19

El tranvía le dejó relativamente cerca de la fábrica de Álvaro Gomis. Habría apostado que toda la industria textil catalana se encontraba en Sabadell y Tarrasa, pero por lo visto no era así, aunque quizás, y si eran tan fuertes Gomis y Solana, tuvieran más de una fábrica para poder dar abasto a la demanda.

Hilaturas Gomis ocupaba una buena extensión de terreno, al sur de Pueblo Nuevo, cerca del Bogatell y el mar. El sabor de pueblecito, con casas bajas, contrastaba con los terrenos, unos arados y otros yermos, que se disponían a desaparecer en cuanto la expansión de Barcelona los alcanzase. La fábrica era un rectángulo de obra vista con el techo en forma de sierra y una pequeña valla que circundaba la parte de la entrada, bajo el rótulo en forma de arco. Preguntó por el señor Gomis y los dos primeros empleados que le atendieron se rindieron a su elegancia. Lo enviaron al edificio de oficinas. Cuando se detuvo frente a un tercer empleado, también del género masculino, un joven de aspecto espigado y ojos ocultos tras unas gafas de miope total, el diálogo se pareció al de minutos antes al ir a por el Chinchilla.

—Quería ver al señor Álvaro Gomis.

—¿Tiene hora con él?

La gente se estaba volviendo muy importante.

—Yo le pido hora al médico, o al abogado —trató de estar a la altura de su ropa—. Dígale que es para hablar de Celia Arteta.

—¿Sólo eso?

—Sí, por favor.

No las tuvo todas consigo. Se ajustó las gafas, que por lo visto le resbalaban más de la cuenta sobre el arco de la nariz, y salió de detrás de su mesa con el rostro grave. Llamó a una puerta con los nudillos, se coló dentro abriéndola lo justo para que se deslizara por el hueco su apalillado cuerpo y desapareció de su vista. La espera no fue muy larga pero sí tensa. Tal vez salía en globo.

No fue así.

El joven reapareció y dejó la puerta abierta mientras le decía:

—Pase, por favor.

Llevaba una botella de vino en la mano y el periódico doblado en el bolsillo. Extraño equipaje para ir a hablarle a un hombre de su amante, su querida o lo que fuera, muerta y en apariencia camino del olvido.

Álvaro Gomis se parecía a su despacho. Entre treinta y cinco y cuarenta años pero aparentando diez más, cabello de color panocha ya con toques canosos, ligeramente rizado, ojos mortecinos, orejas pequeñas, labios rectos, con la cabeza más ancha por la parte de las mandíbulas que por el cráneo, impecable con su traje de buen corte. Además, estaba de pie, o nervioso o imponiendo su pedigrí. El despacho le encajaba como un guante: maderas recubriendo las paredes; la preciosa mesa de caoba, reluciente y pulida, con incrustaciones de marquetería y muy pocos papeles u objetos encima, salvo el teléfono y tres fotografías a un lado; muchos cuadros, honores, libros en las estanterías, un ventanal que daba al exterior y una aliviante refrigeración. Todo perfecto, ninguna estridencia.

El industrial achicó todavía más la superficie ocular al verle.

Dos rendijas.

Cuando Miquel Mascarell le tendió la mano ni siquiera se movió.

—Buenos días, señor Gomis.

—¿Quién es usted?

El tono, más que seco, fue cortante.

—Me llamo Gustavo Amposta —se presentó y retiró la mano.

—¿Y?

—Represento a una persona interesada en la muerte de Celia Arteta.

El silencio fue duro.

—Usted trató a la señorita Arteta en las últimas semanas de su vida. Quizás meses.

—¿Y qué, si fuera así?

—Bueno, ella murió.

—Se cayó al metro, sí. Un desgraciado accidente. —Sus mandíbulas formaron dos ángulos rectos a ambos lados de su cara.

Se tomó tiempo antes de decir aquello.

—Podría ser que la hubieran empujado deliberadamente.

Un puñetazo no le habría causado más impacto, físico y anímico.

Lo taladró con el ceño muy fruncido.

—¿De qué está hablando?

—¿Puedo sentarme?

No esperó el consentimiento del industrial textil. Lo hizo. Ocupó una de las dos sillas frente a la mesa y dejó la botella de vino y el periódico sobre ella, junto a las fotografías, que ahora tenía a la vista, en diagonal, casi de cara por su posición ya que el hombre seguía de pie al lado del ventanal.

Álvaro Gomis no supo qué hacer.

—Por favor —le invitó Miquel a imitarle—. Seré muy breve, se lo prometo.

No iba a echarle. Desde luego que no.

Pero aun así se resistió a sentarse.

—La policía no dijo nada acerca de lo que usted… está insinuando. —Gomis intentaba mantener cierta entereza—. Es absurdo. Ella se cayó, o alguien pudo desequilibrarla, pero sigue siendo un accidente. El metro iba lleno, era una hora de máxima afluencia, con el andén a rebosar y nada menos que en la parada de la plaza de España. Nadie vio nada.

—Basta una mano, una persona, o dos, con la segunda cubriendo a la primera.

—¿Está loco? ¿A quién representa?

—No puedo decírselo.

—¿Es abogado, detective…?

—Un amigo.

—Entonces váyase. —Apretó los puños—. Me temo que esta conversación es del todo inapropiada.

Miquel Mascarell resistió el acero de su mirada.

