Controla tu fuerza

La comida de Eufrosia era estupenda. Por las tardes me dejaba un sándwich y un vaso de leche con chocolate enfrente de la chimenea. Me encantaba comer esta merienda mientras veía arder los leños. Según mi tío, el delicioso sándwich era de jamón de jabalí. Me parece un poco extraño que fuera así, pero sabía distinto a cualquier otra cosa que yo hubiera probado, algo mejor que una supersalchicha y más exquisito que un fino salami. Tal vez fue cierto que aquellas tardes comí jamón de jabalí.

En las noches cenábamos pollo crujiente o espagueti con una salsa que debía tener tomate porque era roja, pero estaba enriquecida con hierbas finas que le daban un gusto exquisito. Curiosamente, aunque comía mucho más y mejor que en mi casa, estaba adelgazando.

—Es por la biblioteca —me explicó mi tío—. Este es un sitio para grandes caminantes.

Era cierto. Todos los días, yo recorría pasillos de nunca acabar. Como daban muchas vueltas, resultaba imposible saber qué tan largos eran. A la hora de la merienda tenía los pies entumidos.

Varias veces fui rescatado por el tío Tito en esas caminatas que parecían no tener fin. Un libro me llevaba a otro, y de pronto me encontraba en un sitio extraño, muerto de hambre o con ganas de ir al baño. Entonces agitaba la campanita que me había dado el tío.

A veces mi pariente tardaba largos minutos en dar conmigo. Cuando estaba muy ocupado en sus lecturas, le pedía a Eufrosia que fuera por mí. Ella avanzaba con gran lentitud y la espera se hacía insoportable, pero yo no me podía enojar con esa buena mujer que de inmediato me ofrecía una crujiente galleta de coco y me acariciaba con sus manos olorosas a un detergente muy dulce.

Traté de memorizar algunos tramos de la biblioteca. Aprendí, por ejemplo, que después de la sección «Aves del paraíso» se encontraba la de «Aviones y paracaidistas», y después de la sección «Torbellinos en el mar y en el pelo» la de «Pelucas de cabezas famosas».

Algunos nombres me daban risa, otros me preocupaban. Un día pasé por la sección «Personas que tosen demasiado». Ahí encontré un libro llamado Los que sufren fumando. De inmediato me acordé de mamá. ¿Qué estaría haciendo? ¿Habría vuelto a usar su suéter color mostaza, de cuello de tortuga, que la hacía verse tan guapa?

Esa noche volví a tomar una cucharada de hierro. No podía decepcionar a mi madre. Aquella oscura sustancia me supo tan mal como siempre. Por suerte, tenía las peritas de anís que me había dado Catalina. Pensé en sus manos delgadas, que al quedarse quietas parecían decir algo, algo bueno y tranquilo. Basta verlas para saber que todo podía ser mejor.

Al día siguiente se me olvidó tomar el hierro, pero no la perita de anís.

El tío me había dicho que los libros se movían, pero no era cierto. Memoricé varios títulos, me fijé en qué lugar estaban y durante varios días los vi en el mismo lugar.

Sin embargo, en cuanto empecé a buscar un libro que pudiera gustarle a Catalina ocurrió algo extraño. La sección «Aves del paraíso» seguía en su sitio, pero no encontré el libro llamado El pollo dálmata, que normalmente iniciaba esa sección. Lo mismo me ocurrió al llegar a «Aviones y paracaidistas». Pasé horas buscando Bombarderos de chicle bomba, que antes tenía perfectamente localizado.

¿Qué estaba sucediendo? El tío había dicho que en mis visitas anteriores los libros se habían movido. Ahora, esto solo ocurrió después de ir a la farmacia. ¿Catalina me había afectado tanto que yo afectaba a los libros? ¿Había recibido algún contagio de su parte o había despertado en mí una fuerza que parecía perdida?

Todo era muy raro, y muy interesante.

Recorrí los pasillos en busca de un libro que pudiera gustarle a ella. No podía fallarle. Debía dar con algo muy especial.

Fui a la sección «Magníficos perros». Siempre me han encantado los perros. La Pinta era una pequeña maltés y yo soñaba con tener un labrador que en las noches saltara a la cama.

Revisé toda clase de aventuras de perros hasta encontrar un libro que estaba ahí por error, pues no tenía que ver con el tema: Viaje por el río en forma de corazón. Lo abrí por simple curiosidad, pero me cautivó de inmediato.

