11
Miquel Mascarell contó hasta tres.
—¿Celia?
—Celia Arteta. No es que fuéramos amigas pero…
—¿Por qué dices «fuéramos»?
—Porque murió.
El segundo golpe.
—¿Cuándo?
—Hace unos días, el 7 de julio, creo.
—¿Cómo murió?
—Se cayó al metro.
—¿Se cayó?
—Eso dijeron los periódicos.
—La gente no suele caerse al metro, más bien se tira.
—Pues Celia no tenía motivos para tirarse. Era una chica animada, siempre feliz y contenta. Oiga… —Le observó de hito en hito—. ¿Vuelve a ser policía?
—No.
—¿Entonces…?
—Creía que nadie sabía que estaba en Barcelona, y sin embargo alguien me envió una nota con esa foto, el nombre del Parador del Hidalgo, dinero y una pregunta.
—¿Qué pregunta?
—Si quería volver a sentirme policía.
—Pues está claro que alguien sabe que está aquí.
—Eso parece.
—Y, o bien quiere darle una oportunidad de trabajar, o bien se está aprovechando de su situación.
—Lo mismo pienso, aunque con reticencias.
—¿Está en su casa?
—No, en una pensión de las Ramblas.
—¿Y le enviaron la nota a la pensión?
—Al día siguiente de llegar.
—Eso sí es extraño —se envaró Patro—. Aunque gracias a eso nos hemos reencontrado.
—¿Te alegras?
—¡Claro! ¡Ya se lo he dicho! Hay personas que nos marcan la vida en un abrir y cerrar de ojos. Usted fue la última persona buena y decente que he conocido.
—Pues gracias.
La que le puso una mano sobre las suyas ahora fue ella.
—No tiene a nadie, ¿verdad?
—No —reconoció buscando algo de entereza ante la ternura de aquella mirada.
—Está más delgado, y parece mayor.
—Soy mayor. —Esbozó una sonrisa cómplice—. Y más teniendo en cuenta que ya lo era entonces.
—No diga eso. —Le atravesó con sus enormes ojos.
—Háblame de tu amiga Celia.
—Ya le he dicho que no éramos amigas. —Retiró sus manos despacio—. Sólo conocidas. Hablamos alguna vez y nada más.
—¿De qué?
—Las chicas solemos intercambiar información, sobre todo si nos encontramos con problemas: hombres agresivos, que huelen mal o que beben, que quieren servicios extraños… Nos avisamos unas a otras cuando alguien no es conveniente.
—¿Cuándo fue la última vez que la viste?
—No lo recuerdo, pero fue hace dos o tres meses, quizás cuatro. Un buen día dejó de venir por aquí.
—¿Sabes por qué?
—Todas sueñan con que un señor de dinero las retire. Todas. No hay un solo caballero de la burguesía catalana sin una querida cómodamente instalada en un pisito. Es una señal de identidad, una muestra de bienestar. Incluso refleja una posición social —le puso cierto énfasis a sus palabras—. Por desgracia nosotras somos muchas y ellos pocos.
—O sea que aparentemente Celia encontró al suyo.
—Sí, eso parece. Al menos es lo que me da por pensar.
—¿Sabes quién era?
—No. Una no va por ahí pregonando su suerte, no sea que otra intente algo.
—He estado preguntando en el Parador, enseñando la fotografía de Celia —apuntó en dirección al local—, pero nadie ha querido hablar conmigo. El camarero y una chica me han dicho que no la conocían. Me he convertido en un tipo sospechoso y por eso me he ido.
—¿Qué esperaba? Sigue teniendo pinta de policía.
—¿Ah, sí?
—La forma de moverse, de preguntar… Creo que sí. Con otra ropa… ¿Es suya?
—No, me la dieron al ponerme en libertad.
—Ya.
—Mañana me compraré un traje, palabra.
—Mejor. —Repitió la luz de su sonrisa antes de volver a ponerse seria—. ¿De veras piensa que hay algo oscuro en la muerte de Celia?
—Alguien cree que sí.
—Así que va a husmear en lo que le sucedió.
—Siento curiosidad, y no tengo nada mejor que hacer. No quiero quedarme en la pensión torturándome, ni pasarme el día paseando por una Barcelona que todavía no sé si quiero o si ella me quiere a mí.
—Vamos, no diga eso. Es nuestra ciudad. Dentro de cien años seguirá estando aquí y nosotros, ellos, usted, yo, ya no.
—¿De dónde sacas el optimismo?
—No soy optimista —musitó con determinación—. Pero es lo que pienso.
Quimeta solía decir que las cosas, la misma vida, eran sencillas, y que quienes la complicaban eran las personas.
Patro lo simplificaba todo aún más.
—¿Puedes ayudarme?
—Sí —fue rotunda—. La mejor amiga de Celia era una tal Marga. Marga Creixell. Podemos buscarla.
