Encendía la luz, miraba el mapamundi sobre el escritorio y el último peluche con el que a veces dormía. Si alguien me hubiera dicho a los 13 años que yo era un niño, me habría puesto furioso. Yo me sentía como un hombre joven. Mi conejo de peluche estaba ahí porque le tenía cariño. Pero podía dormir sin él y podía defenderme solo. Ni siquiera cuando tenía el «sueño escarlata» me lo llevaba a la cama. El conejo me miraba desde su rincón, con un ojo más bajo que el otro. No le pedía ayuda pero pasaba mucho tiempo antes de que pudiera volver a dormirme.
En las noches de pesadilla despertaba con mucha sed. Si ya me había acabado el agua que mi madre colocaba en el buró, no me atrevía a ir a la cocina, como si ese fuera el lugar del «sueño escarlata».
Entonces trataba de distraerme con los países del mapamundi. Mi favorito era Australia, pintado del color de un chicle bomba. Mis tres animales preferidos eran australianos: el koala, el canguro y el ornitorrinco.
Lo que más me gustaba de los koalas era la forma en que se sostenían de los árboles. Me abrazaba a la almohada, como si fuera un koala, hasta quedarme dormido, con la luz encendida.
Tal vez porque estaba creciendo se me ocurrían cosas de terror. A mis amigos del colegio les gustaban las historias de fantasmas y vampiros. A mí no me gustaban, pero tenía ese sueño terrible.
Una noche desperté aún más sobresaltado. Prendí la luz y me vi las manos, temeroso de que estuvieran manchadas de sangre. Solo tenía las marcas de tinta con las que había vuelto del colegio. Vi el mapamundi y, antes de que pudiera pensar en países lejanos, oí un sollozo. Venía del pasillo y tenía el tono inconfundible de mi madre.
Esta vez me atreví a salir. El llanto era más importante que mi pesadilla y caminé descalzo al cuarto de mis padres.
Ellos dormían en camas separadas. Las cortinas estaban abiertas y la luz de la Luna entraba al cuarto, sobre la cama de mi padre, que era la más próxima a la ventana. He visto muchas camas desde entonces pero ninguna me ha impresionado de ese modo: mi padre no estaba allí.
Mamá lloraba, con los ojos cerrados. No se dio cuenta de que yo estaba en el cuarto. Fui a la cama de mi padre, la abrí y me metí ahí. Respiré un olor delicioso, a cuero y loción, y me quedé dormido en el acto. Nunca descansé mejor que esa noche.
Al día siguiente, a ella no le gustó verme dormido en la cama de mi padre. Le dije que era sonámbulo y que había llegado ahí sin saberlo.
—¡Lo que me faltaba! —exclamó mi madre—: ¡un hijo sonámbulo!
En el camino a la escuela, mi hermana Carmen se burló de mí porque caminaba dormido. Luego me preguntó si le podía enseñar a ser sonámbula. Carmen tenía 10 años y creía todo lo que yo decía. Le expliqué que pertenecía a un club que se reunía por las noches: recorríamos las calles sin dejar de dormir.
—¿Cómo se llama el club? —me preguntó Carmen.
—El Club de la Sombra —se me ocurrió de pronto.
—¿Y yo puedo entrar?
—Antes tienes que superar varias pruebas. No es tan sencillo —le contesté.
Carmen me pidió que una noche la despertara para llevarla al club. Prometí hacerlo, pero naturalmente no lo hice.
Preocupada de que yo fuera sonámbulo, mamá habló con su amiga Ruth, que había vivido en Alemania durante la segunda Guerra Mundial y había presenciado cosas más espeluznantes que un niño sonámbulo. Cuando mi madre hablaba por teléfono con Ruth, se tranquilizaba con historias peores que la suya. Nuestra vida no era perfecta, pero al menos no nos bombardeaban.
Cuando regresé del colegio mi madre hablaba por teléfono con Ruth. Sin embargo, esta vez el aire olía a puré de papa. Las terribles historias de su amiga no lograron tranquilizarla.
Fui a dejar mi mochila al cuarto. Hice pipí y me lavé las manos (las malditas manchas de tinta seguían ahí). Me dirigí a la cocina, de donde salía ese olor estupendo que sin embargo siempre traía problemas.
