El libro pirata
Aunque esta historia ocurrió hace ya muchos años, no he olvidado el ruido que de pronto sacudió la casa de tío Tito. Fue algo tan extraño como si un caballo relinchara en la sala.
Los cuartos en los que solo se oía el paso de las páginas o los suaves pasos de los gatos, se vieron alterados por un sonido que nadie podía esperar. Para sorpresa de todos los que teníamos oídos ¡sonó el teléfono!
El tío contestó, y corrí para saber qué decía. Así fue como lo oí decir:
—¿Carmen? ¡¿Aquí?! ¿Por qué?
Cuando llegué a la mesita del teléfono, él ya había colgado. Miraba la alfombra, muy pensativo.
Al sentir mi presencia, alzó la vista y dijo:
—Tu hermana va a pasar unos días con nosotros.
Se veía preocupado. Ya no tenía la cara amenazante de la noche anterior.
Se acercó a mí y trató de acariciarme el pelo. De nuevo sentí ese movimiento de quien trata de secar un plato. Volvía a ser el tío Tito de siempre, un poco raro, pero a fin de cuentas agradable.
—Te quiero pedir una disculpa, sobrino —dijo de pronto.
—¿Por qué?
—Insulté a tu novia.
—¡Catalina no es mi novia! —exclamé con fuerza, aunque, la verdad sea dicha, sentí un raro orgullo de que el tío pensara eso de nosotros.
—¡Lo que sea! —dijo él—: Perdón, no sé qué me sucede. A últimas fechas me irrito más de la cuenta. Tal vez estoy tomando demasiado té de pipa.
—¿Qué decías de mi hermana?
—¡Ah, sí! Pasaba las vacaciones en casa de una amiga. Se llama Leila Bermúdez.
—Ya sé. ¿Y qué pasó?
—A su padre le ofrecieron un trabajo en Estados Unidos. Se van a mudar dentro de unos días. Carmen pasará el resto de las vacaciones aquí. ¿Le gustan los peluches?
—Sí.
—¿Y tiene muchos?
—Muchísimos.
—¿Y los va a traer? —el tío hacía preguntas francamente extrañas.
—Tal vez traiga a Juanito.
—¿Tiene un muñeco que se llama como tú?
—Sí. Le puso así para que yo la invitara al Club de la Sombra.
—¿Qué es eso? —el tío estaba muy interesado.
—Inventé que en las noches iba a un club donde sucedían aventuras. Se lo conté a Carmen para darle envidia y ella me creyó todo. Siempre me cree.
—Es curioso, muy curioso —el tío se rascó la barbilla.
—No entiendo.
—Hace unos días entraste al cuarto de los libros para ciegos. Ellos te ayudaron a salir, formaron escalones y se pusieron a tus pies. Ya te dije que algunos de los mejores lectores han sido ciegos. Mi padre dejó de ver desde muy joven. También tu tatarabuelo fue ciego. Él fundó esta biblioteca. Tienes una asociación muy peculiar con los libros de sombra.
Tito hizo una pausa. Se repasó la barbilla con los dedos. No se había afeitado y se oyó un ruido rasposo. Se apretó la barbilla, como si quisiera que de ahí le salieran las ideas. Finalmente dijo:
—Anoche pasó algo muy extraño.
¿Me habría descubierto? ¿Sabía que llevé el libro maligno al cuarto de los libros de sombra? Quise cambiar de tema y pregunté:
—¿Por qué te interesan los peluches de mi hermana?
—Hace muchos años un niño entró a esta casa con un conejo de peluche. Lo trajo Eufrosia. Es su sobrino, venía de su pueblo y sus padres lo dejaron aquí por unas horas. Su mascota parecía un inocente conejo peludo, pero tenía un hongo al que le gusta mucho el papel. ¡Toda mi biblioteca se contagió! Miles y miles de libros de todas las épocas estaban en peligro. Ese temible conejo de peluche había estado en contacto con libros enfermos. El niño era monaguillo en el pueblo de Eufrosia. En la iglesia, el sacerdote tenía libros antiguos que hubieran sido valiosos en caso de estar sanos. Pero eran libros con hongos que se meten bajo la piel. ¡Mira estas marcas! —el tío me tendió sus muñecas, mostrando unas rayas blancuzcas que yo no había visto—. ¡Los hongos rayaron mi piel! Me hubieran dejado como un tigre de Bengala de no ser porque fumigué todos los libros, página por página. Ningún especialista quiso hacerlo porque tenía miedo de pasar tanto tiempo en contacto con el veneno. Tuve que rociar el polvillo personalmente. Durante dos años no leí una línea, solo curé libros enfermos. Fue la peor época de mi vida. Esta biblioteca se convirtió en un hospital de páginas agonizantes. El aire olía a sustancias tóxicas y Eufrosia dejó de venir. Me alimenté de pan y agua, como un prisionero. ¿Conoces una tragedia peor?