—Usted conoció casualmente a una mujer con un asombroso parecido a su esposa muerta. Y perdió la cabeza por ella.

—¿Qué está diciendo? —se envaró—. ¿De dónde ha sacado semejante estupidez?

—¿No es así?

—¡Por supuesto que no!

Extrajo la fotografía de Celia Arteta de su bolsillo y se la mostró, sin dársela, por si acaso.

—Aquí parece distinta, ¿verdad? —dijo sin apartar sus ojos de Gomis—. Un parecido asombroso pero… todavía no al cien por cien.

No hubo respuesta, sólo aquel silencio, más y más denso.

No supo cómo interpretarlo.

La expresión de Álvaro Gomis era de absoluto estupor.

De pronto desvió la mirada, casi en un gesto reflejo, y la depositó en una de las tres fotografías de su mesa. Miquel Mascarell la siguió. De lado alcanzó a ver a dos mujeres. Los ojos del industrial regresaron a la imagen de Celia Arteta pero los suyos no.

Alargó la mano y atrapó el retrato.

—Deje eso —le conminó el dueño de la fábrica.

No le hizo caso. La foto era de las dos hermanas Amorós, Patricia y Elena. Dos gemelas opuestas, idénticas pero distintas. Incluso esto era visible allí mismo. Una sonreía, la otra no. Una vestía como una gran dama, la otra como una mujer recatada. Una iba maquillada, la otra al natural. Una era exuberante, de ojos vivos, intensidad vital, y la otra…

Sintió un ramalazo interior, una descarga eléctrica.

—¡Deje eso! —casi gritó Álvaro Gomis.

Le obedeció, pero ya atrapado por aquella luz. Recordó las palabras de Jerónimo Mateo. El Chinchilla le había dicho: «Ricardo Solana le quitó a Patricia, se casó con la guapa, y Gomis acabó quedándose con la hermana fea».

—¿Ésta es… su esposa? —dijo señalando a la hermana sonriente.

—No, ésta es mi cuñada, Patricia. Ahora váyase, por favor.

Miquel Mascarell cerró los ojos.

De pronto todo era tan evidente…

—Voy a llamar a la policía —dijo el industrial.

—Espere. —Miquel le detuvo con un gesto mientras abría los ojos de nuevo y se estremecía—. ¿No le interesa saber si es cierto que la mataron?

—¡Nadie mató a nadie, por Dios!

—Déjeme que le exponga los hechos. —Mantuvo la mano extendida, ordenando sus propias ideas al tiempo que las expresaba en voz alta—. Aparece una mujer de forma inesperada en su vida, y se parece mucho físicamente a su esposa, pero más, muchísimo más, por su carácter y alegría, a su cuñada Patricia, la mujer que le robó su ex socio Ricardo Solana y a la que usted amaba y ama con locura y nunca ha olvidado —no dejó que Gomis interviniera en su exposición—. La aparecida despierta en usted las ganas de vivir, le da la felicidad que no tuvo, que perdió porque se la quitó Solana. Celia es un rayo de sol, una descarga eléctrica, usted se enamora, renace, mantiene una relación maravillosa hasta que, de nuevo la desgracia abatiéndose sobre usted, ella muere en un accidente. —Mantuvo los ojos fijos en él—. ¿De verdad no le interesa saber qué pasó?

—Soy una persona respetable, de poca paciencia. —Su voz de repente sonó cansada—. No tengo por qué…

—¿Es porque al morir Celia supo a qué se dedicaba?

Álvaro Gomis dio un paso hacia él con los puños cerrados, el rostro herido, el semblante más y más rojo.

—Señor Gomis —se arriesgó a quedarse inmóvil él—, alguien encontró casualmente a Celia en un local de alterne, descubrió el asombroso parecido no sólo con su esposa, sino con su cuñada, la contrató, le cambió el aspecto, le explicó cómo tenía que hablar y comportarse para que se pareciera aún más a Patricia, y luego se la puso en el camino para que usted cayera en la trampa.

La sangre huyó del rostro de Álvaro Gomis.

Se quedó blanco.

—Las preguntas que debería hacerse son: quién lo hizo y por qué lo hizo.

El industrial dio el paso definitivo, desencajado, sin apenas poder respirar y todavía con los puños cerrados y los nudillos blanqueados por la presión. No parecía el tipo de hombre violento, pero prefirió no arriesgarse. Se incorporó por si acaso.

—¿No sabía nada de eso ni lo intuyó? —Miquel puso el último dedo en la llaga más sangrante.

—¡Váyase de una maldita vez!

Miquel Mascarell recogió el periódico y la botella de vino. Lo hizo con la izquierda, para tener la derecha libre en caso de que el hombre acabara agrediéndole. No apartó sus ojos de los suyos. Tenía venitas latiéndole en las sienes y una visible humedad cárdena en las pupilas.

Quedaba un último golpe.

Y lo dio.

—El hijo que esperaba Celia ¿era suyo, señor Gomis?

No lo sabía.

Se le desencajó la mandíbula.

—Estaba embarazada de dos meses, pero esto no llegó a salir en los periódicos, claro.

No hubo más.

Llegó a la puerta del despacho y con su mirada final alcanzó a ver a un hombre hundido, derrotado, aniquilado por un viento que lo consumía de forma muy rápida por dentro, empujándole al abismo.