26

Acababa de vestirse y de afeitarse sin jabón, con la cuchilla lacerándole la piel.

Y se le había hecho tarde para…

¿Seguir investigando antes de la inesperada cita de las siete?

Entonces aparecieron ellos.

No echaron la puerta abajo, pero casi. La abrieron y entraron en tropel, a la carga. Dos se le abalanzaron y lo sujetaron, como si fuera peligroso o temieran que sacara un arma. Lo derribaron sobre la cama aplastándole con su peso hasta el punto de casi ahogarle. Un tercero comenzó a registrar sus cosas, sin miramientos, por el rápido sistema de cogerlo, palparlo y tirarlo al suelo. La maleta acabó rota, el forro rasgado del todo, las mil quinientas pesetas a la vista.

—El cabrón es rico —comentó el hombre.

No iban de uniforme, pero sus métodos eran policiales. Policiales del nuevo orden, no del viejo.

Él nunca había detenido así a un sospechoso.

—¡Ponte en pie!

Era un mandato estúpido. No podía. Los dos que seguían sujetándole con manos de hierro lo levantaron como si fuera una pluma, denotando su buena forma. Las mil quinientas pesetas fueron a parar a uno de los bolsillos del otro.

—¿Lo habéis registrado?

—Coño, que acabamos de llegar y estamos ocupados, tú —se enfadó el que tenía a su derecha.

El de la izquierda le metió la mano libre en los bolsillos y encontró la foto de Celia Arteta y el resto de su dinero. No supo si mirar primero la foto o contar los billetes y las monedas.

—Aquí hay más dinero —hizo notar mientras arrojaba el retrato al suelo, con la ropa y todo lo demás, tras darle un simple vistazo.

Miquel Mascarell evitó mirar el vuelo de la fotografía.

—¿De dónde has sacado tantas pesetas, hijo de puta? —Se las quedó y se le plantó a menos de un palmo el que parecía el jefe del trío.

Sintió deseos de escupirle.

—¡Habla! —lo atravesó con su grito.

—Me lo debían —articuló.

—La puta madre que te parió… ¿Que te lo debían? —Miró a los dos que le inmovilizaban—. Éste debe de creer que nos chupamos el dedo.

—¿Nos llevamos algo más? —preguntó uno.

—No. Andando.

Lo sacaron de la habitación por su propio pie, pero tirando de él con agresividad, así que perdió el paso un par de veces. La primera en el pasillo, la segunda en la escalera. Hubiera caído de no sujetarle ellos.

—¿Qué, ya no te aguantas los pedos, viejo? ¿O es que estás cagado de miedo?

Cuando llegaron abajo Miquel Mascarell vio el coche policial aparcado frente a la pensión, con un uniformado de gris al volante. La señora Rosa, detrás del mostrador, le vio pasar con el rostro serio, grave. Sus ojos se cruzaron apenas un segundo. Fue suficiente.

Tal vez una despedida.

Había gente arremolinada en la calle, observando la escena. Él apenas si tuvo tiempo de apreciar los detalles. El de las manos libres, el que tenía todo su dinero, abrió la puerta de atrás. Los otros dos le empujaron y luego se sentaron a su lado, uno custodiándole por la derecha y otro por la izquierda. Era inútil preguntar qué sucedía. Lo más probable era que no lo supiesen. Recibían órdenes. Lo iban a llevar a comisaría.

Y apostó a que sabía quién le esperaba en ella.

—Arréale —le pidió el jefe del trío al conductor—. Quiero sacarme de encima a este mierda antes de que el coche huela mal.

—¿Se ha cagado en los pantalones? —vaciló el uniformado.

—¡Se caga o se mea encima y lo mato a hostias! —Se volvió el que hablaba, sentado delante junto al conductor.

Miquel Mascarell resistió el peso de sus ojos.

—¿Se puede saber qué miras, hombre?

No bajó los suyos.

Un pulso que acabó tan rápido como había empezado.

—A ti te van a bajar los humos —chasqueó la lengua y recuperó su posición mirando al frente el inspector.

—¿Has visto qué elegante va el menda? —rezongó el que estaba a su derecha.

