10
El reconocimiento no fue un camino de una sola dirección.
Fue mutuo.
Caminaba con paso firme, resuelto, pero se detuvo al ver que él se quedaba paralizado, asombrado. Hubiera rehuido su mirada de no ser porque el fogonazo resultó inmediato.
Se quedó quieta, a un metro.
Abrió los ojos, y la boca.
—¡Usted!
—Hola, Patro —la saludó casi como en un rezo.
—Dios mío… —Su estupor no hubiera sido menor en el caso de ver a un verdadero fantasma—. Le creía…
—Ya ves. —Con ambos brazos caídos, le mostró sus palmas abiertas.
—¡Oh, Señor!
No lo esperaba. Cualquier cosa menos aquello. Patro se le echó encima y lo abrazó con todas sus fuerzas. Eso le desconcertó. Hacía tantos años que no le había tocado nadie que aquel golpe, su sinceridad, su alegría, la generosidad de la energía desparramada sobre él le conmocionaron. Pudo sentir el jadeo de la joven, su respiración agitada, el calor de su cuerpo pegado al suyo. Ni siquiera supo qué hacer, si corresponderla o no. Levantó las manos, pero se quedó a unos centímetros de la espalda de Patro.
Muchas veces, en el Valle de los Caídos, la había recordado.
Lo último verdaderamente hermoso que sus ojos vieron antes de hundirse en aquel largo túnel.
Una presencia turbadora en su recuerdo.
Aquél día, después de salvarle la vida y hacerle comprender que si no se lo contaba todo moriría, la dejó en su casa, en el cruce de Gerona con Valencia, con sus dos hermanas, María y Raquel. Le dijo adiós y por la mañana fue a por Pascual Cortacans.
Su último disparo.
La última víctima de su guerra.
—Le creía muerto… ¡Le creía muerto…!
—Mala hierba nunca muere. —Continuó inmóvil, atrapado por el sentimiento de aquel abrazo.
—Tantas veces he pensado en usted…
—Sólo nos vimos aquel día. Bueno, y cuando saliste corriendo de aquella mercería.
Patro Quintana se separó por fin. Tenía los ojos brillantes, casi al borde de las lágrimas; quizás lo que sentía no tenía la suficiente intensidad o quizás las retuvo para no estropear su cuidado maquillaje. De cerca sus rasgos todavía resultaban más puros. Si a los dieciocho años era una joven turbadora, ahora se había convertido en una mujer completa, femenina y excitante. Lo más probable fuera que sin el maquillaje incluso resultase más guapa y pareciese más joven.
—Estás increíble —asintió él.
—Gracias —dijo ella y bajó la cabeza ante el cumplido.
Y algo más.
De repente la escena se hizo diáfana.
Patro Quintana se disponía a entrar en el Parador del Hidalgo. Él salía del bar. Un primer rubor puso color en las mejillas de la aparecida. No hacía falta preguntarle mucho más. Tan hermosa, tan cuidada, tan bien vestida… Con dieciocho años participaba en las orgías y los juegos eróticos de los ricos de Barcelona, por sus hermanas e impulsada por el hambre y la necesidad. Con veintisiete… el mismo hambre, la misma necesidad, el mismo camino aprovechando su único don: su belleza.
—¿Sale de ahí? —le preguntó extrañada de que lo hiciera solo.
—No es lo que crees.
Pareció no entenderle. Todavía se hallaba bajo los efectos del shock. Le miraba con el mismo asombro y perplejidad, sin el menor atisbo de incomodidad o inquietud por su parte. La vida confería en ocasiones visos de naturalidad a lo que en otras circunstancias hubiera resultado desagradable.
Miquel Mascarell aprovechó lo inesperado de aquella oportunidad.
—¿Podemos hablar un momento en alguna parte?
—¡Oh, claro que sí! ¡Me encantaría! ¡Ya le he dicho que he pensado mucho en usted a lo largo de estos años!
—¿En serio?
—¡Me salvó la vida! Y cuando supe que el señor Cortacans había aparecido muerto…
—Ven. —La tomó por el brazo para apartarla de las proximidades del Parador del Hidalgo.
Patro se dejó llevar sin ofrecer resistencia, mirándole una y otra vez sin dejar de asombrarse por su aparición. Los tacones de sus zapatos repiquetearon sobre las baldosas del paseo de Gracia. Un par de hombres se volvieron para verla mejor. Vestía un liviano traje chaqueta de color amarillo pálido, blusa blanca, sin apenas escote, y se adornaba con un collar de falsas perlas y dos pendientes a juego. Llevaba un bolso no muy grande colgado del brazo. Era un poco más alta que él y su porte la convertía aún más en una mujer plena. Miquel no quiso sentarse en el banco desde el cual había estado espiando el bar. Caminó paseo de Gracia abajo y escogió el siguiente, con su correspondiente farola por encima. El frescor de la celosía blanca le inyectó una nueva vitalidad.
Quedaron con sus cuerpos ligeramente inclinados, para situarse casi de cara el uno con el otro.
Las últimas miradas de reconocimiento y aceptación.
—Cuánto tiempo, ¿verdad? —musitó ella.
Intentó no sentirse turbado. Lo intentó. Tenía sesenta y tres años, experiencia, y ella seguía siendo una joven.
—¿Por qué no volvió?
