Capítulo 34

—¿Qué tal estás? —le preguntó Amy a Rose una mañana mientras comían crepés de arándanos en el Morning Glory Diner. Amy, vestida con pantalones negros y blusa azul oscura, iba después al aeropuerto para un viaje por trabajo que la llevaría hasta la Georgia rural y el extremo sur de Kentucky, donde hablaría sobre las instalaciones para el tratamiento de las aguas residuales («porque no te puedes imaginar lo mal que llegan a oler», le había asegurado a Rose). Rose, con los pantalones holgados de color caqui militar que ahora solía vestir, se acercaría a la biblioteca para cambiar las diez novelas románticas que acababa de leer por otras diez, y luego pasearía a un schipperke llamado Skip. Rose masticó reflexiva.

—Bien —contestó despacio mientras con sus largos y delgados dedos apartaba del plato un molesto trozo de beicon.

—¿No echas de menos el trabajo?

—A quien echo de menos es a Maggie —farfulló Rose con la boca llena.

Era la verdad. El bar Morning Glory estaba en el antiguo barrio de Maggie, justo a la vuelta de la esquina en donde estaba el piso del que la habían desahuciado poco antes de que se fuese a vivir con Rose. Durante los años en que Rose estudió en la Escuela de Derecho, Maggie iba a visitarla una o dos veces al semestre, y más tarde, cuando Rose empezó a trabajar, se desplazaba hasta el sur de Filadelfia y se veían para desayunar, para tomar algo, o para irse a dar una vuelta por el centro comercial King of Prussia. Rose recordaba con cariño todos los pisos por los que Maggie había pasado. Viviera donde viviera, las paredes siempre acababan pintadas de rosa, y Maggie colocaba su secador de pelo de anticuario en un rincón, e instalaba un bar provisional en alguna parte, con una coctelera para hacer martinis comprada en un rastrillo y siempre a punto para ser utilizada.

—¿Dónde está? —inquirió Amy, que limpió un cuchillo para la mantequilla con una servilleta y lo usó para darle un vistazo a sus labios pintados.

Rose cabeceó, sintiendo cómo las habituales sensaciones de rabia, frustración, ira y lástima, que Maggie provocaba en ella, ascendían por su pecho.

—Ni lo sé ni sé si quiero saberlo —declaró.

—Bueno, conociendo a Maggie, aparecerá —comentó Amy—. Necesitará dinero o un coche, o un coche lleno de dinero. Sonará el teléfono y dará señales de vida.

—Lo sé —dijo Rose, y suspiró. Echaba de menos a su hermana… sólo que echar de menos no era la expresión adecuada. Echaba de menos su compañía, tener a alguien con quien desayunar y compartir pedicuras, y excursiones por el centro comercial. Incluso se había dado cuenta de que echaba de menos el ruido que hacía Maggie, su desorden, la forma en que subía el termostato a veintisiete grados hasta que su casa parecía un viaje al trópico, y cómo, contada por Maggie, incluso la historia más mundana se convertía en una aventura de tres capítulos. Recordaba a Maggie tratando de tirar al recalcitrante váter de Rose un montón de kleenex manchados de maquillaje, mientras le gritaba a la taza: «¡Trágatelos, coño!»; a Maggie rabiosa en el pasillo de champús y geles del drugstore porque se les había acabado el tipo de suavizante concreto y específico para su pelo teñido; el chasquido de dedos que hacía para darle a entender a Rose que le dejara más sitio en el sofá, y la canción que su hermana cantaba en la ducha: «Tenía que ser yo… tenía que ser yo…».

Impaciente, Amy tamborileaba con el cuchillo sobre el borde del plato.

—Rose, aterriza.

—Sí, perdona —se disculpó Rose, gesticulando con desánimo. Más tarde, esa misma mañana, se fue en bici hasta una cabina de teléfono, extrajo un puñado de monedas de su bolsillo y marcó otra vez el número del móvil de su hermana. Un tono, dos tonos.

—¿Diga? —preguntó Maggie con descaro y seguridad—. ¿Diga? ¿Quién es?

Rose colgó el teléfono y pensó en si Maggie habría visto el prefijo 215, y se preguntaría si era ella; y si le importaría.