El frasco de hierro
Mi madre empezó a dejar cigarros por todas partes. Ni siquiera los fumaba completos. Estaba tan nerviosa y hacía tantas llamadas telefónicas que los cigarros se juntaban en montoncito en el cenicero sin que ella acabara de fumar uno solo. Había señales de humo en cualquier sitio, como si viviéramos en un campamento pielroja.
Todo olía a ceniza y a puré de papa. Durante la semana de separación, comimos albóndigas con puré de lunes a sábado. El domingo, mi madre nos dejó con su amiga Ruth, que nos dio unas salchichas alemanas deliciosas, espolvoreadas con algo que yo no conocía: nuez moscada.
Mi madre pasó tardísimo por nosotros. Carmen ya estaba dormida, abrazada a su castor de peluche. Yo me caía de sueño pero alcancé a oír la conversación entre mi madre y su amiga:
—Lo peor son las vacaciones —dijo mi madre—; no sé qué hacer con ellos.
«Ellos» éramos Carmen y yo.
—Algo saldrá —dijo Ruth—. Yo me puedo quedar con la Pinta.
La Pinta era nuestra perra, raza maltés, color blanco y negro. Me sorprendió, y en parte me tranquilizó, que Ruth ofreciera quedarse con la perra y no con nosotros.
¿Por qué no podíamos pasar las vacaciones en casa? Faltaban dos semanas para el fin de cursos. En el colegio ya estudiábamos poco. El maestro había dejado de tener prisa; nos daba un papel para que dibujáramos cualquier cosa, durante varias horas. Luego cantábamos canciones muy largas y no le importaba que nos equivocáramos. Era como si las clases de verdad ya hubieran acabado y solo estuviéramos ahí por compromiso, llenando los días que faltaban para el verano, las «vacaciones grandes», como les decíamos nosotros.
El mejor momento de la vida era el primer día de vacaciones. El sol entraba de otro modo al cuarto. Un sol animoso, color miel, que calentaba las cortinas y hacía saber que venían dos meses sin escuela. En ese primer día podía pasar cualquier cosa, como si la luz llegara de Australia y sus desiertos de arena rojiza.
Si dejas de comer durante un año algo que te gusta muchísimo (chocolate o espagueti o pollo rostizado) y de pronto vuelves a probarlo, te gusta todavía más que antes. Así era el primer día de vacaciones.
Pablo, mi mejor amigo, vivía a dos calles de la nuestra. Habíamos planeado muchos juegos para el verano, incluyendo entrar a una casa abandonada que tenía las ventanas rotas y donde vivían gatos salvajes. Iba a ser el mejor verano de mi vida. Pero Mamá tenía otros planes.
Una tarde regresé de jugar con Pablo y encontré el pasillo lleno de cajas:
—Las cosas de tu padre —explicó Mamá.
Me asomé a una caja y vi libros. Mi padre estudió ingeniería y había escrito un libro de título muy raro: Puentes de voladizo. Me explicó que así se llaman los puentes que se parten en dos y se alzan para que puedan pasar los barcos.
Pensé que él iría por sus cosas, pero poco después llegaron dos cargadores y se llevaron todo en un santiamén.
—Las cosas van a ir a una bodega, en lo que tu padre regresa de París.
—¿No iba a rentar un estudio?
—Va a construir un puente en París.
Tal vez iba a construir un puente, pero también iba a ver a esa amiga que le envió la carta. Los dibujos que ella había hecho en el sobre me gustaron mucho, pero odiaba que mi padre se fuera con ella.
También odié que mi padre construyera un puente allá. Seguramente se trataba de un puente que se levantaba para que pasaran los barcos. Esa era su gran especialidad. Yo prefería los puentes que no se separaban y seguían fijos, conectando dos orillas.
No me importó que sus libros aburridos se fueran de la casa.
Mi madre tomaba pastillas color azul cielo contra el dolor de cabeza. Luego supimos que no tenía simple dolor sino un padecimiento más fuerte llamado jaqueca.
También padecía gastritis. El jugo de naranja le caía muy pesado y lo bebía con un popote hecho de vidrio para no tomar aire (que por lo visto le caía aún más pesado). Era tan guapa que se veía bien incluso cuando tomaba jugo, aunque ponía una cara como si bebiera vidrio, vidrios rotos que la destrozaban por dentro.