—Si acaba en la trena vas a ver tú dónde termina su traje.

Fue el último comentario.

El coche no circuló demasiado. La distancia entre la calle Hospital y la Vía Layetana era breve, y además ellos utilizaron la sirena para abrirse paso. Una pequeña demostración de fuerza. Cuando se detuvieron en la central de la policía volvieron a sacarle casi a rastras. Los sucesos acabaron de encadenarse con vértigo, porque esta vez no hubo nada de esperas ni preguntas. La primera parte de la pesadilla concluyó cuando se vio sentado en la misma silla y el mismo despacho de dos días antes.

Frente al comisario Amador.

Todo su dinero fue depositado sobre la mesa.

—Pueden irse —ordenó su superior.

—¿Está seguro, señor?

—Sí, descuiden. Gracias.

Era un viejo, sólo eso.

Quedaron los tres. Amador, él y el silencio.

No dijo nada. Esperó.

El comisario llevaba la misma ropa de dos días antes, su traje oscuro, cruzado, pero la corbata era distinta, y probablemente también la camisa. Parecía hombre de camisa diaria, bien planchada por su mujer o una criada. Desde su posición le veía otra vez flanqueado por los signos visibles de la nueva España, el crucifijo a un lado y el retrato de Franco al otro con él, una terna agobiante.

Y que ahora pesaba en el alma.

Amador rompió la tensa espera algunos segundos después.

—Está cambiado —dijo con voz átona.

—Sólo me corté el pelo y conseguí este traje.

Uno, dos, tres segundos más.

—No esperaba verle tan pronto.

—Yo tampoco.

Fue un suspiro, pero no importó. La mirada del comisario se hizo dura. Sus ojos se volvieron de piedra. Bastó un gesto, combinando las cejas, la intención, el tono, y un frío viento atenazó la espalda de Miquel Mascarell más allá del que proporcionaba el ventilador.

El comisario Amador acabó levantándose.

Rodeó la mesa y se sentó encima, de cara a su detenido, con un pie cabalgando y el otro apoyado en el suelo.

—¿Va a decirme qué cojones está pasando?

Miquel vaciló.

Sabía que de su respuesta dependía casi todo.

—No lo sé —intentó parecer sincero.

La bofetada fue inesperada, sonora. Se la dio con el dorso de la derecha, con todas sus fuerzas. La cabeza de Miquel Mascarell pareció rebotar de lado a lado. Su cuerpo también se venció hacia la izquierda y estuvo a punto de caerse de la silla. Logró mantener el equilibrio, más por orgullo que por resistencia.

Los dos hombres se quedaron mirando.

Uno furioso.

El otro libre de miedo, sólo cauto.

A fin de cuentas vivía de prestado. Hacía mucho que había olvidado el miedo.

—Maldito rojo maricón de mierda —musitó con desprecio el comisario—. ¿Quién le puso en libertad y por qué?

Seguía sin respuestas, aunque, de pronto, las dos preguntas se le hundieron como cuñas en la mente.

¿Quién? ¿Por qué?

¿Y por qué aquella carta obligándole a presentarse en la comisaría?

Optó por no esperar la siguiente pregunta.

—¿Qué estoy haciendo aquí?

—¿No lo sabe?

—No.

El comisario Amador se mordió el labio inferior. Jugueteó con los billetes que formaban aquella pequeña fortuna de más de mil quinientas pesetas contando lo de la maleta y lo que le quitaron del bolsillo de su traje.

—¿Y este dinero?

—Me lo debían de antes del fin de la guerra.

—Aquí no hubo ninguna guerra.

—Perdone —se resignó.

—¿Quién le debía tanto dinero?

—Amigos.

Volvió a levantar la mano.

Miquel resistió, aguantó el tipo.

La mano bajó de nuevo.

—No voy a poner a mis hombres a comprobar sus estupideces —aseguró—. Pero me está mintiendo y usted lo sabe. Y a mí no me gusta que me mientan. A más de uno le he cortado los huevos por menos.

—No le miento.

