La separación
Voy a contar lo que ocurrió cuando yo tenía 13 años. Es algo que no he podido olvidar, como si la historia me tuviera tomado del cuello. Puede sonar extraño, pero incluso siento las «manos» de la historia sobre mí, una sensación tan precisa que hasta sé que se trata de manos con guantes.
Mientras la historia sea un secreto, me tendrá prisionero. Ahora que comienzo a escribir experimento un ligero alivio. Las «manos» de la historia siguen sobre mí, pero un «dedo» ya se ha soltado, como una promesa de que estaré libre cuando termine.
Todo empezó con un olor a puré de papa. Mi madre hacía puré cuando tenía algo de qué quejarse o estaba de mal humor. Trituraba las papas con más esfuerzo del necesario, con verdadera furia. Eso la ayudaba a relajarse. A mí siempre me ha gustado el puré de papa, aunque en mi casa tuviera sabor a problemas.
Aquella tarde, en cuanto olí el vapor que salía de la cocina, fui a ver cómo estaban las cosas. Mi madre no advirtió mi presencia. Lloraba en silencio. Yo hubiera hecho cualquier cosa porque volviera a ser la mujer sonriente que adoraba, pero no sabía qué podía darle alegría.
A partir de ese momento la oí sollozar en las noches. Me había dado por despertarme a horas raras. De chico dormía de un tirón, pero a los 13 años empecé a tener el «sueño escarlata», una pesadilla que regresaba una y otra vez. Me encontraba en un pasillo largo, húmedo y oscuro. Al fondo se agitaba la luz de una flama. Caminaba hacía ahí. Entonces me daba cuenta de que estaba dentro de un castillo. Mis pasos resonaban en la oscuridad y esto me hacía saber que llevaba botas de hierro. Era un soldado con armadura. Debía rescatar a alguien al final del pasillo, alguien que lloraba. Tenía voz de mujer, una voz agradable y muy triste. Yo caminaba hacia ese sonido, durante un tiempo exagerado, pues el pasillo parecía alargarse con mis pasos. Finalmente, entraba en un cuarto de paredes rojas. Mi color favorito en esa época era el escarlata. ¡Cómo me gustaba el sonido de la palabra «escarlata»! En el sueño, no veía a la mujer que lloraba, pero sabía que estaba ahí. Antes de dirigirme a ella me acercaba a una pared, hipnotizado por el color escarlata. Solo entonces me daba cuenta de que la superficie era líquida. Nadie había pintado esos muros. Ponía mis manos en la superficie y la sangre escurría entre mis dedos. En ese momento despertaba, muerto de miedo.