—¿Y respirar tanto veneno no te afectó un poquito? —pregunté.
—¿Tú que crees? —el tío sonrió de manera curiosa—. ¿Te parezco un poco raro?
—La verdad es que sí —me atreví a decir.
—¡Siempre he sido así! No me interesa ser una persona aburrida y normal.
—No tiene nada de malo ser normal.
—A mí me parece aburrido. Un tostador de pan es normal. En cambio, un guiso sabroso es especial. Prefiero ser un guiso.
—Eres mi tío, no eres un platillo.
—Todo depende de qué tan antropófago te pongas. Hay caníbales que se han merendado a sus tíos favoritos.
—Solo te quería decir que no es malo que seamos normales.
—Tampoco te hagas el muy sencillo. Tienes aspecto de persona simple: dos ojos, una nariz sin chiste, una barriga de tragón común y corriente. Pero tienes talento para atraer a los mejores libros. Eres un lector prínceps y eso nadie te lo quita. Por eso te necesitaba a ti. El veneno no me afectó, querido sobrino, lo que me afectó fue la soledad y no saber qué hacer con tantas lecturas. Tú puedes cambiar eso, solo espero que los peluches de tu hermana no traigan un hongo.
—No han estado en contacto con libros antiguos.
—Todavía no me repongo de aquel conejo tan contagioso. Los libros son seres vivos. Hay que cuidarlos mucho. Te voy a confesar una cosa: anoche cometí un grave error.
—¿Qué quieres decir? —pregunté en el tono más inocente del que fui capaz.
—¿Te acuerdas del libro que mandé pedir, el de tapas azules que es muy antiguo?
—Más o menos —mentí.
—Te dije que era un libro para buscar otros libros.
—Ah, sí, recuerdo algo. ¿No dijiste que era un libro explorador?
—En realidad, es un libro pirata.
—¿Pirata?
—La gente llama «libros pirata» a los que se fabrican sin permiso, las copias mal hechas que se venden en la calle. Pero hay otra clase de libros pirata: libros que interceptan los mensajes de los demás libros y se los roban para que nadie pueda leerlos. Fue lo que pasó con el libro que le prestaste a Catalina. Ahora lo sé.
—Cuéntame —dije, muy interesado.
—Quise ver qué estabas leyendo y cometí el error de dejar Un hallazgo en el río en forma de corazón al lado del libro de pastas azules ¡y le robó el contenido! Tú le diste el libro a Catalina a la mañana siguiente. Ya estaba alterado.
—¿Cómo pudo pasar eso?
—Los libros se relacionan unos con otros, algunos se hacen amigos, otros incluso parecen parientes. Pero también hay libros envidiosos que desprecian los buenos mensajes de otros libros y tratan de dañarlos. Son libros hechos por gente incapaz de proponer algo por su cuenta y que solo puede destruir lo que otros hacen. Así es el libro de tapas azules. Pensé que me ayudaría a encontrar El libro salvaje. Grandes especialistas hablaban maravillas de ese tratado de adivinanzas, pero también hay especialistas que se equivocan o que quieren hacer daño. No todo lo que se escribe es bueno, querido sobrino.
El tío hizo una pausa. Suspiró como si saliera del agua. Luego continuó:
—El libro azul es dañino, el peor de los libros pirata, hecho para saquear y perjudicar a los demás libros. El autor no firmó con su nombre. Es un cobarde que se oculta. Quien quiera que lo haya escrito odia a todos los demás autores. Él quisiera ser el único sobre la Tierra. Por eso busca acabar con los demás libros, especialmente con los buenos, que son los que más rabia le provocan. Debí entender esto pero me ganó la ambición de tener un libro muy especial. Ayer te vi con furia y con envidia. Lo reconozco y te pido una disculpa. Estaba bajo la influencia de ese libro destructivo. Fue como si tomara una droga. Te odié a ti y odié a tu amiga porque ustedes leen como yo no puedo hacerlo, mejorando las historias. El libro me aconsejó apartarte de Catalina, y algunas cosas peores.
—¿Qué cosas?
—Te lo diré todo, pero promete que me perdonarás.
—No te preocupes —dije, con voz temblorosa.
—No soy un lector prínceps, nunca lo he sido. Puedo detectar a quien lo es, pero yo no tengo ese poder. Quise encontrar El libro salvaje por mi cuenta y por eso recurrí al terrible tratado de tapas azules. En vez de dejar que tú hicieras todo, me quise adelantar, usando ese libro que resultó ser un enemigo.
Solo entonces advertí que no había tocado su taza de té. Nunca lo había visto hablar tanto tiempo sin beber ni ir al baño.
