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La señora Rosa estaba leyendo La Vanguardia. Le dejó la llave al lado, pero no pudo eludir su cháchara después de darle los buenos días. La mujer cerró el periódico y le mostró la portada. Era del día anterior.

—En todas partes cuecen habas —afirmó.

La guerra civil en Grecia ocupaba más de la mitad de dicha portada, con tres fotografías muy dispares. Una de un desfile de las tropas regulares, con sus curiosos uniformes con faldas, otra del ejército, ya con traje de campaña, dirigiéndose al frente para luchar contra las brigadas internacionales y los guerrilleros, y una tercera, la más grande, con un pie significativo: «Comunistas arrestados en El Pireo por la policía. En camiones son trasladados a los muelles, para embarcarlos con destino a las pequeñas islas de las costas, hasta esperar los juicios que los han de sentenciar».

La última frase era harto precisa: «… los juicios que los han de sentenciar».

Nada de juzgar.

Directamente sentenciados.

—¿Le interesa la política? —le preguntó a la dueña de la pensión.

—De algo hay que hablar, ¿no? Si sólo lo hacemos de lo mal que estamos aquí…

Las otras dos instantáneas, en la parte inferior de la portada, mostraban la actualidad de la India y la del Vaticano. En esta última el Papa contemplaba una cámara de televisión.

El último gran invento. Había oído hablar de él.

Franco era capaz de ponerles una cámara a todos los españoles para espiarles.

—Eso de tener algo así como el cine en casa… Asusta, ¿verdad? Suena diabólico —le comentó la señora Rosa—. No sé a dónde iremos a parar con tanto progreso. Aunque de aquí a que estas cosas lleguen a España…

—Todo llega antes o después, lo bueno y lo malo, y el orden depende de las circunstancias y del lado que esté uno.

—Pues yo, si aún estoy viva, preferiré la radio. Una puede ir haciendo cosas mientras la oye, que lo otro… Si hay que estar sentada como un pasmarote, ya me dirá quién va a trabajar.

Iba a dejarla de una vez cuando ambos oyeron el contoneo armónico de unos zapatos bajando la escalera. La aparición de la mujer de la habitación número 7 impidió la despedida. Vestía con la misma dignidad ajada del día anterior, ropas a la moda de una década antes, o más, quizás de la primera mitad de los años treinta. El maquillaje era excesivo, los ojos marcados, los labios de nuevo muy rojos. La recién llegada hizo lo mismo que él, dejar la llave en el mostrador, dar los buenos días, recibirlos, y, con más fortuna, alcanzar la calle para doblar a mano derecha, en dirección a las Ramblas.

Miquel Mascarell y la señora Rosa guardaron tres segundos de silencio.

—Se llama Gloria Miserachs —le informó de pronto ella.

—Tuvo que ser una gran dama.

—¡Oh, sí! —asintió con énfasis—. Por lo que sé, enviudó dos veces, atesoró una fortuna, y luego, con la guerra, lo perdió todo… o casi. Fue amante de alguien muy gordo y se salvó por los pelos.

—¿Por qué dice que lo perdió todo… o casi?

—Creo que salvó algunas joyas y luego las vendió o las empeñó, no estoy segura. A mí me paga puntualmente y es todo lo que me interesa. Mientras sus ahorros le permitan sobrevivir… Es una mujer discreta y poco habladora, no se mete en problemas. Pero es muy solitaria. Suele pasarse horas en el café que está frente a nuestra calle, en las Ramblas. También va mucho al cine. Una vez me dio a zurcir unas medias y le aseguro que eran de lo mejorcito que he visto. Suaves a más no poder.

No quería seguir conociendo los secretos íntimos de nadie. Y se figuró que por la misma regla de tres, a su vecina podía contarle los suyos.

—He de irme.

—Hace un día precioso.

Salió al exterior y caminó por la calle Hospital hasta las Ramblas. Gloria Miserachs se estaba sentando en la misma mesa del día anterior. Ésta vez sus ojos no se encontraron, así que continuó su marcha buscando a derecha e izquierda lo que más le interesaba en ese momento.

Lo encontró en la calle Canuda.

Un barbero.

Salió quince minutos después, afeitado y con un buen corte de pelo. Se sintió mucho mejor. Tantas veces había añorado algo así, simple y sencillo, que poder llevarlo a cabo se le antojó un placer único. Cruzó las Ramblas y se metió en la sastrería Modelo. Su aparición fue saludada por un empleado circunspecto que le miró de arriba abajo, sin duda desaprobando su maltrecha vestimenta.

