De pronto recordé la existencia de mi reloj. Había estado tan entretenido en la lectura que no lo había consultado en todo el día. ¡Eran las doce de la noche! El tío debía estar preocupado. Decidí regresar. En eso, un título llamó mi atención: Reloj de letras. La primera frase era: «Todos los tiempos están en este».

El libro trataba de los laberintos del tiempo. Lo hojeé de prisa, porque deseaba volver con el tío. Aunque solo pasé unos instantes ante esas páginas, el efecto fue poderoso. En un santiamén recordé cosas que parecían muy lejanas. Pensé en mi primer triciclo, en los juguetes que construía mi padre, en el sabor de un helado de pistache que no había vuelto a probar, en el día en que a mamá se le olvidó ir por nosotros a la escuela y tuvimos que regresar a pie, en la forma en que nos abrazó y yo respiré el perfume de su pelo. ¡Qué lejano parecía todo eso! Y al mismo tiempo, ¡qué cercano! Ese libro me hizo sentir que los recuerdos vivían con fuerza dentro de mí. Volví a ponerlo en su sitio.

Entonces pasó algo increíblemente extraño: al lado vi un libro blanco, sin letras impresas. Parecía un libro a medio hacer, con el lomo de tela cruda, algo rasposa. ¿Había llegado ahí por descuido o accidente?, pero no era el momento de pensar qué clase de libro podía ser: ¡era el momento de atraparlo!

Traté de tomarlo, pero se escurrió entre mis dedos. Fue veloz como el rayo, tan veloz que no pude ver su movimiento. Simplemente dejó de estar ahí. Apenas logré rozarlo con las yemas de los dedos. La mano me vibraba de emoción, como si pensara por su cuenta.

Los demás libros cerraron filas para ocultarlo y no quedó un hueco en la repisa, como si ese libro nunca hubiera estado ahí.

Oí una campanilla: el tío había llegado a buscarme.

—¡Llevo horas revisando la biblioteca! —exclamó al verme—. La cena ya se enfrió.

Entonces dije:

—Lo toqué.

El tío seguía pensando en la comida, de modo que tardó en reaccionar. De pronto alzó la cabeza y dijo:

—¡¿Qué tocaste?!

—¡Lo toqué! —no podía decir otra cosa ni podía dejar de verme la mano; finalmente acerté a decir—: Lo vi. Es blanco y no tiene letras. Parece un libro que no está terminado.

El libro salvaje —murmuró el tío.

—Se escapó.

—Hay que domarlo para que regrese.

—¿Cómo?

—Eso lo descubrirás tú. Yo soy tu humilde escudero.

Solo entonces percibí un olor a comida. El tío abrió su mano derecha:

—Traje un sándwich para el camino.

El pan se había convertido en un montón de migajas en el puño del tío.

—Estaba muy nervioso por no encontrarte y apreté demasiado el sándwich.

Probé unas migajas. Aunque aquello parecía incomible, sabía muy bien.

Memoricé el sitio donde había rozado el libro blanco y me dispuse a cenar como si nunca hubiera probado alimento.