Capítulo 59
Maggie se reclinó, se retocó la cola de caballo con aires de empresaria, y asintió.
—¡Vale! —dijo—. Creo que ya lo tenemos. —Avisó a Ella y a Dora, que se acercaron a la mesa que había en el fondo de la tienda de telas—. Esta falda —anunció, y les enseñó el patrón—, este top —dijo, y colocó cuidadosamente el segundo patrón encima—, y estas mangas —continuó, poniendo ahora el tercer patrón—, pero tres cuartos, no largas.
—Empezaremos a hacerlo de muselina —comentó Ella—. Lo haremos con calma; todo irá bien. —Cogió los patrones—. Empezaremos mañana por la mañana y veremos qué tal.
Maggie se reclinó en la silla y sonrió con orgullo.
—¡Quedará fantástico! —aseguró.
Esa noche, cuando Maggie regresó a casa después del trabajo en la panadería y de pasar un momento por la tienda, justo antes de que cerrara, para devolver tres de los bañadores que la señora Gantz había desechado, encontró el equipaje de su hermana perfectamente amontonado junto a la puerta. Había fracasado. Rose se marchaba, y ni siquiera sabía lo mucho que Maggie se había esforzado para encontrarle un vestido. No sabía lo arrepentida que estaba. Su hermana apenas le dirigía la palabra todavía, apenas la miraba. Sus planes no habían funcionado en absoluto.
Maggie se aproximó al cuarto del fondo y oyó las voces de Rose y Ella desde la terraza con mosquitera.
—Da la impresión de que los perros pequeños son más fáciles de manejar —decía Rose—, pero, en realidad, son los más tozudos de todos. Y los que ladran más fuerte.
—¿Habéis tenido perro alguna vez?
—Sí, una vez —contestó Rose—. Un solo día.
Maggie se dirigió hacia la cocina, pensando en que podía hacerle la cena a su hermana; que, al menos, algo era algo, un gesto pequeño pero significativo, un acto con el que Rose vería que a su hermana le importaba. Sacó unos filetes de pez espada de la nevera, cortó cebollas, un aguacate y tomates para preparar una ensalada, y dejó los panecillos dentro de una cesta y al lado del plato de Rose. Cuando los vio, Rose sonrió.
—¡Hidratos de carbono! —celebró.
—Todos tuyos —repuso Maggie, y le pasó la mantequilla a su hermana.
Ella las miró con curiosidad.
—Mi monstruastra —explicó Rose con la boca llena. Tragó—, Sydelle, odiaba los hidratos de carbono.
—Excepto cuando hizo aquel régimen de boniatos —puntualizó Maggie.
—Exacto —convino Rose, que asintió en dirección a su hermana—. Aunque entonces odiaba la carne roja. Pero hiciese el régimen que hiciese, nunca me dejó comer pan.
Maggie apartó la cesta del pan e infló las aletas de la nariz tanto como pudo.
—¡Rose, si tomas pan no comerás! —exclamó.
Rose sacudió la cabeza.
—¡Imposible! —replicó.
Maggie retiró su silla y se dispuso a comer su ensalada.
—¿Te acuerdas del pavo viajero?
Rose cerró los ojos y asintió.
—¿Cómo iba a olvidarlo?
—¿Qué es eso del pavo viajero? —preguntó Ella.
—Verás… —empezó Rose.
—Era uno de los… —empezó también Maggie.
Sus sonrisas se cruzaron.
—Explícalo tú —le ofreció Rose.
Maggie asintió.
—Está bien —aceptó—. Estábamos las dos en casa por las vacaciones de primavera y Sydelle estaba a dieta.
—Una de tantas —observó Rose.
—¡Oye!, ¿quién lo cuenta? —protestó Maggie—. Así que llegamos a casa y ¿qué había para cenar? Pavo.
—Pavo sin piel —matizó Rose.
—Sólo pavo —continuó Maggie—. Sin patatas, ni relleno ni salsa…
—¡Horroroso! —exclamó Rose.
—Simplemente pavo. Al día siguiente desayunamos huevos escalfados, y para comer… pavo. El mismo pavo.
—Era un pavo enorme —intervino Rose.
—Aquella noche también lo tomamos para cenar, y al día siguiente para comer. Pero esa noche teníamos que ir a cenar a casa de una amiga de Sydelle y estábamos encantadas, porque creíamos que, por fin, comeríamos algo distinto; sólo que al llegar nos dimos cuenta de que Sydelle…
—… ¡se había llevado el pavo a casa de su amiga! —concluyeron Rose y Maggie a coro.
—No —rectificó Rose mientras untaba mantequilla en un panecillo—, resulta que su amiga estaba haciendo el mismo régimen que ella.
