33

Patro no se moría ya de hambre, como en la guerra o la posguerra. Siendo tan guapa, y a sus veintisiete años, clientes no le faltarían. La cena era exquisita, con productos de los que habitualmente no se encontraban en las tiendas ni se proporcionaban con la cartilla de racionamiento. Todo aquello provenía del estraperlo. Y estaba tirando la casa por la ventana para agasajarle. Incluso tenía pan.

Bendito pan.

No dejaron de hablar, de casi todo, una vez aparcado el tema central y sus angustias. Era el momento del relajamiento, de la calma, aunque fuera impuesta. Una tabla de salvación en mitad de la tormenta. La noche era plácida. Por los ventanales abiertos se colaba el silencio y se veían las estrellas. Miquel Mascarell pensó que si cerraba los ojos acabaría retrocediendo en el tiempo y se volvería a ver en su casa, con Quimeta, en aquel último verano, el del 36, antes de que estallara la guerra.

No estaba en su piso de la calle Córcega, ni con Quimeta, pero de alguna forma experimentó lo mismo que al llegar, cuando la muchacha le había sostenido y conducido hasta la butaca. El hecho de sentir que volvía a algo parecido a una casa.

Un hogar.

Patro se había cambiado. Ya no llevaba aquella ropa exquisita, sino una falda y una blusa de lo más corriente, cómodas. También calzaba unas pantuflas viejas. Era una buena cocinera. Lo mejor, sin embargo, era que rezumaba armonía, candor y calor. Cada vez que le sonreía era una bendición. Cada gesto de sorpresa o inocencia, un regalo. Le costaba imaginarla en brazos de otros hombres, con la piel curtida por años de relación con ellos. No los llevaba a su piso, por ética, quizás por la vecindad, tal vez porque allí habían vivido sus padres y sus hermanas. Pero allá donde se acostase con ellos tenía que ser otra, cambiar, hacerse fuerte y dura o ceder, qué más daba. Cambiar para dejarse humillar. Cobrar por dar amor, o fingir que lo daba. Muchos hombres eran como Ricardo Solana. Podían pagar y pagaban. Pero otros no eran más que perros solitarios.

Como él.

Perros tristes y apaleados que necesitaban de una voz susurrante, unas manos capaces de acariciar y un cuerpo en el que sumergirse para vivir, olvidar, recordar que un día fueron seres humanos.

—¿Por qué me mira así?

—¿Cómo?

—Asombrado, perplejo, no sé.

—Asombrado sí.

—¿Y por qué?

—Me parece un sueño.

—Tampoco es para tanto. —Patro miró la comida con un deje de orgullo—. Aunque me gusta cocinar.

—No me refería a la cena.

—¿Entonces a qué?

—Pues a estar aquí, contigo, como si esta fuera una noche más.

—Bueno. —Se encogió de hombros—. Piense que es una noche más, y que estamos cenando, que el verano es agradable… Yo me alegro mucho de que esté aquí. Lo que tiene que hacer usted ahora es no estar preocupado. Seguro que lo soluciona todo.

No supo si era inocencia o el hecho de que creyera y confiara en él.

Volvió a ver a la Patro Quintana del 39.

—Hace ocho años y medio murieron todos, Cortacans y su hijo Jaime, Ernest Niubó… ¿Volviste a saber algo de la mujer de este último?

—No. Nada. Primero tuve miedo, después todo se hizo calma, desaparecieron de mi vida. Con el tiempo aprendí a olvidar y a seguir.

—¿Querrías salirte de lo que estás haciendo ahora?

Se encontró con su mirada más seria. Quizás la pregunta fuese inoportuna. Pero desde luego era absurda. Lo comprendió al momento.

A pesar de que ella se abrió como una fruta madura.

—Claro que quiero.

—Perdona.

—¿Cree que me gusta que me toquen y me hagan…?

—No sigas, por favor.

—No dejo que me besen, ¿sabe? —continuó—. Es lo único. Pero hay de todo, hombres buenos y malos, exigentes y asustados, soberbios y tímidos, fascistas y de los que se echan a llorar y ni siquiera pueden… Sin embargo le diré algo: no busco un hombre rico que me ponga un piso, como la mayoría, porque eso es tan falso como lo otro. Aún tengo sueños, y esperanzas… Me queda mucho por vivir y…

Un brillo húmedo afloró en sus pupilas.

