35

Merceditas seguía igual de guapa y peripuesta, bien vestida y maquillada con exuberancia. Una secretaria para todo. Y más. Conociendo al Chinchilla era lo justo. Al verle aparecer le reconoció, y después de su visita del primer día, la sonrisa que afloró en su rostro fue contagiosa.

Mucho.

—Buenos días.

—Buenos días, Merceditas. ¿Está?

—Sí, sí señor. ¿Quiere que le avise?

—Si me haces el favor…

Se levantó de su trono y condujo su generoso cuerpo hacia los dominios de su jefe. En esta ocasión la espera no fue tan larga. Reapareció al minuto con la misma sonrisa, el mismo contoneo y la misma sensación de flotar más allá del bien y del mal.

—Pase, pase usted —lo invitó.

No hizo falta que le acompañara. La revista que leía parecía la misma de la primera vez. En «Vinos Mateo. Exportación e importación», los del almacén trabajaban a fondo. Los de dirección era cosa de otro cantar. Miquel Mascarell entró en el despacho de Jerónimo Mateo.

Llevaba un traje distinto, prueba de bienestar. El resto, como en el caso de Merceditas, lo mismo: cabello engominado, el bigote rotundo, su renovado sello de distinción y calidad… La sonrisa también fue de primera.

—¡Inspector! ¿Otra vez por aquí? ¡No me diga que ha aceptado mi oferta de trabajo!

—Todavía no, Jerónimo. —Estrechó la mano que le ofrecía el ex delincuente—. Mi visita tiene que ver con lo mismo del otro día.

—¿Gomis y Solana?

—Sí.

—Vaya por Dios. Parece que le ha dado fuerte con ésos, ¿eh?

O el Chinchilla no leía los periódicos, o la noticia todavía no había saltado a los medios informativos.

Dedujo que se trataba de esto último.

Los hechos habían sucedido tarde, y la policía, entre identificar los cadáveres y reservarse unas horas el secreto de sumario para poder moverse con las manos libres, lo más lógico era que hubiera mantenido la boca cerrada.

Eso le daba unas pocas horas más.

—Tendré que empezar a cobrarle la información. —Se echó a reír sin muchas ganas.

—Puedo pagarte en especies.

—¿Ah, sí? —Le indicó la silla, para que se sentara, mientras él hacía lo mismo en su butaca tras la mesa—. Veamos de qué especies se trata.

—Tú dices que la información lo es todo.

—Exacto.

—Pues traigo información. Cómo la uses es cosa tuya, aunque seguro que le sacas un beneficio.

—Hay que ver cómo es, inspector. —Mantuvo su sonrisa congelada.

—A cambio quiero un nombre.

—Un nombre —repitió Jerónimo Mateo.

—Es mi única pista, sí.

—Veamos. —Finalmente se puso serio—. ¿Qué tiene para mí?

—Anoche mataron a Ricardo Solana y Álvaro Gomis en el piso de la amante del primero. Y también a ella, una tal Genoveva Clará.

Un puñetazo no le habría dejado más KO.

—¿En serio?

—Totalmente.

—¿Cómo lo sabe?

—Yo estuve allí.

—Sopla, inspector —dijo mientras soltaba una bocanada de aire.

—No vi quién lo hizo, pero sí sé que pretendían colgarme el muerto. Es decir, los muertos.

—¿Acaba de llegar y ya se la tienen jurada?

—Es posible.

—Usted hizo mucho antes de la guerra.

Sostuvo su mirada. El Chinchilla parecía meditar la información, digerirla, buscarle salidas.

—Es un pozo de sorpresas —comentó por decir algo.

—Según tú, Solana y Gomis eran poderosos.

—Y tanto. Mucho. Aunque no veo en qué puedo beneficiarme yo, como dice usted. Se trata de dos industriales del textil. No tienen nada que ver con mi ramo. Y la noticia no tardará mucho en salir a la luz. Puede que la policía la reserve un día, dos como mucho, pero me apuesto lo que quiera a que en la prensa de la tarde ya salta la bomba.

—¿Alguna idea?