Me detuve en la puerta y vi a mi madre llorar en silencio. Luego hice la pregunta que había repasado mil veces en la escuela:
—¿Dónde está papá?
Ella me vio a través de las lágrimas. Sonrió como si yo fuera un paisaje bueno y estropeado.
—Tenemos que hablar —fue su respuesta, pero no dijo nada. Siguió aplastando las papas, encendió un cigarro, fumó de manera confusa y la ceniza cayó sobre el puré.
Yo me quedé como una estatua hasta que ella dijo:
—Tu padre va a vivir un tiempo fuera de la casa. Rentó un estudio. Tiene mucho trabajo y nosotros hacemos demasiado ruido. Cuando termine ese trabajo, se va a ir a París, a construir un puente.
Algo me hizo pensar que mi padre no iba a volver nunca a la cama que vi bajo la luz de la Luna.
Mi madre se arrodilló y me abrazó. Nunca me había abrazado así, arrodillada en el piso.
—No te va a pasar nada, Juanito —me dijo.
Cada vez que me decía Juanito sucedía algo terrible. No era un nombre de cariño sino un nombre de crisis, el puré de papa de los nombres.
No me preocupaba que me pasara algo a mí sino que le pasara algo a ella. Quería que sonriera como cuando pasaba por mí al colegio y yo sabía que era la más guapa de todas las madres.
—No te preocupes —contesté—: yo estoy contigo.
Fue lo peor que podía decirle. Lloró más que nunca y me abrazó con muchísima fuerza hasta que el puré de papa con ceniza se quemó en la estufa.
Mi hermana llegó más tarde porque tenía clase de piano y nos encontró comiendo pizza. Para ella la tarde fue muy divertida. Mamá no tenía apetito y dejó que Carmen comiera todo lo que quisiera.
—Tengo algo que decirles —mamá habló como si masticara cada palabra—: papá salió de viaje.
A Carmen esto le pareció genial porque pensó que papá le iba a traer un peluche.
Me dio tristeza ver a mi hermana contenta por no saber la verdad, pero hubiera hecho cualquier cosa porque nunca la supiera.
En esa época no estaba de moda el divorcio. Ninguno de mis amigos tenía padres divorciados. Sin embargo, yo sabía que eso podía suceder. Había visto una película muy divertida sobre un niño que se la pasa de maravilla porque tiene dos casas y logra que lo consientan mucho en las dos.
Mis padres no se peleaban pero tampoco hablaban como si se quisieran. Nunca se daban un beso ni se tomaban de la mano.
Una tarde, revolviendo papeles en el escritorio de mi padre, encontré una carta dentro de un libro. El sobre tenía dibujos estupendos: espirales rosas, asteriscos azules, relámpagos en verde zig-zag. Parecía la portada de un disco de rock.
El sobre contenía una carta. Era de una amiga que quería mucho a mi padre y esperaba viajar con él a París. Sentí un hueco en el estómago y le di la carta a mi madre.
Esto fue dos meses antes de que se nos quemara el puré de papa. A veces pensaba que ella se había puesto triste por mi culpa. Todo había sucedido porque yo le entregué la maldita carta.
—¿Te vas a divorciar? —le pregunté a mi madre, cuando Carmen no nos oía.
Yo no quería divertirme en dos casas como el niño de esa película. La verdad, tampoco quería ver a mi padre. Quería que regresara para que mi madre estuviera contenta. Nada más.
—No sé qué va a pasar. Papá los quiere mucho, eso es lo importante.
A mí no me importaba que me quisiera. Yo quería que la quisiera a ella. Fui a mi cuarto a hacer un juramento importante. Tomé el mapamundi y ante el mapa de Australia juré que en esa casa íbamos a ser felices, aunque me costara mucho trabajo lograrlo.
Esa noche no tuve pesadillas pero tampoco pude dormir.
Fui al cuarto que había sido de mis padres, donde ahora sobraba una cama. Bueno, creí que sobraba una cama. Me iba a acostar ahí cuando vi que Carmen se me había adelantado. Como siempre, parecía muy contenta. Tal vez soñaba que la admitían en el Club de la Sombra.