36
Fue una bofetada.
Silenciosa, contundente.
La bofetada de la comprensión final.
Recordó la voz de Ricardo Solana gritándole a Álvaro Gomis: «Media Barcelona te ha visto con ella. ¿Quieres que empiece a decir que era una puta? Es fácil. Basta con una llamada a algún periódico: “La joven muerta en el metro era una mujer de vida alegre”. No creo que muchas de tus amistades te mirasen demasiado bien con eso. ¡El patético Álvaro! Aún se habla del escándalo que montaste en Las Siete Puertas, y nada menos que con el enano cabrón de Rodrigo, nuestro gordito favorito, por Dios santo».
«Enano cabrón».
«Nuestro gordito favorito».
Primero no había sido más que un nombre.
Ahora tenía apellido.
—¿El hijo de Hilario Casamajor? —Apenas si pudo pronunciar las palabras.
—¿Le conoce? —El Chinchilla volvió a levantar las cejas.
—Le vi en un par de ocasiones, cuando detuve a su padre en el 34.
—¿Usted fue el que frió al viejo? —exclamó mitad admirado mitad alucinado.
—Sí.
—Murió en la cárcel.
—Era un estafador. Jodió a mucha gente. A muchísima. Rico o no, poderoso o no, acabó donde debía acabar. —Su mente viajó hasta el pasado—. Rodrigo tenía entonces dieciséis o diecisiete años.
—Ahora tiene veintinueve y es un hijo de puta, más listo que el hambre, y ambicioso como pocos.
—¿En qué le beneficia la muerte de Solana y Gomis?
—¿No sabe nada tampoco de eso?
—No.
La pistola había bajado hasta quedar depositada sobre sus rodillas, inofensiva y de nuevo ajena a la conversación. Jerónimo Mateo recuperaba la normalidad.
—Rodrigo Casamajor reflotó el imperio de su padre tras la guerra. Amistades de altos vuelos, lazos con las jerarquías del Ejército y la Iglesia, una adhesión inquebrantable —lo expresó marcando cada una de las cinco sílabas de la palabra—, contactos, parientes en Madrid, en los ministerios, en el Ejército y la élite del Generalísimo… Su padre, que lo sepa, pasó de estafador a estafado, de culpable a víctima. Le dieron hasta una medalla póstuma. ¿Puede imaginárselo? —Lo miró haciendo una mueca sardónica—. Los malditos rojos que iban a por los capitalistas de pro. Por eso se hizo una guerra, ¿no?
—Sigue. —No le rió la ironía.
—No hay mucho que agregar —fue sincero—. Rodrigo se ha convertido en un depredador que va directo a la cumbre. No hay terreno que no pise, ni negocio al que renuncie. Quiere ser el mejor en todo. Dicen que los bajitos son resentidos. Pues joder, él es muy bajito. Puede aplastar a cualquiera con el pulgar de su mano derecha.
—¿El textil…?
—El textil es uno de sus muchos campos. Hace tiempo que persigue la posición de Solana y Gomis. Hasta ahora era el tercero en la lista. No estaba mal, no podía quejarse. Pero para alguien como él ser el tercero es como hacer cola para poder mirar a Rita Hayworth cuando otros no sólo la ven sino que la tocan y hasta se acuestan con ella. Quería ser el número uno. Su desgracia ha sido que, pese a sus contactos, parientes y amistades cercanas a lo más alto, al Gobierno y al mismísimo Franco, Solana y Gomis no eran mancos y trabajaban bien. Han sabido jugar fuerte y tenían la sartén por el mango.
—Sin competidores, descabezadas las dos empresas, Rodrigo se hace el amo.
—El amo del tinglado, sí señor. Va a convertirse en el mayor fabricante y exportador del mercado. Y consecuentemente, en el principal estraperlista del sector. Encima está prometido a una Permanyer, otra de las fortunas de la burguesía catalana. Como que en unos años le veo de ministro o cualquier cargo que se le ocurra.
Miquel Mascarell apretó las mandíbulas.
El «¿Quién?» ya tenía un apellido, y una cara difusa, perdida en el recuerdo de trece años antes.
El «¿Por qué?»…
Algo tan viejo como la venganza.
Venganza y un plan perfecto, juntos, unidos.
—Dijo que me mataría —musitó envuelto en sus pensamientos—. Si ha sido él, ha tenido paciencia. Alguien le diría que estaba vivo, y buscó la forma de que me indultaran. No podía matar a Solana y a Gomis sin más. Pero con un tonto de por medio, debidamente provocado…
—¿Sabe, inspector? —Jerónimo Mateo unió las dos manos sobre su vientre—. Lo tiene crudo.
—Ya.
—El Rodriguito es intocable.
Evocó sin pretenderlo la imagen de Patro.
No venía a cuento.
O tal vez sí.
Se ocultaba en su casa y tiraba la llave.
Al diablo con todo.
Miró la pistola. Seis balas. Quedaba una. Su presencia le provocó un gesto de asco y la guardó en el bolsillo de la chaqueta. El bulto y el peso pronto acabarían deformándosela.
Al salir se la pondría en la cintura, por la parte de atrás.
—¿Me habría disparado?
—Sí.
—No me lo creo.
Miquel Mascarell se puso en pie.
—Venga, hombre. No me habría disparado, ¿cierto?
—Te estabas haciendo el remilgón.
—Pensaba. —Movió la cabeza—. Lo que me ha dicho es muy gordo. ¿Adónde va?
No hubo respuesta, sólo una mirada muy fría.
—Lo imagino —suspiró el Chinchilla—. Le hará falta algo de suerte.
—¿Cómo le sacarás beneficio a todo esto?
—Ya se me ocurrirá algo. —Hizo un ademán de indiferencia—. Soy legal, pero no tonto.
—No se te ocurrirá llamar a Rodrigo, ¿verdad?
Logró sorprenderle.
—No.
Miquel Mascarell le taladró con la mirada todavía una vez más.
—Ésos tipos pican demasiado alto para mí —le tranquilizó Jerónimo Mateo—. No quiero terminar como esos dos. He aprendido a contentarme con lo que tengo si me va bien. Otra cosa es que uno busque siempre algún beneficio extra.
—Puede que sí, que la cárcel te diera una nueva perspectiva de la vida.
—¿Otra botellita de vino?
—No, hoy no.
—Suerte, inspector.
—Gracias, Jerónimo.
—¿De verdad no quiere trabajar para mí?
—Acabarías matándome —dijo Mascarell mirándole desde la puerta.
—Hombre…
—A disgustos.
—Es lo que me gusta de usted. Su ironía.
—Eso lo da la edad, ya lo verás. —Abrió la puerta y dio otro paso antes de hacerle la última pregunta—: No sabrás dónde puedo encontrar a Rodrigo Casamajor, ¿verdad?