30
Llegó a casa de Genoveva Clará a las siete menos cinco minutos y se quedó contemplando el edificio desde la acera opuesta con un vago presentimiento en el alma. O mejor llamarlo inquietud. Cualquier idea que tuviera tropezaba con un muro de incomprensión. Nada encajaba con aquella cita acordada anónimamente y mediante el nuevo, endulzado y, tal vez, venenoso caramelo de las segundas mil pesetas. El mesón en el que había comido el día anterior quedaba a su derecha. Primero pensó en meterse en él y tomarse su tiempo. Después cambió de idea. Quien le hubiera citado no tenía por qué llegar más tarde, sino antes.
Y la única persona que conocía aquel piso, porque por algo lo pagaba de su bolsillo, era Ricardo Solana.
¿O no?
Permaneció inmóvil en la acera un par de minutos más.
Nada en las alturas.
—Andando —suspiró cuando se puso en marcha.
Cruzó la calzada y enfiló la entrada de la casa. El cubículo de la portera estaba vacío. Bajo la marquesina vio una nota escrita a mano, con letra irregular. El texto decía:
«HE TENIDO QUE SALIR POR UN MANDADO URGENTE».
El único testigo posible, casualmente, no se encontraba allí.
Se lo tomó con mucha calma. Seis pisos eran seis pisos. Superó el entresuelo, el principal, el primero, descansó a mitad de ascensión y luego hizo aún más despacio los tres restantes. Cuando se detuvo frente a la segunda puerta del cuarto piso, el sexto en realidad, jadeaba pero sin sentirse agobiado. Acompasó su respiración. En la escalera no había luz, únicamente una difusa claridad que provenía de los ventanales abiertos entre los rellanos y que daban a un patio interior pobremente ventilado. Debido a la penumbra estuvo a punto de llamar al timbre.
Entonces se dio cuenta del detalle.
La puerta estaba entreabierta.
Un dedo, un par de centímetros, suficiente.
No le gustó.
Una docena de voces surgieron en su mente. La suya propia, la de Quimeta, incluso la de Nicanor Buendía.
¿Qué hacía Nicanor Buendía en su cabeza en un momento como aquél?
Las voces se hicieron turbulentas.
«¡Vete!». «¡No eres policía, vas desarmado!». «¿No reconoces una trampa, estúpido?». «¡Lárgate ya, no entres, ni se te ocurra!». «¡Vete, vete, vete!».
Puso una mano en la madera de la puerta y la empujó con suavidad.
—¿Oiga?
La respuesta fue el silencio.
—¡La puerta está abierta!
Nada.
«¡Vete, vete, vete!».
Dio un paso y se encontró en el recibidor. Por el pasillo percibió el brillo apagado de una bombilla. No cerró la puerta. No era el tipo más ágil del mundo, pero siempre sería mejor dejarla abierta y así poder salir zumbando escaleras abajo en caso de peligro. Con otros dos pasos, alerta, en tensión, llegó al comienzo del pasillo.
La luz provenía de la cocina.
—¡Genoveva!
Se aventuró del todo, igualmente en vilo, pero decidido a no irse sin, al menos, una respuesta.
La cocina…
El cadáver de la amante de Ricardo Solana estaba en ella, boca arriba, completamente desnudo, con las piernas abiertas y los brazos extendidos, de cara a él. Tenía todavía los ojos abiertos. Sus bellos ojos almendrados de gata. Tres si se contaba el botón rojo de la parte baja de la frente.
Apenas si había sangrado.
No era el primer cuerpo desnudo que veía en un depósito o en la escena de un crimen. Pero sí el más hermoso que recordaba. Incluso muerta, Genoveva Clará era exquisita. Sin maquillaje aún parecía más joven, una niña con cuerpo de mujer espectacular. El pecho enhiesto, la cintura breve, los muslos duros y perfectamente torneados, el sexo suave. Además de los ojos o las piernas, tenía entreabiertos los labios, generosos como si esperasen un beso húmedo en la hora de la despedida. El cabello rojizo formaba una aureola alrededor de la cabeza. Una llamarada.
La contemplación no duró más allá de unos segundos.
«¡Vete, vete, vete!».
Era suficiente para dar media vuelta.
Y no la dio.
Se inclinó sobre el cadáver. Le tocó un pie. El calor corporal se mantenía, pero no tanto como para pensar que acabasen de asesinarla. La tibieza le indicó que llevaba un rato muerta. No mucho. El suficiente…
¿Para qué?
¿El asesino había huido dejando la puerta abierta para hacer las cosas más fáciles?
¿Más fáciles… a quién?
Continuó por el pasillo. No en dirección a la puerta, sino hacia el fondo, internándose por el interior del piso, directo a la sala comedor donde había hablado con Genoveva durante su breve visita. Una puerta a su derecha le permitió ver una hermosa habitación con una cama de matrimonio perfectamente hecha. La luz diurna se hizo más presente al acercarse al término de su trayecto, como si la tarde se desparramase con generosidad enmarcando cada detalle del lugar.
Detalles como los muebles caídos, el fonógrafo roto, la cortina arrancada o los cuerpos sin vida de Ricardo Solana y Álvaro Gomis.
Miquel Mascarell se detuvo bajo el marco de la entrada de la sala.
El más cercano era Gomis. Le miraba fijamente desde el vacío de sus ojos. Estaba caído en el suelo, pero la cabeza se le había quedado apoyada en el respaldo de una butaca, así que eso se la mantenía levantada. Su rostro denotaba la estupefacción con la que había recibido la muerte. Estupefacción e incredulidad.
Su balazo era visible en el pecho, a la altura del corazón.
El más lejano era Solana, frente al balcón que daba a la calle, caído de lado, con los dos brazos extendidos en la misma dirección. Era el que más había sangrado, porque la mancha se extendía por debajo de su cadáver y formaba una laguna de color rojo pardo.
Sólo tocó a Álvaro Gomis, para comprobar algo.
Estaba caliente.
Mucho más caliente que Genoveva Clará.
Así que a ella la mataron primero, y luego el responsable esperó a los otros dos.
«¡Vete, vete, vete!».
Ahora sí.
Zumbando.
Con alas en los pies.
La trampa estaba allí, perfectamente montada. Los muertos y el pardillo, el inocente, el estúpido.
Él.
Quiso dar media vuelta y no pudo. Quiso impulsar sus piernas y no tuvo tiempo. Quiso reaccionar como policía avezado al murmullo percibido de forma apenas perceptible a su espalda y fracasó.
Aun así, se movió.
Gracias a ello el golpe no le alcanzó de lleno.
Sólo de lado, aunque en la cabeza.
El mundo se oscureció de pronto, como si el sol se hubiese ido al otro confín del universo.