eso contando con que Tamara Companys se lo permitiese.