—Me alegra oírte decir eso.

—¿Recuerda lo que hablamos el otro día? Si hubiera tenido un padre como usted, o familia, o amigos. Pero no tuve nada. Me quedé sola con mis hermanas. También le dije que ser guapa sólo servía para una cosa, porque los hombres a veces son muy buenos, pero en la mayoría de las ocasiones se comportan como bestias. Para muchos no soy nada, un pedazo bonito de carne al que quieren hincar el diente.

—No sigas.

—No importa. —Volvió a encogerse de hombros—. Quizás sea una soñadora, pero me gusta mirar cara a cara a la realidad. Y si puedo, quitar hierro a las cosas. Cuando un problema se entiende, la solución es más fácil, ¿no?

—Eres una filósofa. —Recuperó su sonrisa.

—¿Quiere algo más? —Se levantó para llevar los platos a la cocina.

—No, gracias. No podría.

—No tengo café, ni té, ni achicoria…

—Estoy lleno.

—No querrá salir a dar una vuelta, ¿verdad?

—¡No!

—Bien, porque con ese chichón de la cabeza… Voy a examinárselo de nuevo. ¿Quiere ver su habitación?

—Bueno.

La acompañó a la cocina. Patro dejó los platos y luego cruzó el pasillo. La última vez, cuando aún vivían en la casa María y Raquel, estuvo en la habitación de la joven y recordaba la puerta, pero lo llevó a otra. Cuando abrió la puerta descubrió que se encontraba en la de matrimonio, la principal.

—Es la de mis padres —dijo la muchacha—. Yo siempre he dormido en la mía. Aquí estará muy cómodo.

—Gracias.

—¿Por qué no se quita esta ropa y se pone ya el pijama? Así podré planchársela y mañana estará como nueva. En ese armario aún quedan cosas de mi padre, pijamas, calcetines…

—Bien —fue lo único que pudo decir.

—Vuelvo en cinco minutos a por su traje y para echar otra ojeada al chichón.

Salió y le dejó solo.

Cinco minutos.

No perdió el tiempo. Patro era capaz de abrir la puerta sin preguntarle si estaba o no visible. Se desnudó, dejó la camisa y los pantalones sobre la cama y examinó el armario. Tuvo que vencer su aprensión. Olvidarse de que era la ropa de un hombre muerto hacía años. Tampoco es que hubiera mucho. La guerra lo había vaciado todo. Encontró un pijama, viejo, con remiendos, que le venía un poco grande, pero se conformó. Por lo menos disponía de un cordoncito para anudárselo en la cintura y evitar que se le cayera. Los cinco minutos pasaron rápidos, pero fueron exactos. Su anfitriona sí llamó, con los nudillos.

—Pasa.

Patro abrió la puerta.

No se rió de su aspecto, ni le miró ni hizo comentario alguno al respecto.

Llevaba la pistola en las manos.

—Señor Miquel…

—Dame eso.

—Lo siento, he cogido su chaqueta para planchársela y… —Le entregó el arma.

—Tranquila.

—¿Por qué se la ha llevado?

—Por si acaso. —La examinó por primera vez y comprobó que sí, que disponía de una última bala—. Me sentiré mejor llevándola.

—Bien.

—¿Qué tal? —Trató de cambiar el sesgo de la escena abriendo los brazos para que le viera con el pijama puesto.

—Horrible —reconoció ella—. Pero es lo que hay. Venga.

Regresaron al comedor. La pistola acabó sobre la mesa. Le hizo ocupar una silla y en esta ocasión le examinó el golpe por la espalda. Miquel Mascarell notó sus dedos, primero apartando el pelo, segundo comprobando la herida, tercero palpando el entorno. No le hizo una nueva cura.

—Está muy bien —se tranquilizó.

—Ya te dije que tenía la cabeza dura. Siempre ha sido así.

—¿Quiere acostarse ya?

—Mejor, sí —se rindió a la evidencia de su cansancio—. ¿No te importa?

—No. Yo también soy dormilona y por lo general me acuesto muy tarde, en plena madrugada. Descansar siempre es bueno.