—Usted fue inspector. Aunque de la República, fue inspector. Quizás eso me detenga a la hora de meterle un paquete del que no iba a salirse.

—Entonces, ¿por qué me ha detenido?

—Rutina.

—¿Sin más?

—¿Sin más? No —forzó una mueca—. Aquí nadie detiene a un ciudadano sin más. Siempre hay una razón.

—¿Y cuál es…?

—Ayer el comisario jefe recibió una llamada de un buen amigo, Álvaro Gomis —inició la perorata despacio—. El señor Gomis dijo que un tal Gustavo Amposta había ido a verle con insinuaciones tan deleznables como estúpidas. No precisó más detalles, pero no eran necesarios. Ni que decir tiene que el comisario jefe estaba furioso. En cuanto me llamó a mí para pedirme que investigara yo pensé en usted.

—Pero yo no me llamo Gustavo Amposta.

—La descripción del señor Gomis acerca del referido señor Amposta coincide bastante con la suya, señor Mascarell.

—Soy una persona común y corriente. La mayoría de los que pasamos de los sesenta años nos parecemos.

—El señor Amposta también vestía con elegancia, lo cual me desconcertó. Sin embargo, viéndole ahora… No parece el mismo de ayer.

—Ya se lo he dicho. Lo único que hice fue adecentarme un poco.

—¿No fue usted a ver al señor Gomis?

—No. —Mantuvo el tipo.

—Sabe que podemos hacerle venir y encararlo con usted.

—Bien —continuó manteniéndolo sabiendo que eso era improbable.

Otra vez la pugna ocular.

El habitual desgaste del culpable sometido al pulso implacable del acusador.

Lo conocía demasiado bien para caer en ello.

—Voy a hacerle unas preguntas, Mascarel —lo acabó con la ele bien marcada—, y quiero que me las responda adecuadamente.

—Sí, señor.

—¿Se está vengando de alguien?

—¿Yo? No.

—¿Ha vuelto a Barcelona para seguir su propia guerra?

—No.

—¿Conocía al señor Gomis?

—De nada. Es la primera vez que oigo ese nombre.

—¿Por qué no le creo?

—No lo sé. —Bajó los ojos como parte de su camuflaje—. Llevo ocho años y medio fuera de Barcelona. Todo es distinto, nuevo. Sólo intento sobrevivir. A veces se consigue con ropa nueva y un buen estado de ánimo. Algunos de mis viejos colaboradores me han ayudado, eso es todo.

—¿Y le han dado casi dos mil pesetas en billetes de veinticinco, nuevos y correlativos?

Llegaban al punto en el que, o le encerraba o le dejaba libre.

Podía hacer lo primero.

De hecho, ya le habría metido entre rejas si lo hubiera querido.

Y sin tantas preguntas.

—No quiero volver al Valle, señor comisario.

—¡Entonces no me toque los huevos! —estalló.

—No lo hago.

Se puso en pie. Pasó por su lado envuelto en su furia y regresó a su asiento, al otro lado de la mesa. El dorso de su mano derecha estaba tan rojo como la mejilla de su detenido.

—Váyase —dijo sin más.

No perdió ni un segundo. Se incorporó y, desafiando a su suerte, recogió el dinero de encima de la mesa. El comisario lo contempló sin añadir nada.

Lo hizo cuando él ya estaba a punto de abrir la puerta del despacho para irse.

—Si vuelvo a mandar por usted, o vuelvo a verle por aquí o por donde sea, le juro que se acabó.

Miquel Mascarell asintió con la cabeza.

—Todavía se fusila a indeseables —le recordó el comisario.

Fueron sus palabras finales. Le dio la espalda y salió de allí con la sensación de estar escapando del fuego de manera inexplicable. Los hombres que esperaban fuera contemplaron su retirada, unos sorprendidos, otros indiferentes. Bajó las escaleras y alcanzó la Vía Layetana con una rapidez asombrosa.

Si los tres que habían ido a por él se hubieran llevado la foto de Celia Arteta, quizás su estancia en la Central no habría sido tan breve.

Se tocó la mejilla derecha.

Ahora sí, el golpe le dolía.

En lo físico, pero más en lo anímico.