—¿De quién lo hizo? —Abrió los ojos—. No, ninguna, aunque todo apunta en una dirección.

—¿Cuál?

—Patricia Amorós.

—¿Por qué ella?

—Si es algo pasional, sólo queda ella. Es más: va a ser la dueña de los dos negocios, el de su marido por ser su esposa y el de su cuñado por haber estado casado con su hermana y no quedar otra familia, creo. ¿Qué se apuesta? Si dice que también se cargaron a la querida de Ricardo Solana…

—¿Y si no fue un crimen pasional?

—Entonces pudo ser cualquiera. Ésos dos, cada cual por su lado, estaban metidos en muchos negocios, claros y oscuros, ya se lo dije. Menudo par de lobos.

—No, no pudo ser cualquiera —Miquel Mascarell habló despacio, observando a Jerónimo Mateo de hito en hito—. En un caso así, siempre hay alguien destacado, en el número uno. Es lo que he venido a buscar aquí.

—No entiendo…

—Sí entiendes —asintió él—. ¿Quién se beneficia de la muerte de Gomis y Solana?

El Chinchilla abrió la boca.

Alzó las cejas.

Mantuvo la boca cerrada.

—Jerónimo…

—No.

—Sí.

—Pero esto sería…

—¿Quién?

—¡No lo sé!

—Demasiado tarde —recuperó su tono más policial—. Lo sabes, y te recomiendo que no me provoques, ¿de acuerdo? Quizás ya no sea nadie, pero no me tientes. Alguien me metió en esto como cabeza de turco y no me queda tiempo. Han querido cargarme los muertos, y eso significa que el plan estaba muy bien tramado, nada de improvisaciones.

—¿Un plan?

—Alguien descubrió lo que tramaba Ricardo Solana y decidió revertirlo en su provecho. Mató a Celia Arteta sin que pareciera un asesinato, me sacó del Valle y me puso en marcha con una nota y un dinero. Todo muy apropiado. Hábil y limpio. Retorcido pero perfecto.

—Alguien que le conocía bien y sabía que usted se metería en el lío.

—Sí, Jerónimo.

—Coño —exhaló.

—¿Quién se beneficia de la muerte de Gomis y Solana? —se lo repitió.

El Chinchilla bajó los ojos.

Miró el teléfono negro situado a un lado de la mesa.

—¿Sabe lo que vale eso? —calculó.

—Me aseguraste que te hice un favor metiéndote en la cárcel.

—Era por hablar, hombre, aunque no le guardo rencor. Palabra. Lo de trabajar aquí continúa en pie. Y le regalé un buen vino.

—Que por cierto me bebí con dos amigas —asintió—. El nombre.

—Pero si usted ya no es policía…

Se hartó del juego. Metió la mano en el bolsillo y sacó la pistola. Cuando apuntó con ella a Jerónimo Mateo éste bizqueó del susto. Se le demacró tanto la cara que los dos lados de su bigote cayeron hacia abajo. El efecto fue demoledor.

—El nombre —lo repitió.

—No tiene por qué hacer eso. Y tampoco va a dispararme, ¿verdad?

—Cuando uno está acorralado suele hacer cosas raras.

—Vamos, usted era un tipo legal.

—Me he pasado ocho años y medio en el infierno. Y no quiero volver a él. «Viva Franco» y «Arriba España». Estoy hasta los huevos, Jerónimo. Hasta los huevos. Sólo quiero que me dejen en paz, ¿entiendes? Alguien pretende devolverme a ese infierno, o llevarme directamente al cielo pasando por el paredón. Y no. No trago. Ya no me queda nada, y cuando a uno no le queda nada… actúa. Dame ese nombre y me voy por donde he venido. Si la noticia sale esta noche, dispones de unas horas para ver lo que sacas. Por mí…

Se rindió.

Lo supo cuando le vio soltar todo el aire retenido en los pulmones, olvidándose de la pistola que le apuntaba.

—Rodrigo Casamajor.

—¿Cómo… has dicho?

Y se lo repitió.

—Rodrigo Casamajor. ¿Le conoce?