—Necesito un traje —fue directo y conciso.

La cara le cambió al momento.

—¡Oh, desde luego, señor! A medida, por supuesto.

—Me temo que no puedo esperar. Lo necesito con urgencia, ya ve —dijo, y se señaló a sí mismo.

—Entiendo, sí. —El hombre le escrutó con ojo crítico.

Un traje a medida podía costarle entre cuatrocientas y seiscientas pesetas. No estaba tan loco. Y cuando acabase el verano necesitaría mucho más que eso: uno para el invierno, y un abrigo, para no morirse de frío.

—¿Tiene idea de lo que pueda gustarle en cuanto a textura, calidad…? —le preguntó el empleado.

—El gusto se lo dejo a usted —fue aún más directo—. El presupuesto sí es mío y ronda las doscientas pesetas.

Salió a los diez minutos llevando ya puesto su traje nuevo, sencillo, con el viejo envuelto bajo el brazo. Le costó doscientas veinticinco pesetas. La camisa aparte. Lo último, unos zapatos cómodos, para caminar, los consiguió en la Puerta del Ángel. Cuando regresó a la pensión para dejar todo lo viejo, la señora Rosa se quedó con la boca abierta.

—¡Huy, Dios mío, si parece usted un marqués!

—Déjelo en conde.

—Le veo de buen humor.

—No sabe lo que hace un afeitado y un corte de pelo, amén de una apariencia más razonable. Creo que olía a presidiario.

—No tanto. Pero sí, así está muy bien.

Subió a su habitación para dejar los paquetes con el traje viejo, la camisa y los zapatos. Los calcetines seguían siendo aprovechables, y desde luego nadie iba a reparar en ellos. Había prescindido de una corbata por el calor. Ya no era el inspector Mascarell. Era Miquel Mascarell, el civil.

Indultado y sin trabajo.

Le quedaban casi setecientas pesetas de las mil llovidas del cielo, amén de la miseria que le habían dado al ponerle en libertad.

Mantuvo las quinientas en su escondite de la maleta y volvió a salir de la habitación llevándose el resto. Pasara lo que pasase, sería suficiente.

En el momento de salir al pasillo, con más ánimo de lo habitual, se tropezó por segunda vez en el día con su vecina.

En esta oportunidad casi chocó con ella.

—¡Oh, lo siento, perdone! —se excusó de inmediato aunque sólo había sido un roce.

—No tiene importancia. Está oscuro.

—Quería saludarla de todas formas y… bueno, quizás pedirle perdón.

Su vecina no ocultó su sorpresa.

—¿Por qué?

—Usted duerme en la habitación contigua, y creo que a veces ronco. Si la molesto…

—Hasta ahora no ha sido así. —Su voz mantenía aquel tono grave, digno—. De todas formas yo suelo dormir con tapones en los oídos, señor…

—Miquel Mascarell. —Le tendió la mano y le estrechó la suya haciendo un leve gesto con la cabeza, de arriba abajo.

Supo que ella lo había apreciado.

—Gloria Miserachs, aunque imagino que ya lo sabe. Le he visto hablando con la señora Rosa.

—Me temo que sí.

—Le habrá contado cosas.

Se encogió de hombros sin comprometerse a nada.

—Es una chismosa —reconoció la mujer—, pero también una buena persona, de confianza. No viviría aquí si no lo fuera.

—A mí también me lo parece.

—¿Se quedará mucho tiempo? —Estudió su traje, miró sus zapatos.

—Soy de Barcelona. He vuelto después de muchos años.

—Entiendo —asintió—. Yo ni siquiera sé si he vuelto o es que jamás me fui, aunque eso implicaría haber vivido dos vidas. —Volvió a estudiar su aspecto, ahora el corte de pelo, el perfecto afeitado—. Sé que fue policía.

—Inspector.

—Quizás conociera a Arturo Molins, mi primer marido, o a Enrique Mora, mi segundo esposo.

—Me temo que no.

—Lástima —arrió velas revestida de su constante dignidad.

—Nos veremos por aquí, imagino.

—Claro.

—Si ronco… dígamelo, ¿de acuerdo?

—Lo haré, descuide.

—Ha sido un placer.

—Gracias, lo mismo digo.

Gloria Miserachs introdujo la llave en la cerradura de su puerta. Miquel Mascarell comenzó a bajar la escalera.

Ésta vez consiguió dejar la llave sobre el mostrador antes de que la señora Rosa emergiera de las profundidades del otro lado de la cortina de lágrimas.