—No lo sé.
—Sí lo sabe.
—Tal vez.
—Aquél día me dejó en mi casa y me dijo «vendré a verte para decirte cómo acaba esto». Pero no regresó.
—¿Lo recuerdas?
—¡Claro que lo recuerdo! ¡Estaba muerta de miedo! ¡Aquél hombre…!
—Me diste un beso en la mejilla.
Patro se acercó a él y le dio otro. En el mismo lugar.
—Gracias.
—¿Qué pasó? —recuperó su ansiedad.
—Al día siguiente entraron ellos. —Hizo un gesto ambiguo, como si todavía estuviesen allí, en su paseo triunfal—. Los malditos rebeldes…
—¡Chis! —Patro deslizó una mirada temerosa a su alrededor—. ¿Está loco? No los llame así. Son los nacionales.
—Pues entraron los nacionales y ya no pude volver —continuó él con un deje de resignación.
—Lo entiendo.
—Mi esposa murió a los pocos días y a mí me detuvieron y me enviaron al Valle de los Caídos después de conmutarme la pena de muerte que me impusieron.
Patro se mordió el labio inferior.
—Estoy bien, ya ves —quiso tranquilizarla.
—¿Cuándo salió?
—Hace unos días. Como quien dice, acabo de aterrizar en Barcelona.
—¿En serio?
—Sí, ¿por qué?
—Es el destino —lo proclamó con determinación.
—¿Tú crees en el destino?
—Sí. Todo sucede por algo.
La misma inocencia. Todavía. Quizás para ella la vida fuese un juego. Que la utilizaran como juguete sexual siendo una adolescente; que Ernest Niubó la hiciera su amante, para protegerla y amarla en exclusiva; que ahora vendiese su cuerpo por diez pesetas…
Naufragó en el océano de sus ojos limpios.
—¿Y tus hermanas?
—Raquel murió en el 42, la pobrecilla. —Se le nubló el semblante—. Fue una tuberculosis fulminante, pero agravada por el hambre y las condiciones en que vivíamos. María ya tiene veinte años y se casó hace unos meses.
Las recordó a las dos, en la puerta de su casa, solas, cuando él buscaba a Patro para dar con el asesino de su amiga.
—¿Dónde vives?
—En el mismo sitio, ¿dónde quiere que viva? —De alguna forma enlazó con los pensamientos de él porque también retrocedió al 39 manteniendo la misma seriedad que al hablar de su hermana Raquel—. ¿Puedo preguntarle algo?
—Adelante.
—¿A Merche la mató…?
—Pascual Cortacans.
—¿Y usted…? —De nuevo se quedó sin terminar la frase.
Miquel Mascarell no le respondió.
No era necesario.
—Entiendo.
—Olvídate de aquello.
—Lo he intentado, pero no es fácil. Nunca había pensado en la muerte hasta que pasó eso. —Volvió a mirarle con intensidad—. ¿Y Jaime Cortacans?
—Se suicidó. Dejó una nota escrita explicándolo. No quiso ver todo esto —abarcó Barcelona con una mirada pesarosa.
—Es muy duro, señor Mascarell —reconoció Patro.
—Lo sé.
—Yo…
—No tienes por qué decirme nada.
—Le juro que intenté…
—Patro… —Le cogió una mano y se la presionó.
De nuevo contuvo sus lágrimas. Miró en dirección al Parador del Hidalgo.
—Mi madre decía que la belleza es un don, un regalo, pero que también puede ser una maldición.
—Depende de cómo se emplee.
—Nadie da trabajo a una chica guapa. Todos quieren lo mismo. Para acostarse con el encargado por un plato de lentejas, mejor hacerlo por algo más.
—No quiero oírlo.
—Pero le he defraudado.
—Nos conocimos en circunstancias excepcionales, y siguen siéndolo. ¿Cómo vas a defraudarme? En estos tiempos todo es un lujo, y la supervivencia una necesidad. He hecho cosas que jamás imaginé que haría, tragándome todo mi orgullo.
—Usted no puede hacer nada malo.
—No se trata de hacer cosas malas, sino de uno mismo. Levantar el brazo con el saludo fascista, gritar arriba esto o viva lo otro…
—Pero es lo que hay.
—Cierto, es lo que hay. —Esbozó una sonrisa apacible.
—He pensado tantas y tantas veces en el hecho de que me salvara la vida…
La mano de Patro era muy suave, largos dedos, uñas pintadas, una pura caricia. Dejó de retenerla. Lo que no pudo hacer fue olvidar su aroma, la delicadeza del perfume o la colonia que usara. Era lo más fragante que había llegado a su pituitaria en muchos años, porque el olor del Valle era el del sudor.
—Te estoy haciendo perder el tiempo. —Se echó para atrás decidido a marcharse cuanto antes.
—No —fue categórica ella—. Puedo ir si quiero o tomarme la noche libre. Nadie me dice lo que he de hacer.
Libre.
Patro Quintana era libre.
Una extraña libertad, y aún más extraña la forma de entenderla.
Recordó el motivo de que estuvieran allí sentados y sacó la fotografía del bolsillo de su chaqueta.
Un disparo al azar.
—¿La conoces?
Casi lo esperaba todo menos la rápida respuesta de Patro, y su naturalidad al decirle:
—Sí, es Celia, ¿por qué?