Capítulo 46
Simon dejó el maletín en el suelo de la casa de Rose y abrió los brazos.
—¡Novia electa! —gritó. Había leído el término por casualidad en un diario de una ciudad pequeña cuando había viajado al centro de Pensilvania para un acto de conciliación y desde entonces llamaba así a Rose.
—¡Un segundo! —repuso Rose desde la cocina, donde estaba sentada en una silla hojeando los prospectos de tres empresas de catering distintas que habían llegado ese día por correo. Simon la rodeó con los brazos—. ¿Te importa mucho lo de las costillas de cabrito? —le susurró al cuello—. Porque debo decirte que son caras.
—Olvídate del dinero —comentó Simon con solemnidad—. Tenemos que celebrar nuestro amor con gran pompa y ceremonia, y con costillas de cabrito.
Rose puso delante de él una caja envuelta.
—Esto ha llegado hoy y no he logrado saber qué es.
—¡Pues un regalo de compromiso! —exclamó Simon frotándose las manos y leyendo la dirección del remitente—. ¡Es de tía Melissa y tío Steve! —Abrió la caja y contemplaron juntos el regalo que había en el interior. Al cabo de un minuto, Simon miró a Rose y se aclaró la garganta—. Creo que es para colocar una vela.
Rose extrajo el bloque de cristal de su envoltorio de papel de seda y lo sostuvo debajo de la luz.
—No hay vela.
—No, pero hay un agujero para ponerla —dijo Simon, que señaló la hendidura poco profunda que había en uno de sus lados.
—No creo que sea suficientemente hondo para una vela —objetó Rose—. Y, si fuese un candelero, ¿no lo habrían enviado con una vela para que lo supiésemos?
—Tiene que ser un candelero —aseguró Simon sin convicción—. ¿Qué más podría ser?
Rose clavó de nuevo los ojos en el bloque de cristal.
—¿Un recipiente para servir?
—Pero para alimentos muy pequeños —dijo Simon.
—No, no, por ejemplo, para nueces o bombones.
—En este agujero no caben ni nueces ni bombones.
—Pero, en cambio, ¿una vela sí?
Se miraron el uno al otro unos instantes. Luego Simon cogió una tarjeta de agradecimiento y empezó a escribir: «Queridos tía Melissa y tío Steve: Gracias por vuestro precioso regalo. Quedará…». Simon se detuvo y miró al techo.
—¿Precioso?
—Lo acabas de poner —puntualizó Rose.
—¡Maravilloso! —rectificó Simon—. Quedará maravilloso en nuestra casa, y en años venideros nos permitirá pasar horas contemplándolo mientras intentamos averiguar qué narices es. Gracias por acordaros de nosotros. Esperamos veros pronto. —Simon firmó sus nombres, cerró la estilográfica y se volvió a Rose con una sonrisa—. ¡Ya está!
—No habrás escrito eso, ¿verdad? —le preguntó Rose.
—Claro que no —contestó Simon—. ¿Cuántas quedan por escribir?
Rose consultó la lista.
—Cincuenta y una.
—¿Me tomas el pelo?
—La culpa es tuya —le acusó Rose— y sólo tuya.
—Yo no tengo la culpa de que mi familia nos haga regalos…
—Ni yo de que la mía no sea ridículamente enorme…
Simon se levantó, rodeó a Rose por la cintura y resopló contra su cuello.
—Retíralo —ordenó.
—¡Ridículamente enorme!
—Retíralo —le dijo al oído— o te obligaré a hacer todo lo que te mande.
Rose se revolvió para mirarlo.
—¡No pienso escribir sola todas las tarjetas de agradecimiento! —exclamó jadeando.
Simon la atrajo hacia sí y la besó mientras le acariciaba el pelo.
—Las tarjetas pueden esperar —dijo.
Más tarde, tumbada en la cama, abrigada y desnuda debajo del edredón de plumas, Rose se puso de lado y, finalmente, empezó a hablar de aquello que se había reservado desde el momento en que él había llegado a casa.
—Tengo que contarte una cosa —comentó—. Hoy ha llamado mi padre. Es sobre Maggie.
Simon se mostró indiferente.
—¿Y? —se interesó.
Rose se puso boca arriba y miró al techo.
—Ha dado señales de vida —declaró—. Lo único que mi padre me ha dicho por teléfono es que está bien. Me ha dicho que quiere verme. Para contarme el resto.
—Muy bien —afirmó Simon.
Rose cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—No estoy segura de querer saber el resto. Sea lo que sea. Simplemente no… —Su voz se apagó—. Lo que ocurre con Maggie es que es terrible.
—¿Por qué dices eso? —inquirió Simon.
—Porque es… no sé, es que… —Rose hizo una mueca de disgusto. ¿Cómo se suponía que tenía que hablarle de su hermana al hombre que amaba? Su hermana, que robaba dinero, robaba zapatos e incluso novios, y que después desaparecía durante meses—. Hazme caso. Es un desastre. Tiene problemas de aprendizaje… —Y entonces hizo una pausa. En realidad, los problemas de aprendizaje no eran más que la punta del iceberg. ¿Y no era típico de su hermana reaparecer justo cuando Rose se comprometía, cuando había la posibilidad de que, para variar, fuese ella el centro de atención?—. Arruinará nuestra boda.
—Creía que era Sydelle la que iba a arruinarla —repuso Simon.
Rose sonrió sin ganas.
—Bueno, Maggie la arruinará aún más.
«¡Dios!, dijo para sí. Las cosas habían estado tan tranquilas desde que Maggie se había ido a Dios sabe dónde. No había cobradores que interrumpieran el silencio matutino con sus llamadas, ni ex novios o novios potenciales que la despertaran a ella y a Simon. Las cosas se quedaban donde ella las dejaba. No desaparecían sus zapatos, ni su ropa, ni su dinero. El coche lo encontraba donde lo había estacionado.
—Te diré algo —continuó Rose—, no quiero que sea dama de honor. Tendrá suerte si la invito.
—De acuerdo —convino Simon.
—Tendrá suerte si le doy de cenar —añadió Rose.
—Doble ración para mí —bromeó Simon.
Rose miró al techo un rato más.
—Sigo creyendo que la cosa ésa de cristal es para servir comida.
—Pues ya he cerrado el sobre con saliva —repuso Simon—. Así que déjalo estar.
—¡Pfff…! —exclamó Rose.
Cerró los ojos y deseó tener una familia normal como la de Simon. Y no una madre fallecida, una hermana pequeña que no acababa de esfumarse, y un padre que reservaba casi toda su pasión para los informes de bolsa matutinos, y desde luego no una Sydelle. Apoyó la cara unos instantes en la fresca funda de algodón de su almohada, y entonces se levantó, fue al salón y cogió una tarjeta de agradecimiento; una tarjeta de grueso papel de color crema en el que estaban sus nombres, Rose y Simon, a ambos lados de una ese gigante, de Stein, que no iba a ser el apellido de Rose. Pero a pesar de haberle aclarado eso a su monstruastra, Sydelle había seguido adelante y había encargado tarjetas de agradecimiento con el monograma, que daban a entender que Rose, le gustase o no, iba a ser Rose Stein.
«Querida Maggie —pensó Rose—. ¿Cómo pudiste hacerme lo que me hiciste? ¿Cuándo vas a volver a casa?»