Seguí rumbo a otra recámara, sin ver otra cosa que libros. De pronto Dominó saltó desde un anaquel y se escurrió por una puerta. Lo seguí y me encontré en un corredor oscuro. Traté de dar con el interruptor de la luz, pero mis manos solo tocaron volúmenes empastados en cuero. Tropecé con libros que estaban en el piso. Volví a buscar el interruptor de la luz y de pronto creí encontrarlo. Toqué una pequeña palanca y la jalé hacia abajo. Una trampa se abrió bajo mis pies y caí por una resbaladilla hasta un depósito de sábanas en el que también había algunos libros. Por suerte no había perdido la campanilla. La agité con fuerza hasta que llegó mi tío.
—¿Qué haces en la lavandería, sobrino? —me preguntó.
—Me caí desde allá arriba.
—Ya te irás acostumbrando a la casa. Tiene muchos recovecos, pero es bastante práctica. Ya descubriste el camino de la ropa sucia.
—Aquí hay algunos libros.
—Son para secado y planchado. A veces se me derrama el té sobre las páginas.
Cuando regresamos a la sala, mi madre se veía muy tranquila. Le había hecho bien hablar con el tío.
—Ya vimos la utilidad de la campana —dijo Tito—, nunca te separes de ella. Te aconsejo que te la amarres muy bien. Tengo un libro de nudos y te recomiendo el que se llama Margarita: Una vez atado, ni Dios lo quita —recitó.
Mi madre se despidió con muchos besos y abrazos. Olí su pelo, el mejor olor del mundo.
Ella me recordó que le hablara de vez en cuando desde la farmacia de enfrente.
Cuando el tío y yo nos quedamos solos, me dijo:
—Muy bien. Ahora propongo que pongamos en práctica el método del famoso detective Sherlock Holmes para conocer personas: vamos a hablar de nuestros defectos. ¿Cuáles son los más graves que tienes, sobrino?
—No sé.
—Para vivir con alguien tienes que saber qué problemas te puede dar. Nadie es perfecto. Si aceptas esos problemas te llevarás bien.
—No se me ocurre nada.
—¿No serás un poco presumido? Todos tenemos nuestros defectillos. Está bien. Empezaré yo —hizo una pausa, bebió un largo sorbo de té de pipa y empezó a enlistar sus defectos—: Uno: ronco en las noches, esto no es grave porque tendrás tu propio cuarto; dos: no me gusta que me hablen cuando estoy leyendo; tres: no soporto que alguien cante; cuatro: me enojo mucho por cosas que no tienen importancia, pero se me pasa rápido, y cinco: hago mal las cuentas y me quedo con monedas de otras personas…
Esto último hizo que me preocupara por mis monedas para hablar por teléfono. Las tendría que esconder muy bien.
—Ahora te toca a ti —insistió el tío.
—A veces tengo pesadillas y grito en la noche —contesté—; también me dan calambres en las piernas; no soy muy ordenado y tiro la ropa en el suelo; me lavo mal las manos y a veces las tengo pegajosas; me distraigo cuando estoy pensando y no oigo bien lo que me dicen; soy torpe y rompo las cosas…
Nunca había pensado que tuviera tantos defectos, pero me hizo bien decirlos.
—Puedo vivir con todo eso —opinó el tío, muy reflexivo—. ¿Y tú? ¿Puedes con mis defectos?
—Sí.
—Perfecto. Esos problemas nos unirán mucho.
El tío me dio un abrazo y, al hacerlo, volcó su taza de té. Unas gotas fueron a dar a su pantalón.
—¡Maldita sea! —gritó con furia; luego se me quedó viendo—: ¿Lo ves? Me enojo por cosas que no importan. Pero se me pasa en un santiamén. Los problemas que en verdad valen la pena me llaman la atención, pero no me preocupan. He leído suficientes libros para que sea así: los escritores me enseñaron que los grandes problemas son interesantes.
—¿Te gustan las arañas, tío? —le pregunté.
—¿Por qué lo dices?
Señalé la telaraña triangular en el rincón del cuarto.
—En esta casa hay arañas inofensivas que protegen de los mosquitos. ¿Has tratado de leer mientras un mosquito zumba en tu oído? Odio los mosquitos: son las orquestas de la desesperación. Zumban y zumban y no puedes pensar en otra cosa. En cambio, las arañas son amigas del silencio: se comen a los mosquitos con todo y su música.
—Traje un libro que se llama Todo sobre las arañas —le dije.
—Estás en el lugar correcto para estudiar a las que no son venenosas.
El tío Tito puso una mano en mi hombro y agregó:
—Lo vas a pasar bien aquí —luego suspiró como un nadador antes de lanzarse al agua—: lo vamos a pasar bien. Esta casa necesitaba un joven cerebro. Tus sesos son bienvenidos.
Así comenzó mi temporada en el laberinto de los libros.