Capítulo 2

Por la mañana. Ella Hirsch estaba sola tumbada en medio de su cama y comprobó sus diversos dolores, molestias y achaques. Empezó por su defectuoso tobillo izquierdo, pasó al runruneo de su cadera derecha, se detuvo en los intestinos, que estaban vacíos y rugían a la vez, y siguió subiendo, pasando por sus pechos cada año más pequeños y sus ojos (la operación de cataratas del mes pasado había sido un éxito), hasta llegar al pelo largo (cosa que no estaba de moda) y teñido de un cálido color cobrizo, su única presunción.

«No está mal, no está mal», pensó Ella mientras sacaba primero la pierna izquierda y luego la derecha de la cama, y apoyaba suavemente los pies en el frío suelo embaldosado. Ira, su marido, nunca había querido poner baldosas —«¡Son demasiado duras! —había dicho—. ¡Demasiado frías!»—, de manera que habían puesto moqueta de pared a pared. Beige. El día en que Ira murió, Ella hizo una llamada y al cabo de dos semanas la moqueta ya no estaba, y volvía a tener sus baldosas, de mármol color crema, que le parecían agradables al tacto.

Ella se puso las manos sobre las piernas, se balanceó hacia delante y hacia atrás un par de veces, y se levantó de la cama queen size con un leve gruñido (su segunda adquisición tras la muerte de Ira). Era el lunes después del día de Acción de Gracias, y Golden Acres, «una comunidad de jubilados dinámicos», estaba más tranquila que de costumbre, porque la mayoría de esos ancianos dinámicos había pasado el día anterior con sus hijos y nietos. También Ella lo había celebrado a su forma; comiéndose un sándwich de pavo para cenar.

Estiró el edredón y pensó en el día que la esperaba: el desayuno, y la poesía que tenía que acabar, después cogería el tranvía hasta la parada del autobús y volvería a cogerlo para su visita semanal voluntaria a la perrera. Luego regresaría a casa a comer y dormiría una siesta, y tal vez leyese un par de horas: estaba a media lectura de un libro intragable de relatos cortos de Margaret Atwood. La cena se servía pronto —«el último turno es a las cuatro y media», le había oído bromear a alguien, y era gracioso porque era cierto—, y luego proyectaban una película en el Club. Otro día vacío que llenaría lo máximo posible.

Había cometido un error trasladándose aquí. Venir a Florida había sido idea de Ira. «Será un nuevo comienzo», le había asegurado mientras desplegaba los prospectos sobre la mesa de la cocina, con las luces reflejadas en su calva, su reloj de oro y su anillo de boda. Ella apenas si había echado un vistazo a las satinadas fotografías de playas arenosas, con oleaje y palmeras, edificios blancos con ascensores y rampas para sillas de ruedas, y duchas con barras incorporadas de acero inoxidable a las que poder asirse. Pensó que Golden Acres, o cualquiera de la docena de comunidades similares que había, sería un buen escondite. Ya no habría viejos amigos ni vecinos parándola en correos o en la tienda de comestibles y poniendo, con la mejor intención, una mano en su antebrazo para decirle: «¿Qué tal lo lleváis? ¿Cuánto tiempo ha pasado ya?» Incluso se había alegrado, incluso se había sentido esperanzada al hacer las maletas en Michigan.

No tenía ni idea, le habría sido imposible adivinarlo, jamás se hubiese imaginado que en una comunidad de jubilados todo giraba en torno a los hijos. Eso no lo ponían en los folletos, pensó amargamente; cómo en cada salón en el que había estado todas las superficies habidas y por haber estaban repletas de fotos de los hijos, los nietos y los bisnietos. Cómo cada conversación acababa derivando en ese preciadísimo tema. «A mi hija le encantaba esa película. Mi hijo se ha comprado un coche igual que éste. Mi nieta se ha matriculado en la universidad. Mi nieto dice que ese senador es un ladrón.»

Ella no trataba mucho con el resto de mujeres. Se mantenía ocupada. La perrera, el hospital, el Comedor Móvil, colocaba libros en la biblioteca, ponía los precios a los artículos en el rastrillo, escribía una columna para el semanario de Golden Acres.

Aquella mañana, se sentó frente a la mesa de la cocina con una taza de té caliente delante y la luz del sol proyectándose en el suelo de mármol, y cogió su libreta y su pluma. Terminaría la poesía que había empezado la semana pasada. No es que fuera una gran poetisa, pero Lewis Feldman, el editor de Golden Acres Gazette, había recurrido a ella desesperado después de que el poeta que solía escribir para dicha publicación se rompiera la cadera. Había de plazo hasta el miércoles, y quería tener el martes libre para poder repasar el texto.