No pude despegar los ojos de esa historia. Trataba de dos niños, Ernesto y Pepe, que se perdían en el bosque, construían canoas con un tronco y decidían buscar rutas distintas para salir de ahí. Uno iba hacia el Este, otro hacia el Oeste, pero el río tenía forma de corazón y, después de mil peripecias, los reunía en el mismo sitio. Ahí, un indio los ayudaba a construir una inmensa fogata, hecha con las mejores ramas caídas en otoño. El indio les explicaba que el bosque era tan espeso que ni siquiera las águilas, con su vista magnífica, podían saber si había alguien ahí. Ese punto del río era el único suficientemente despejado para mandar una señal de humo al cielo. «Aquí es donde late el corazón», explicaba el indio. Luego decía su nombre: Ojo de Águila. Las llamas de la fogata subían hacia lo alto y eran vistas por las águilas, que volaban en círculo sobre ellas, y luego por un helicóptero que llegaba a rescatar a los niños perdidos. Antes de que el hidrohelicóptero se posara sobre el río, el indio enseñaba a Pepe y a Ernesto a hacer una brújula con ramas y una piedra; luego, desparecía en el follaje.

Esa misma tarde le llevé el libro a Catalina. Ella no estaba, así es que no pude ponerme nervioso. Se lo dejé a su madre, una señora tranquila y amable.

También aproveché para hablar por teléfono con mamá. La oí más calmada. Su voz parecía firme, como si tomara hierro todas las mañanas. Curiosamente, esto me preocupó: ella parecía necesitarme menos que antes.

Me contó que se había teñido el pelo y eso me pareció rarísimo.

—¿Ahora eres rubia? —le pregunté.

—¡Cómo crees! —exclamó y soltó una carcajada.

—¿Entonces?

—Me pinté el pelo de mi mismo color.

Esto me pareció aún más extraño. ¿Por qué se pintaba alguien el pelo del color que ya tenía?

—Es por las canas —explicó ella—. Me siento mejor así.

Sin embargo, al decir esto produjo un ruido inconfundible: había encendido un cerillo. Hizo una pausa para aspirar. Mamá me seguía necesitando. Lo supe por la forma en que fumaba y se atragantaba con el humo.

—¿Y tú cómo estás? —preguntó entre carraspeos.

—Bien —mentí.

Al colgar el teléfono, me pareció que la bocina olía a ceniza.

Después de la merienda, mi tío quería jugar un juego de mesa donde los romanos luchaban contra los cartagineses. Los romanos iban a pie y los cartagineses montados en elefantes. Yo preferí buscar otro libro. Regresé a la sección «Magníficos perros» y de nueva cuenta me topé con un volumen inesperado: Incendio en el río en forma de corazón. Los mismos personajes volvían al bosque. Esta vez unos excursionistas trababan de hacer la fogata del indio Ojo de Águila, pero la hacían en el sitio equivocado, provocando un terrible incendio. Los venados, los zorros y los osos corrían para salvarse y se refugiaban en una zona donde el río no era muy hondo y ellos podían asomar sus cabezas. Ernesto y Pepe tenían que dar un largo rodeo para llegar al sitio donde latía el corazón del bosque y se veían obligados a recorrer a nado el último tramo. Cuando finalmente llegaban al sitio indicado, una pequeña playa en la punta del corazón, descubrían que sus cerillos se les habían empapado. Por suerte, uno de ellos usaba anteojos. Aprovechando los rayos del Sol, utilizaban los lentes como una lupa para achicharrar hojas secas. Así conseguían hacer una buena fogata. Esta vez actuaban sin ayuda del indio, que estaba atrapado del otro lado del incendio. El hidrohelicóptero llegaba al río y mostraba otro de sus recursos: tenía una cámara para succionar agua y arrojarla sobre el fuego. Los niños ayudaban a apagar el incendio, subían al helicóptero y veían a Ojo de Águila a lo lejos; se había puesto a salvo nadando sobre un tronco hasta la otra orilla del río.

Al día siguiente encontré otras historias del río en forma de corazón, en secciones de la biblioteca que nada tenían que ver con eso.

Se lo comenté al tío y el asunto le pareció natural:

—Ya te dije que los libros se mueven. Algo ha cambiado en ti. Cuando te conocí, supe que eras un niño que atraía las historias. No cualquiera hace que los libros se desordenen y traten de llegar a él. Tú tienes esa fuerza, pero debes aprender a usarla. Cuando te trajo tu madre, parecías atontado. Pensé que habías perdido tus poderes. Regresaste un poco perdido a la biblioteca. Supongo que tenías algunos problemas —Tito me vio en forma muy seria, como no lo había hecho antes—. Te entiendo, sobrino, yo también sé lo que se siente estar solo. A veces me gusta, pero a veces me canso. Creo que estás recuperando tus fuerzas. Algo importante ha sucedido.