—Y todos tomamos pavo —dijo Maggie.
—Pavo viajero —bromeó Rose. Y Ella se reclinó en la silla, sintiendo que una ola de alivio recorría su cuerpo al oír cómo sus dos nietas se reían.
Esa noche, por última vez, Maggie y Rose se tumbaron una junto a la otra en el sencillo sofá-cama, mientras escuchaban el croar de las ranas, el cálido viento que hacía crujir las palmeras y el ocasional chirrido de frenos de algún (o alguna) residente de Golden Acres que volvía inseguro a casa.
—Estoy llenísima —se lamentó Rose—. ¿Dónde has aprendido a cocinar así?
—Mirando a Ella —contestó Maggie—. Me he fijado en cómo lo hace. Estaba bueno, ¿verdad?
—Delicioso —confesó Rose, que bostezó—. ¿Qué vas a hacer? ¿Piensas quedarte aquí?
—Sí —afirmó Maggie—, bueno, no es que Filadelfia no me gustara. Y a veces sigo pensando en irme a California. Pero esto me encanta. Ahora tengo trabajo, ¿sabes? Quiero que mi negocio prospere y Ella me necesita.
—¿Para qué?
—No sé, tal vez no me necesite —reconoció Maggie—, pero me parece que le gusta verme por aquí. Y lo cierto es que a mí este sitio me gusta. Ya me entiendes, no esto concretamente —dijo haciendo un gesto con el que se refería a la habitación, la urbanización, la Comunidad de Jubilados de Golden Acres—, sino Florida. Aquí todo el mundo es de fuera, ¿te has fijado?
—Creo que sí.
—Y eso me parece que es bueno. Si todo el mundo ha estudiado secundaria en una ciudad distinta, no te pasas la vida tropezando con gente que te recuerda tal como eras en la escuela, en la universidad o donde sea. Así, si quieres, puedes cambiar.
—Puedes cambiar en cualquier parte —declaró Rose—. Mírame a mí.
Maggie se apoyó en el codo y observó a su hermana, ese rostro tan familiar, el pelo que llegaba hasta la almohada; y no vio en Rose una amenaza o a alguien que fuese a sermonearle, o a decirle que hacía las cosas mal, sino una aliada. Una amiga.
Echadas una al lado de otra, reinó el silencio durante unos instantes. En su habitación, Ella aguzó el oído y contuvo la respiración, escuchando.
—Lo conseguiré, ¿sabes? —dijo Maggie—. Sus Cosas Favoritas. Algún día abriré una tienda. Incluso sé dónde será.
—Y yo vendré para la gran inauguración —aseguró Rose.
—Quería decirte…
—Que lo sientes —terminó Rose la frase— y que has cambiado.
—¡No! Bueno, sí, quiero decir, que es verdad.
—Lo sé —repuso Rose—. Sé que has cambiado.
—Pero no es eso lo que iba a decirte. Lo que quería decirte es que no te compres el vestido. ¿Qué?
—Que no te compres el vestido. Será mi regalo de boda.
—¡Oh, Maggie!… No creo que…
—Confía en mí —suplicó Maggie.
—¿Pretendes que me case con un vestido que ni siquiera habré visto? —A Rose se le escapó una risita nerviosa mientras visualizaba la clase de vestido con el que Maggie aparecería: escotado, con un pronunciado corte en la pierna, sin mangas, con la espalda al descubierto y con flecos.
—Confía en mí —insistió Maggie—. Sé lo que te gusta. Te enseñaré fotos y te lo dejaré probar primero. Iré a verte y haremos pruebas.
—Ya veremos —titubeó Rose.
—Pero ¿me dejas intentarlo? —inquirió Maggie.
Rose suspiró.
—De acuerdo —concedió—: Adelante, sorpréndeme.
Volvió a reinar el silencio.
—Sabes que te quiero, ¿verdad? —dijo una de las chicas, pero Ella no supo con seguridad cuál de ellas había sido. ¿Rose? ¿Maggie?
—¡Oh, por favor! —protestó la otra hermana—. ¡No te emociones tanto!
Ella esperó en su habitación, conteniendo el aliento, esperando oír más. Pero no hubo más. Y, horas más tarde, cautelosamente, cuando abrió con sigilo la puerta y entró en su cuarto, las dos hermanas dormían acurrucadas sobre su lado izquierdo, con la mano izquierda escondida debajo de la mejilla. Se inclinó, casi sin atreverse a respirar y las besó a ambas en la frente.
«Suerte —dijo para sí—. Te quiero.» Eran su mayor alegría. Y, con el mayor cuidado posible, dejó en la mesilla de noche dos vasos de agua con un cubito de hielo cada uno y anduvo de puntillas hasta la puerta.