—Antes de que vinieras a esta casa estaba muy triste —prosiguió—. Pensé que moriría sin descifrar el misterio de esta biblioteca. Mi padre me habló de El libro salvaje, pero ese volumen no ha querido que yo lo lea. Es como un potro que no acepta jinete, o que espera a un jinete muy especial. Pensé que no habría solución. Angustiado, fui a la sección de libros de magia y me enteré de ese antiguo tratado de adivinación. Lo recomendaban algunos hombres con fama de sabios, pero ahora sé que eran malas personas. Los malos, querido sobrino, no siempre parecen malos. A veces hasta parecen sabios. Mandé pedir el libro antes de que tú llegaras. No sabía que al fin tendría la oportunidad de contar con tu ayuda. Cuando el libro malvado llegó, ya estabas aquí. Lo viste entrar. Debí deshacerme de él, pero la tentación fue demasiado fuerte. Sus páginas se apoderaron de mí. Perdí el control. Estaba aturdido. Me sumí en esas hojas como una bolsita de té en el agua. Me disolví por completo. Apenas ahora vuelvo a ser tu tío. Esta mañana desperté sintiéndome completamente distinto.
—¿Distinto a cuándo? —pregunté, tratando de seguir sus ideas.
—A ayer. Durante la noche, el libro desapareció de mi escritorio. Me dio una rabia infinita y lo busqué por todas partes, con desesperación y linternas especiales. No apareció. Curiosamente, desperté mucho más tranquilo, con la mente despejada. Ahora entiendo que me hizo bien alejarme del libro. Por eso puedo ver las cosas de otra manera y pedirte perdón. ¿Me perdonas?
—Ya te perdoné, tío —dije, avergonzado por tanta insistencia.
—¿Sabes por qué conecté el teléfono? —me preguntó.
—¿Para ver si hablaba mi mamá?
—Claro que no. Para pedirle un consejo al rector de la universidad. Es un viejo amigo mío. Quiero avisarle que tengo un enemigo de los libros en la casa. Necesito consejos para localizarlo.
—¿No es mejor que siga perdido? —pregunté, con fingida inocencia.
—Es bueno que esté perdido, pero temo que vuelva a aparecer. Necesito saber cómo enfrentarlo.
—¿Y el rector te puede ayudar?
—Es un gran experto en libros malvados. Por desgracia tiene demasiado trabajo. Le hablé hace rato pero no pudo atenderme: tenía una cita con el entrenador del equipo de futbol de la universidad, que está a punto de bajar a segunda división. Supongo que eso le importa más que un libro pirata. Quedó de hablarme cuando terminara con el problema. Por eso dejé el teléfono conectado y por eso entró la llamada de tu madre, que hablaba para ver si de chiripa daba con nosotros. Lo de Carmen es una emergencia. Me pregunto cuántas emergencias caben en esta casa…
—¿Y no hay forma de controlar al libro de tapas azules?
—Ciertos libros son tan poderosos que anulan al libro pirata. Lo someten y eliminan sus efectos. Es posible que en esta casa haya algunos, pero no sé cómo encontrarlos.
Entonces me llené de valor y le dije:
—¿Te puedo decir una cosa y prometes no enojarte?
—Desde luego, sobrino, estoy avergonzado por mi conducta de ayer. No me voy a enojar contigo. Tú ya me perdonaste y yo perdonaría cualquiera de tus defectos chicos, medianos o grandes.
Tomé aire y le conté de un tirón lo que ocurrió la noche anterior.
El tío me miró, sin dejar de sonreír:
—¿Entonces tú le pusiste la campanilla a Dominó? Debí sospecharlo. ¿Para qué sirven mis sesos? Estaba tan afectado por el libro maligno que me comporté como un tonto. Tu solución fue magnífica. El libro envidioso ha sido controlado por los libros de sombra, que él no puede leer. ¡Qué maravilla que estés conmigo! ¡Podemos desconectar el teléfono!
—¿Y si llama el rector?
—No importa. Esta emergencia ha terminado.
El tío se inclinó para desenchufar el contacto.
—¿No sientes una extraña paz? ¡Qué escándalo provoca el teléfono!
—Solo sonó una vez.
—¿Te parece poco? Para mí eso equivale a un cañonazo. Tardo mucho en reponerme —se llevó la taza a los labios y exclamó—: ¡Puaj! Es la primera vez que se me enfría una taza de té. Nunca había hablado tanto tiempo sin beber mis preciosas hierbas. Vamos a la cocina, querido sobrino: necesitamos recobrar fuerzas.
Y así terminó el extenso diálogo con el pariente que, para mi fortuna y la de los libros, había vuelto a ser el mismo de siempre.