Capítulo 55

Dos días más tarde, Maggie observó a Rose mientras dormía en la tumbona contigua a la suya.

—Está cansada —constató Dora.

—Tu agudeza es sorprendente —dijo Jack.

—Parece simpática —apuntó Herman, haciendo un comentario extrañamente no relacionado con los tatuajes.

—Lo es —afirmó Ella.

Maggie suspiró.

—Creo que se irá pronto —anunció. Había oído a Rose hablar por teléfono aquella mañana, al salir de la ducha; hablaba en voz baja con alguien que debía de ser Simon, al que le pedía disculpas susurrando y que le mirara qué vuelos había a Filadelfia.

Pero Rose no podía marcharse. No de esta manera. No sin que Maggie la hubiese convencido de que ella realmente había cambiado, de que realmente se portaría mejor y de que lamentaba mucho lo que había pasado.

Se puso de lado, reflexiva. Rose necesitaba paz y tranquilidad, y Maggie se había asegurado de que cada día durmiera una siesta, tuviese un rato de tranquilidad en la piscina y paseara por las noches antes de cenar. Se había asegurado de que Ella comprara algunos de los alimentos predilectos de su hermana, incluyendo los ganchitos de queso y los helados que, secretamente, a Rose le encantaban. Le había dejado tener el mando cada vez que veían la tele, y no se quejaba cuando Rose toqueteaba sus libros de la biblioteca en busca de las poesías que recordaba de la escuela. Pero daba la impresión de que nada surtía efecto. Rose se pasaba el día entero con Ella, le hacía preguntas sobre su madre, miraba fotografías y acompañaba a su abuela a pasear. Las dos eran uña y carne, un tándem perfecto. Y Rose no parecía tener intención de hacerle sitio a ella. Estaba claro que todavía no la había perdonado. Y tampoco tenía ni idea de cómo lograrlo, si no era pidiéndole perdón directamente. Lo que ya había hecho una y otra vez, en vano. Tenía que haber algo que pudiese darle a Rose, algo que pudiese hacer para convencer a su hermana de que estaba arrepentida y de que, en adelante, se portaría bien.

Bueno, pensó mientras se ponía boca abajo, al menos Rose tenía otro novio. Un futuro marido. Una boda que, probablemente, estaría organizando con la misma eficacia implacable que había desplegado durante su carrera. Maggie se imaginaba la lista de invitados en una hoja de cálculo, un esquema de las mesas hecho por ordenador, y a una florista cultivando las flores perfectas para el bouquet. ¿Y qué había del vestido de novia? Maggie se incorporó tan deprisa que salpicó a los demás con gotas de agua de su cuerpo, lo que provocó que Dora soltase un grito, que Jack la reprendiera y Ella le pasase una toalla.

—¡Oye, Rose! —chilló. Rose se despertó sobresaltada y la miró somnolienta—. ¿Tienes ya el vestido de novia?

Su hermana volvió a cerrar los ojos.

—Todavía lo estoy buscando —contestó.

—Sigue durmiendo —dijo Maggie. ¡Genial! Si pudiese encontrarle a Rose el vestido de novia perfecto… Bueno, no lo solucionaría todo, pero sería un comienzo. Más que un comienzo, sería una señal, una señal de que ella era sincera y de que sus intenciones eran buenas.

Además, cuanto más pensaba en ello, dar con el vestido perfecto para su hermana sería algo simbólico. Lo recordaba de su asignatura llamada «Creación de los Mitos», cuando el profesor había hablado de las búsquedas sagradas, de cómo los héroes tenían que viajar al mundo y traer algo de vuelta consigo: una espada, un cáliz, una chinela de cristal o unas monedas encantadas. «Sir Gawain y el Caballero Verde —había dicho el profesor—. Jack y las judías mágicas. El Señor de los anillos. ¿Y cuál era el objetivo de un símbolo? —había preguntado el profesor—. El conocimiento. En cuanto el héroe había adquirido este conocimiento, podía vivir felizmente en el mundo.» Pues bien, Maggie no era una heroína, y no estaba segura de entender completamente toda esta historia del autoconocimiento y el simbolismo, pero era una magnífica compradora. Sabía de moda y, es más… conocía a su hermana y podría encontrarle un vestido.

Abrió su agenda. Estaba bastante ocupada: tenía que comprarle algo a la señora Lieberman para la fiesta de sus bodas de oro, y la señora Gantz iba a hacer un crucero, pero reorganizaría su planificación. ¿Por dónde empezaría? Primero por el departamento de novias de Saks, para inspirarse. Probablemente no habría nada de la talla de Rose, pero al menos vería lo que tenían. Y entonces, cuando tuviese una idea de lo que quería, iría a sus tres tiendas de ropa de segunda mano favoritas. Había visto vestidos de novia en todas ellas y, como buscaba otras cosas, no les había prestado atención, pero sabía que estaban ahí, y…

—¡Oye! —gritó Maggie—. ¡Oye, Rose!, ¿cuánto tiempo más crees que te quedarás?

—Hasta el lunes —contestó Rose, que se levantó de la tumbona, caminó despacio hasta la piscina y se metió en el agua. Tenía cuatro días. ¿Podría Maggie dar con un vestido de novia (el vestido de novia adecuado) en cuatro días? No las tenía todas consigo, así que empezaría de inmediato.

—¿Cuál es tu prenda de ropa favorita? —le preguntó Maggie a su hermana—. Lo que más te gusta ponerte.

Rose nadó hasta el borde de la piscina y apoyó en él los brazos.

—Mi sudadera azul con capucha. ¿La recuerdas?

Maggie asintió, y el alma se le cayó a los pies. Recordaba perfectamente la sudadera con capucha, porque Rose la había llevado casi sin interrupción durante todo el sexto grado. «Me gusta», decía con tozudez cuando su padre intentaba que se la quitara para poderla lavar.

—La llevaste hasta que se hubo caído a pedazos —repuso Maggie.

Rose asintió.

—Mi querida sudadera —comentó Rose con cariño como si hablase de un perro o una persona y no de un jersey. A Maggie aún se le cayó más el alma a los pies. ¿Cómo diantres iba a reproducir un vestido de novia a partir de una zarrapastrosa sudadera azul con cremallera en la parte frontal?

Tendría que empezar de cero. Y, dado que no tenía más que cuatro días, necesitaría ayuda. Mientras Rose hacía largos de piscina, Maggie llamó con señas a Dora, Ella y Lewis:

—Chicos, necesito que me ayudéis a llevar a cabo un plan —susurró.

Dora acercó un poco su silla, los ojos le brillaban.

—¡Eso sí que son buenas noticias! —exclamó.

—¿Ni siquiera queréis saber de qué se trata? —inquirió Maggie.

Dora miró a Lewis. Lewis miró a Ella. Y los tres miraron a Maggie mientras asentían con solemnidad.

—Estamos aburridos —explicó Dora—. Danos algo que hacer.

—Deja que te ayudemos —pidió Ella.

—De acuerdo, pues —dijo Maggie mientras pasaba las hojas de su libreta hasta encontrar una en blanco y trazaba mentalmente la estrategia del plan—, esto es lo que haremos.