Un enemigo
—Lo que me cuentas es muy extraño —dijo tío Tito, mientras inspeccionaba un libro con una lupa.
El lente de aumento hacía que su ojo derecho, de por sí abultado, pareciera el de un pez globo.
El tío movió la lupa. A través de ella vi su cara: los pelos que le salían de la nariz se agigantaron. Luego volvió a hablar, con voz seria y afilada:
—Es posible que tu amiga no sea tan buena lectora como habíamos pensado.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando le prestaste un libro por primera vez lo mejoró con su lectura. Hay gente que tiene habilidad para eso, pero luego la pierde. Es suerte de principiante. Tal vez ella solo estaba interesada en impresionarte. Tu amiga me preocupa, querido sobrino.
—¿Por qué?
—No sería la primera vez que un gran lector, un lector prínceps como tú, perdiera sus facultades por seguir unos bonitos ojos. Catalina te tiene embobado y ahora embobó al libro que le prestaste.
Aquello no me gustó nada. Cuando me devolvió el libro, Catalina estaba muy preocupada. ¡No había podido dormir en toda la noche! El libro se había vuelto extraño por otra razón, en contra de nosotros dos.
Pero el tío pensaba distinto. Empezó a caminar por el cuarto, a grandes zancadas. Luego se detuvo, cruzó los brazos y dijo:
—Tuve un amigo que era un genio para leer. Las universidades se disputaban su cabeza. Un sabio de esos que la humanidad produce cada cien años. Un buen día se enamoró de una alumna, se casó con ella y se dedicó a cultivar vegetales.
—¿Y fue feliz? —pregunté.
—¡¿Eso qué importa?! ¿No te das cuenta del desperdicio que significa tener a un sabio cultivando zanahorias?
A mí me parecía mejor estar contento que ser un sabio, pero no dije nada porque el tío estaba tan exaltado que parecía a punto de echar humo por la nariz.
Después de un rato en silencio dijo, más calmado:
—Los libros plantean problemas y la obligación de un sabio es enfrentarlos. Por complicada o incómoda que sea una idea, el sabio debe valorarla. Los apicultores no se quejan de que sus abejas tengan aguijones. Lo mismo pasa con los sabios: deben cuidar la colmena de las ideas, aunque unas piquen y otras tengan veneno.
No me atreví a apartar la mirada del hombre con pelos en la nariz que se acercaba a decirme:
—Aunque las ideas sean un avispero o un hormiguero, el sabio debe enfrentarlas. Pueden zumbar como locas y tener el feo aspecto de los animales a los que les sobran patas, pero hay que dejar que vivan. Mi amigo se rindió: pasó sus mejores años plantando una hortaliza, junto a una hermosa muchacha que con el tiempo se convirtió en una interesante señora, eso no lo niego.
—Dijiste que tenías un amigo que cultiva brócoli y que además hace inventos —le recordé.
—Eso es distinto. Estoy de acuerdo con los pasatiempos, siempre y cuando no interfieran con el desarrollo del conocimiento. A ti qué te interesa más. ¿Catalina o los libros?
Me molestó que me hiciera esa pregunta. Él no conocía a Catalina ni sabía lo mucho que ella había sufrido por la destrucción de la historia del río. En ese momento, mi pariente me pareció un viejo amargado que había pasado demasiado tiempo solo y no sabía apreciar a las personas.
Me negué a contestar.
El tío recorrió la habitación con largas zancadas, tratando de tranquilizarse. Sin embargo, cuando volvió a hablar, la voz le temblaba de furia:
—¡Ella arruinó el libro que le prestaste! No merece que le sigas pasando lecturas.
Estas palabras me enojaron tanto que salí de la habitación.
A la hora de la cena, el tío quiso congraciarse conmigo:
—Entiendo que te guste Catalina, sobrino, yo también fui joven, aunque parezca imposible.
No contesté.
—Pero no quiero que te distraigas demasiado y pierdas tu fuerza de lector. ¡Podemos encontrar El libro salvaje!
Mordí un bizcocho que me supo horrible. El tío me vio tras una nube de té de pipa. Luego me hizo la misma pregunta que había hecho en la mañana, pero esta vez sonaba más agresivo, como si ahora perteneciera a la mafia:
—Si tuvieras que dejar los libros para estar con Catalina, ¿qué harías?