—¿Dónde está el retrete?

—La segunda a la derecha. Voy a plancharle esto ya, por si acaso.

—Gracias.

—Ande, vaya.

Caminó hasta el retrete. Se sentó en el inodoro y pasó cerca de cinco minutos esperando vaciarse por dentro. Cuando lo hizo se sintió mejor. Se limpió, salió del pequeño espacio, entró en la cocina y se lavó las manos. Iba descalzo, así que no hizo el menor ruido al deslizarse por las losetas del piso. En lugar de llamar a Patro, lo que hizo fue buscarla. La encontró en una habitación que hacía las veces de cuarto de plancha y trastero. La vio de espaldas, aplicada en devolverle a su traje el más lustroso de los aspectos. Por un momento se sintió tentado de llamarla, entrar, seguir hablando.

Luego decidió que no.

Regresó a la que iba a ser su habitación y se coló dentro sigilosamente.

Ya era suficiente por una noche.

Abrió la ventana y se asomó al exterior. Daba a la calle, oscura y silenciosa. Las estrellas eran inmensas, con la constelación de Leo en todo lo alto. El hijo de Valeriano Sierra sería Leo. Un buen signo. Pronto cortarían la luz. No muy lejos se escuchó una llamada.

—¡Sereno!

Y de no mucho más lejos, una respuesta.

—¡Voy!

Miró a la calle. Un hombre esperaba cerca de la esquina. El sereno no tardó en aparecer. Le abrió la puerta y le entregó una cerilla, para que subiera la escalera sin problema.

Abandonó la ventana y por fin se tumbó en la cama.

No se tapó con la sábana. Hacía calor.

Puso ambas manos bajo la cabeza, evitando presionar su chichón.

Sí, estaba cansado, pero no tenía sueño.

La mente volvió a llenársele de preguntas.

¿Quién? ¿Por qué?

No supo el tiempo que pasó así. Tal vez cinco minutos. Quizás diez. La penumbra era agradable. La lucecita de la lamparita, exigua. Cerró los ojos.

Y en ese instante escuchó el ruido de la puerta.

Volvió a abrirlos.

La silueta de Patro se recortó contra el trasluz. Una imagen que le arrebató, le robó el aliento, porque la muchacha sólo llevaba puesto un transparente camisón blanco, muy blanco, y corto, muy corto, flotando por encima de los muslos.

Lo más parecido a un ángel.

Patro caminó hasta la cama y se sentó a su lado.

No supo de dónde sacó las fuerzas para articular aquello.

—¿Vienes a darme las buenas noches?

Era la pregunta más estúpida del mundo.

Bastaba con verle la cara, naufragar en su dulzura, perderse en lo liviano de su sonrisa o el calor de su mirada.

Patro le acarició el rostro.

Y bajó la mano por la abertura del pijama, hasta el lugar ocupado por el primer botón abrochado.

Lo sacó de su ojal.

—Patro, no…

—Chis…

—No puedes —insistió.

—Sí puedo. —La mano penetró por debajo del pijama y tocó su pecho.

Una caricia plena.

—¿Por qué?

—Me salvó la vida hace años.

—¿Así que es por gratitud, lástima…?

—¡No!

—Ni siquiera estoy seguro de haberte salvado como dices. A veces es mejor morir cuando toca que no sobrevivir para…

—Me salvó, para bien o para mal, y no estoy de acuerdo en eso que ha dicho. Sobrevivir siempre te da una esperanza. La muerte, no.

—No me debes nada.

—No le estoy pagando nada. Quiero hacerlo. Con usted sí. Por mí misma, y también porque lo necesita y yo puedo dárselo.

—Soy un viejo. —Tragó saliva con su última resistencia.

—Lo hago con hombres mayores, mucho mayores que usted. Déjeme hacer algo de corazón, por mí, porque me apetece y me hace falta concedérmelo.

La mano bajó más y más.

—Relájese.

No había vuelta atrás. Todos los años de cárcel, la guerra, la agonía de Quimeta, la muerte de Roger, el infortunio de ver un país hundido… Todo borrado de un plumazo, en un segundo, por una caricia llena de promesas.

Tantos años muerto para descubrir, de pronto, que sí, que estaba vivo.