—¿Estará hoy ahí? —Volvió a apuntar al Parador del Hidalgo.
—No lo sé. También va mucho al Café Navarra. Hace un par o tres de días que no la veo. Podemos probar.
—¿Sabes dónde vive?
—No.
—Si vuelvo a entrar en el Parador…
—Lo haré yo, tranquilo. —Se puso en pie, resuelta—. Usted espéreme aquí.
—Bien.
—¿Qué hago si está?
—Nada. Vuelve y me lo dices.
—Perfecto.
Era rápida, o tal vez él ya tuviera los reflejos ralentizados. Tomó el bolso, que había dejado a su lado, y la vio marcharse de allí, caminar decidida de regreso al Parador del Hidalgo. Sus tacones volvieron a parecer tambores de guerra. Ellos y el influjo de su presencia evanescente atravesando la calle y la tarde. El primer hombre que se giró para mirarla se quedó embobado, paralizado en la acera. Otros dos se detuvieron y comentaron algo entre sí, asintiendo con la cabeza. Un tercero le lanzó un piropo que pareció resbalar por su cuerpo sin hacerle el menor efecto. Era alta y la distancia aumentaba su tamaño hasta agigantarlo. Cuando desapareció en el interior del bar fue como si se apagara una luz.
Los hombres volvieron a moverse.
Miquel Mascarell pensó en las diez pesetas que costaba tenerla.
Y sintió una náusea.
Hasta los sueños tenían precio.
Se pasó una mano por los ojos e intentó apartar de sí mismo el alud de ideas, pensamientos, controversias y gritos interiores que le sacudían. Pero no servía de nada engañarse, mentirse. ¿Cuántas veces en aquellos años había evocado a Patro desnuda en aquel balcón o desmayada en el suelo después de que el esbirro de Cortacans quisiera matarla? Ahora el destino, eso en lo que ella creía, volvía a reunirles.
Cosa singular el destino.
Juguetón.
Macabramente juguetón.
Ernest Niubó había muerto entonces por enamorarse de Patro, por querer protegerla y darle una vida. Pagó su propio precio. Ocho años y medio después, Patro parecía seguir buscando a su nuevo Niubó. Y mientras, perdía la vida, la juventud, los sueños y las esperanzas.
Diez pesetas.
Podía estar con ella cien veces con las mil de aquel maldito sobre.
Podía.
Dejó de atormentarse cuando la vio reaparecer. Patro desanduvo lo andado y volvió a sembrar su paso de cadáveres masculinos rendidos a su imagen. Verla caminar de cara, con el rostro hermético, serio, producto de años de resistencia a las miradas ajenas, fue una conmoción. Aislada en medio de la calle. Al llegar junto a él, sin embargo, cambió y sonrió de nuevo con timidez. Se sentó a su lado con los ojos abiertos. Disfrutaba del momento y de la situación.
—No está —anunció—. He preguntado y nadie sabe nada de si vendrá hoy o no. Así que se me ha ocurrido que vayamos al Navarra, ¿le parece? Ya le he dicho que va mucho por allí y además está aquí mismo.
—¿No te importa?
—¡No! —fue terminante—. ¡No sabe lo feliz que me ha hecho saberle vivo! ¡Lo considero un regalo y un día de suerte!
—Te pagaré tu tiempo…
Se dio cuenta de la estupidez, del error, cuando ya había pronunciado las primeras cuatro palabras. Se detuvo pero no antes de que Patro cubriera su rostro de una ceniza oscura que se lo ensombreció por completo. La muchacha apretó las mandíbulas. Los sesgos endurecidos aparecieron a ambos lados de su cara. Lo peor sin embargo fueron los ojos, que dejaron de brillar y dar luz, víctimas de un súbito apagón anímico.
—Perdona… —intentó excusarse—. Patro, lo siento…
—No importa.
—Sí, sí importa y lo sabes.
Ella bajó la cabeza. Su voz, apenas un susurro, surgió de algún lugar muy íntimo, oculto en su interior.
—Soy yo la que se lo debe todo. Usted me hizo un regalo en unos días en los que nadie regalaba nada.
—Cumplía con mi deber.
—No es verdad. Debió de ser el último policía de Barcelona que se mantuvo fiel a sí mismo. —Levantó de nuevo la cabeza para mirarle fijamente—. Usted es una buena persona, honrada y justa. Lo supe entonces y lo sé ahora que tengo más experiencia.
—¿Cómo se puede ser honrado en estos tiempos?
—¿Buscando a una desconocida sin saber por qué?
Sí, tenía más experiencia. Toda la del mundo pese a la inocencia que seguía emanando de sus ojos, todavía no endurecidos del todo, y de su voz, capaz de transmitir las emociones de alguien al límite de la contaminación, pero aún libre de su pesada carga.
—¿Vamos?
—Vamos. —Fue la primera en levantarse.