No quise decir con quién había hablado en la farmacia.

—Los libros sienten a sus lectores —continuó el tío—, no cualquiera merece leerlos. Algo se ha abierto dentro de ti. El efecto es contagioso, incluso yo he visto libros que no recordaba haber comprado. ¿Sabes lo que acabo de leer?

—¿Qué? —pregunté, temeroso de que el tío hiciera otra de sus pausas para ir al baño. Por suerte esta vez mi curiosidad fue satisfecha de inmediato.

El tío abrió el libro de tapas azules que había llegado unos días antes:

—Aquí dice que cuando la energía de un lector es demasiado fuerte, puede producir una tormenta de libros. Ese es el lector prínceps tempestus. Los anaqueles se mueven en remolino como un verdadero ciclón. Pocas veces ha pasado esto. Un griego lo logró en la biblioteca de Alejandría, un monje enojón e italiano en la Edad Media, un argentino en la biblioteca de la calle México de Buenos Aires. Se trata de casos muy aislados. Normalmente los libros se mueven sin que veas cómo se mueven. Sus saltos son invisibles. De pronto están frente a ti.

—¿Quiénes fueron esos lectores tempestus? —pregunté, muy intrigado.

—Eratóstenes, bibliotecario de Alejandría, que calculó la circunferencia de la Tierra. La biblioteca de Alejandría era una de las siete maravillas del mundo. En cuanto al monje medieval, era un hombre que rezaba con los ojos cerrados, dándole oportunidad a sus libros de actuar a escondidas. El argentino era ciego y no podía ver cómo avanzaban esos volúmenes que conocía de memoria. A veces, los más grandes lectores son los que tienen un impedimento. Esta biblioteca fue creada por mi padre, que también fue ciego.

El tío me vio con ojos enormes, como si yo estuviera mucho más lejos y él tratara de distinguir mis facciones.

—¿Por qué me ves así? —le pregunté.

—Siempre te veo así.

—A veces me asusta que me mires tanto.

—Perdón, sobrino. Es una mala costumbre. Eso me pasa por haber vivido con un ciego. Yo miraba a todas horas a mi padre. Lo miraba con descaro porque él no podía verme. Me interesaba mucho notar sus reacciones. Por ejemplo, él siempre sabía si era de noche o de día, aunque no pudiera ver. Orientaba su cara como si buscara la luz de una ventana. A veces podía sentir el calor del sol y tal vez un resplandor le llegaba al fondo de los ojos, pero a veces sabía qué hora era sin tener forma de orientarse. Los ciegos tienen una visión interior muy precisa, desarrollan mucho su memoria, escuchan ruidos que se convierten para ellos en imágenes. Transforman el mundo en un reloj de sonidos. Yo le leía a mi padre y por sus gestos podía saber que él veía las poderosas imágenes de las que hablaba el libro. Me acostumbré a revisar todos sus gestos. Él no veía y yo lo veía demasiado. Por eso a veces me sobran los ojos ante las personas. No soy nada discreto. Te pido una disculpa.

Esta larga y sincera explicación me sorprendió mucho.

—No te preocupes, tío —le dije.

—A veces extraño a mi padre —comentó en voz baja—. Él me aficionó a la lectura y me enseñó que un libro es mejor cuando se comparte. ¡Qué bueno que ahora te tengo a ti! —sonrió con dientes tan grandes como los de un caballo.

En ese momento Eufrosia llegó con chocolate caliente y pastelillos. El tío se metió uno entero a la boca y siguió hablando. Su pantalón se llenó de migajas color de rosa. Le hice una señal para que se callara y comiera tranquilo.

Tito era tan impaciente que se había acostumbrado a resistir cosas hirvientes en la boca; no podía esperar a que se enfriaran. Tomó un trago de chocolate y creí ver que le salía humo de las orejas. Luego dijo:

—Los libros se sienten en confianza ante un lector magnífico que además tenga mala vista o cierre los ojos. Así se mueven más, hasta provocar tormentas muy serias. Se habla de gente que ha muerto sepultada bajo varias enciclopedias. Te digo todo esto para que seas prudente. Lo más difícil de tener un poder es aprender a no usarlo o a usarlo solo cuando es necesario. Atraes a los libros. Es una fuerza muy importante, pero debes controlar ese don.

Yo no me sentía nada especial. Lo único que quería era seguir encontrando historias del río en forma de corazón para dárselas a Catalina.