Tampoco esta vez contesté, pero sabía cuál sería mi respuesta: prefería estar con Catalina que leer libros y quedarme solo como el tío.
—Sé lo que estás pensando —dijo mi molesto pariente—: preferirías estar con Catalina que leer libros y quedarte solo como tu tío.
Fue como si me leyera la mente.
—Acerté, ¿verdad? —preguntó él, muy satisfecho.
Seguí sin decir nada.
El tío se levantó de la mesa:
—Es la prueba de que Catalina te tiene en su poder.
Aunque las palabras del tío me molestaban, lo que había dicho era cierto: Catalina me importaba mucho más que cualquier otra cosa.
¿Era eso malo? No podía creer que ella deseara algo negativo para mí.
—Es una intrusa —dijo el tío desde la puerta de la cocina—. Vive enfrente, pero es como si se hubiera metido en esta casa. Nos está apartando. Es una entrometida. Maneja tu mente. Ten cuidado, sobrino.
Con estas espantosas palabras el tío me dejó en la cocina, ante un bizcocho que sabía cada vez peor.
Esa noche no pude dormir. Estaba furioso con tío Tito. Bueno, en realidad estaba furioso con todos los adultos. Primero mi padre se iba de la casa, luego mi madre me mandaba con un pariente al que casi nunca veíamos y ahora el tío se había vuelto loco. Era muy original, eso no podía ponerlo en duda, pero las ideas que se le ocurrían eran raras e inútiles.
Pasé horas en la cama, dando vueltas entre las sábanas. En esos momentos no me hubiera parecido mal tener la pesadilla del cuarto escarlata, con tal de quedarme dormido.
Era de madrugada cuando escuché que una puerta se abría en otra parte de la casa. Tal vez también el tío estaba despierto.
Como ya había empapado las sábanas de sudor de tanto moverme en la cama, decidí dar una vuelta.
Avancé por un pasillo que me pareció más largo y solitario que de costumbre hasta que escuché unos ruidos no muy precisos, como los de alguien que abre y cierra libros o frota papeles.
No muy lejos de donde me encontraba, el pasillo daba una vuelta y conducía a un cuarto lleno de mapas donde al tío le gustaba leer. Me dirigí hacia ahí. A medida que avanzaba, los ruidos se volvieron más fuertes.
La puerta del cuarto de mapas estaba entreabierta. No tuve que empujarla para ver al tío en su escritorio, concentrado en la lectura del libro de pastas azules. Su ceja derecha se alzaba en zig-zag y la frente se le arrugaba en tres líneas profundas. Su cara tenía un aspecto maligno. Si fuera posible adivinar lo que estaba leyendo por la expresión que mostraba, diría que estudiaba un tratado de magia negra.
Justo entonces sentí un contacto peludo en mis pies descalzos. Por suerte, se trataba de Dominó, mi gato favorito. Se quedó junto a mí para que le acariciara el lomo. Lo cargué porque me gustaba oír sus ronroneos, y entonces se me ocurrió algo. Tomé la campanilla que llevaba a todas partes, la até a la cola de Dominó y lo dejé en el pasillo. El gato corrió, provocando un agudo tintineo.
Mi tío levantó la vista, puso la cara de hartazgo que le provocaban las interrupciones, se ajustó sus lentes para ver de lejos y decidió averiguar qué pasaba. Debía pensar que yo me había perdido en algún rincón de su inmensa biblioteca.
Se dirigió hacia la puerta. Entonces saqué unos libros de la repisa más baja y me metí ahí.
El tío tropezó con los libros que dejé en el pasillo, pero no perdió el equilibrio y siguió de largo, diciendo algo contra Eufrosia, que no lograba mantener la casa en orden.
A lo lejos, sonaba la campanilla.
Aproveché la ausencia del tío para acercarme a su escritorio a revisar el libro que estaba leyendo.
Me sorprendió el grosor de las hojas. Parecían hechas de pellejo. En esos momentos no me hubiera sorprendido enterarme de que se trataba de pellejo humano.
Las hojas había sido escritas con tinta negra y dejaban ver el trazo de un pincel. Marqué con una pluma de ganso la página en que iba el tío.