Cada tercer día me mandaba a la farmacia a que le comprara remedios para la jaqueca o la gastritis. Cuando íbamos a casa de la abuela ella le decía:
—Es por el cigarro. La culpa de todo la tiene el cigarro.
Pero mi madre no podía dejar de fumar, y menos con tantos problemas encima. Cuando la abuela hablaba mal del tabaco, mi madre cerraba un ojo como un pistolero a punto de disparar, encendía un cerillo con un rápido movimiento de experta en fuegos y fumaba con una intensidad especial. Luego se comunicaba con nosotros al estilo pielroja. De su boca salían señales de humo que querían decir: «Hago lo que me da la gana».
Una noche soñé que entraba en la casa abandonada, siguiendo un gato blanco. En todas partes había fogatas hechas con muebles. Llegaba al salón principal, donde ardía una mesa muy grande. En un sofá estaba mi padre, leyendo el periódico. De pronto, el periódico comenzaba a arder pero él no hacía nada: veía el fuego como si fuera una noticia. Desperté antes de que las llamas llegaran a sus manos.
Pensé que mi padre prefería vivir en una casa abandonada, con los muebles y el periódico ardiendo, que vivir con nosotros. Me enojé mucho con él y le pegué a mi almohada hasta que no pude más. Luego imaginé que yo era un koala y abracé la almohada como si fuera mi árbol. Había llorado y la funda estaba húmeda. Tal vez por eso soñé que llovía mucho en el bosque australiano donde yo llevaba una vida de koala feliz.
Me encantaba meterme en la cama con las sábanas recién cambiadas, la fresca maravilla de estar ahí.
Con los problemas que teníamos desde que mi padre se fue, pasaron días y días sin que me cambiaran las sábanas. Al principio no me di cuenta, pero una noche me pregunté si algún día las sábanas volvería a oler a burbujas.
Carmen también lo notó y le puso a sus sábanas unas gotas de champú para que olieran como nuevas.
Para que no vieran que había llorado, mi madre usaba lentes oscuros. Parecía alguien de la mafia. Sobre todo cuando llevaba un cigarro en la boca y una pañoleta en la cabeza. Pero se veía bien. Las mujeres mafiosas pueden ser guapas.
Faltaban solo dos días para las vacaciones cuando nos dijo:
—Tenemos que hablar.
Fuimos al comedor donde ella rebanaba un melón. En los últimos días estaba tan nerviosa que se cortaba al preparar cualquier cosa. Cada vez que cocinaba sacaba la caja de curitas, segura de que se iba a lastimar. Luego se ponía alcohol y esto hacía que la cena supiera a farmacia.
Tuve miedo de que se rebanara un dedo mientras hablaba con nosotros. Por suerte, soltó el cuchillo y dijo:
—La Pinta va a pasar las vacaciones en casa de Ruth.
Habló como si fuera normal que los perros salieran de vacaciones.
—¿Y nosotros? —preguntó Carmen.
Esta parte le costó más trabajo a mamá. Las palabras salieron de su boca como si estuvieran hechas de algodón:
—Los Bermúdez te quieren mucho —respondió mamá.
Leila Bermúdez era la mejor amiga de mi hermana. Como siempre, Carmen quedó feliz con la solución. Si estuviera en un barco a punto de naufragar, estaría muy contenta de subir a un bote inflable. En los peores momentos encuentra algo fantástico.
Como a ella la mandaron con su mejor amiga, pensé que me mandarían a casa de Pablo. Pero mi madre dijo:
—Vas a ir con tío Tito.
—¿Por qué?
—Él lo pidió.
—Prefiero ir con Pablo. O con la abuela.
—Pablo tiene cuatro hermanos. No hay lugar para ti. En cuanto a la abuela, está demasiado vieja para atender a otra persona.
—Prefiero ir con otra gente.
—¿Por qué?
—Mi tío tiene pelos blancos que le salen de la nariz —fue lo único que se me ocurrió decir.
Era cierto. Tío Tito se rasuraba las orejas, porque también ahí le crecían pelos blancos, pero no hacía nada con los pelos que le asomaban de la nariz.
—El tío te quiere mucho —comentó mi madre.