«Tal vez sea vieja —era el título que se le había ocurrido—. Tal vez sea vieja —empezaba la poesía—, tal vez mis pasos sean más lentos, tal vez mi pelo se haya vuelto gris, tal vez tenga que dormir siesta casi a diario…»

Esto era todo lo que había escrito. Tomó un sorbo de té mientras pensaba. Tal vez sea vieja… ¿qué más?

«PERO NO SOY INVISIBLE», anotó con grandes letras mayúsculas. Y lo tachó. No era verdad. Sí que sentía que al cumplir los sesenta, en cierto modo se había prescindido de ella, y que era invisible desde hacía dieciocho años. La gente real —la gente joven— la ignoraba. Pero era muy difícil encontrar una palabra que rimara con «invisible».

Decidió volver a «invisible» y escribió debajo: «pero existo». «Existo» sería más fácil de rimar… ¿con qué rimaba? «¿Me gusta el pisto?» «¿Cojo el tranvía y listos?» «¿Aunque los kilos de más no estén bien vistos?»

¡Sí! «Vistos» quedaba bien. Los que vivían en Golden Acres se sentirían identificados. Especialmente, pensó sonriendo, su medio amiga Dora, que hacía de voluntaria con ella en el rastrillo. Dora siempre llevaba ropa con cintura de goma y pedía nata con el postre. «Me he pasado setenta años vigilando lo que como —decía cogiendo una cucharada llena de dulce de leche caliente o pastel de queso—. Pero mi Morti ya no está, así que, ¿qué importa ahora?»

«Existo. Aunque los kilos de más no estén bien vistos, sigo aquí —escribió Ella—. Tengo oídos para escuchar los sonidos de la vida que me rodea…»

Lo que era verdad, dijo para sí. Aunque, para ser honrada, los sonidos de la vida en Golden Acres eran el constante zumbido del tráfico, el ocasional aullido de la sirena de la ambulancia, y la gente que buscaba camorra con los demás porque se habían dejado la ropa dentro de la secadora comunitaria que había al final del pasillo, o habían tirado botellas de plástico en el contenedor de reciclaje destinado sólo a cristales. Eso no era precisamente material poético.

«El agradable rugido del mar —escribió en su lugar—. El sonido de la risa de los niños. La música del sol y las sonrisas.»

Sí, eso estaba mejor. Lo del mar era incluso posible, pues Golden Acres estaba a menos de dos kilómetros de la costa. El tranvía llegaba a la playa. Y lo de «la música del sol y las sonrisas»… A Lewis le gustaría. Antes de Golden Acres, Lewis había dirigido una cadena de ferreterías en Utica, Nueva York. Dirigir un periódico —«periodiquear» decía él— le gustaba mucho más. Cada vez que lo veía llevaba un grasiento lápiz rojo detrás de la oreja, como si en cualquier momento lo fueran a llamar para que garabateara un titular o repasara algún texto.

Ella cerró su libreta y tomó un sorbo de té. Eran las ocho y media y ya empezaba a hacer calor. Se levantó de la silla pensando sólo en el atareado día que la esperaba, y en la semana que le seguiría. Pero mientras andaba pudo oír exactamente aquello sobre lo que acababa de escribir: el sonido de las risas de los niños. Por sus voces, se trataba de chicos. Podía oír sus gritos y sus sandalias azotando el suelo mientras corrían de un lado a otro del pasillo, frente a su puerta; lo más probable es que estuvieran persiguiendo a las diminutas y veloces lagartijas que tomaban sol en los alféizares. Eran los nietos de Mavis Gold, pensó. Mavis había comentado que esperaba una visita.

—¡He pillado una! ¡He pillado una! —gritó uno de los chicos emocionado. Ella cerró los ojos. Debería salir y decirles que no temieran, que las lagartijas tenían más miedo de las torpes y sudorosas palmas de sus manos y dedos de niño que ellos de las lagartijas. Debería ir a decirles que pararan de chillar antes de que el señor Boehr del 6B saliera y empezara a gritarles porque tenía insomnio.

Sin embargo, apartó la vista de la ventana antes de descorrer las cortinas y contemplar a los chicos. Los niños hacen daño… aunque ya habían pasado más de cincuenta años desde que su hija fuera una niña, y más de veinte desde la última vez que vio a sus nietas.

Ella apretó los labios con fuerza y anduvo con resolución hasta el cuarto de baño. Hoy no se torturaría. No pensaría en la hija que ya no estaba ni en las nietas que nunca conocería, en la vida que le había sido arrebatada, que le había sido escrupulosa y completamente extirpada como un tumor, sin dejarle siquiera una cicatriz con la que alimentar el recuerdo.