Cerré el pesado volumen de pastas azules. El tío me había dicho que estaba escrito en latín. Sin embargo, pude leer el título sin problemas:
Libro de la adivinación de los libros
ÁBRELO AL AZAR, SI TE ATREVES
Volví a la página en la que estaba el tío. En el último renglón había una frase rarísima: Asurtni al noc rabaca sedeb.
¿Qué significaba eso? ¿Sería una clave en latín?
Escuché la campanilla a lo lejos, una buena señal: el tío no había alcanzado a Dominó.
Repasé la frase varias veces. El libro pedía ser abierto al azar. Tal vez si yo buscaba una página para mí, entendería la frase. Abrí el volumen en otro sitio. En la última línea encontré otra frase incomprensible: Arbmos ut ed eyuh.
Busqué un diccionario en la mesa. Alcé los libros y los muchos papeles que poblaban el escritorio y di con algo más raro: un espejo.
Volví a abrir el libro en la página del tío. Las palabras se ordenaron al ser reflejadas por el espejo. La primera frase decía: «Debes acabar con la intrusa».
¡Era la frase que el tío estudiaba con su ceja en zig-zag! ¡El libro lo había puesto contra Catalina! Se trataba de una obra maligna. Solo eso podía explicar el cambio de actitud de mi pariente. Tito había dicho que los libros son espejos que reflejan lo que somos. Ese libro era un espejo de otro tipo: reflejaba cosas falsas que hacían daño.
Luego leí en el espejo la frase que correspondía a mi página: «Huye de tu sombra». ¿Qué quería decir eso?
En eso estaba cuando oí un grito:
—¡Malvado Dominó!
El tío había atrapado al gato. Escuché los pasos que regresaban hacia la habitación donde yo me encontraba. Tomé el libro y salí al pasillo.
No pensé en lo que estaba haciendo. Lo único que quería era que el tío no me viera ahí.
Corrí a toda prisa hasta llegar a una escalera. Subí a trompicones. El libro era muy grande y pesado y dificultaba mis movimientos.
Llegué al piso de arriba, temeroso de haber hecho ruido. Traté de avanzar de puntitas pero el libro me pesaba cada vez más, como si no le gustara nada que yo lo llevara o como si no le gustara a dónde íbamos. Solo entonces recordé que cerca de ahí estaban los libros para ciego que leía mi tío abuelo.
Me senté en el pasillo a reflexionar. El libro de tapas azules me había dado un consejo: «Huye de tu sombra». Eso era muy raro. Nadie puede huir de su propia sombra, es algo que te pertenece y está contigo. Eso sería como huir de ti mismo. Además, si el libro me aconsejaba algo, yo debía hacer lo contrario. No podía dejarme embrujar como el tío. Debía conservar mi sombra. Y otra cosa: yo tenía amigos en la sombra.
Decidí llevar el libro de terribles adivinanzas al cuarto donde vivían los libros para ciegos.
Al acercarme a la puerta, el peso en mis brazos se volvió insoportable. Dejé el libro en el piso para abrir y apenas pude levantarlo. Sentí que los dedos se me iban a quebrar con esas páginas que parecían haberse vuelto de hierro, pero hice mi máximo esfuerzo y logré alzarlo.
Entré al cuarto y la puerta se cerró detrás de mí. Esta vez no sentí el menor miedo. Era ahí donde los libros habían formado escalones para permitirme escapar. De pronto me sentí muy ligero. No solo pude cargar el libro con facilidad, sino que me sentí aliviado por dentro.
Avancé hasta un librero y puse el libro en un estante. De inmediato fue a dar al suelo. Tres o cuatro libros le cayeron encima, como si desearan inutilizarlo. Sí, ahí yo tenía aliados, amigos desconocidos que vivían en libros que yo no podía leer, pero que estaban dispuestos a ayudarme. Tal vez por eso, en mis solitarios juegos de niño, había imaginado el Club de la Sombra.
No me costó trabajo regresar a la puerta. El cuarto estaba en penumbra pero me orienté con extraña seguridad, como si avanzara en un sueño.
Oí ruidos en el piso de abajo. El tío buscaba algo en su escritorio.
Yo sabía qué era. También, que no iba a encontrarlo.