También esto era cierto. Cada vez que lo veía, me leía alguna historia de los miles de libros que tenía en su casa. Era excelente hablando de la vida de los dragones, las espadas de la Edad Media y los cohetes del futuro. Pero yo no quería vivir con él. ¿Qué iba a hacer en una casa tan oscura como la suya, con tantos libros llenos de polvo?
Tío Tito no tenía hijos. Era primo de mi madre y siempre había vivido solo, rodeado de su inmensa biblioteca. ¿Por qué había pedido que yo fuera con él? Me resultaba simpático pero prefería verlo poco.
—Tiene libros magníficos —agregó mi madre.
—Pero no tiene televisión.
La tele me gustaba tanto como el pollo rostizado. En cambio los libros me interesaban poco, sobre todo si eran de ingeniería.
No seguimos discutiendo porque ella se puso nerviosa, trató de cortar otra rebanada de melón y un hilito de sangre recorrió la mesa.
—Ni siquiera puedo cortar un melón —dijo ella, muy desesperada.
Carmen y yo le dijimos que no era cierto, que en todo el edificio nadie cortaba los melones mejor que ella, y no volvimos a hablar de la casa donde yo pasaría las vacaciones.
Al día siguiente pensé que mi madre me quería demasiado para enviarme a casa del tío Tito. Eso no podía ser verdad.
Me pareció correcto que la Pinta se fuera a casa de Ruth y aprendiera a ladrar en alemán y que Carmen se fuera a casa de Leila Bermúdez. Yo me quedaría con mi madre. Ella me necesitaba, de eso estaba seguro.
El último día de clases se le olvidó ir por nosotros. Muchas veces llegaba tarde y éramos los últimos en el patio del colegio, pero esta vez sencillamente se le olvidó ir. El portero quería cerrar la escuela porque también él comenzaba sus vacaciones.
Tomé la mochila de Carmen y la mía y le dije que nos fuéramos andando. Conocía la ruta pero nunca la había hecho a pie. Tardamos dos horas en llegar a la casa.
¿Qué podría haber pasado para que mi madre no hubiera ido por nosotros? ¿Se habría muerto? ¿Estaría desmayada? ¿Tendría un dolor que no quitaba ninguna pastilla?
Tocamos la puerta del departamento y me dije a mí mismo: «Si no abre en quince segundos es que está muerta».
La puerta se abrió a los trece segundos. Mamá nos vio, muy sorprendida, como si saliéramos de un sueño. Solo entonces se dio cuenta de que se le había olvidado ir por nosotros.
—¡Dios mío! ¿Qué hora es? —exclamó—. ¡Todo se me olvida!
Nos pidió perdón de mil maneras.
—Estaba haciendo sus maletas y se me fue el tiempo —explicó.
La maleta de Carmen ya estaba lista, al igual que la canasta con sus peluches favoritos.
—Falta Juanito —dijo mi hermana y fue por el muñeco que se llamaba como yo (le había puesto así para que yo aceptara llevarla al Club de la Sombra).
Todavía entonces pensé que Carmen se iba a ir a otra casa, pero yo me quedaría. Mamá no podía separarse de mí.
—Voy a terminar tu maleta —dijo ella y se dirigió a mi cuarto.
La seguí lentamente.
La vi arrodillada ante mi cama, doblando camisas y colocándolas con mucho cuidado en la maleta. «Lo hace para que crea que me voy a ir, pero no le voy a creer», pensé.
Siguió metiendo cosas hasta que llegó a un objeto pequeño y oscuro. Era un frasco. El doctor me había recetado hierro. Cada mañana, yo tomaba una cucharada de un jarabe negro. Tenía un sabor asqueroso, pero el pediatra había dicho: «El hierro es bueno para crecer», como si yo fuera un puente en construcción. Odiaba esa medicina que los demás creían tan buena para mí.
Solo en ese momento, al ver que el frasco de hierro entraba en la maleta, supe que todo era verdad, que me iría de la casa y pasaría dos largos meses con tío Tito. Si mi madre empacaba algo tan preciso y extraño como ese frasco es que la cosa iba en serio.
Entonces aprendí, por primera vez y para siempre, que ciertos detalles hacen que las historias sean verdaderas. Cuando el frasco entró en la maleta, todo me pareció real. Tenía que creerlo: iba a una casa que apenas conocía.
Lo que entones no podía saber es que eso me iba a llevar a la mayor aventura de mi vida.