Capítulo 38
Para su gran sorpresa, Maggie Feller descubrió que en Princeton estaba obteniendo un cierto tipo de instrucción.
Ciertamente, no lo había planeado, pensó mientras andaba por el campus con un brazo cargado de libros. Pero la verdad era que la primera clase la había fascinado. Y Charles, también, con sus libros de monólogos, sus conversaciones sobre cosas que ningún chico había querido discutir con ella nunca, como prototipos de carácter, estados de ánimo y motivación, los libros y la vida real, y cómo estas dos cosas eran lo mismo sin dejar de ser diferentes. Incluso su única molestia, Josh, su desdichado y de pronto ubicuo desliz, era más una distracción que un verdadero peligro. Le gustaba ser una estudiante, pensó con tristeza. Debería haberse dado una oportunidad hacía diez años.
«Coge poesía.» Para Maggie, leer cualquier cosa, empezando por la frase más sencilla, implicaba una especie de labor de detective. Primero tenía que separar y descifrar cada una de las letras de cada palabra. En cuanto las había separado, tenía que volverlas a unir, los nombres, los verbos y el florido jeroglífico de adjetivos, y leerlas una y otra vez antes de entender el significado; era como un trozo de nuez metido en una cascara retorcida.
Era consciente de que para la mayoría de la gente era distinto. Era consciente de que Rose podía echar un vistazo a un párrafo o a una página y saber lo que quería decir, como si su piel hubiese absorbido el significado; ésa era la razón por la que podía devorar extensas novelas románticas, mientras que Maggie no pasaba de las revistas. Pero Maggie había descubierto que la poesía era igual para todos, porque no se escribía para ser obvia a simple vista y cualquier lector, desde un lumbrera de Princeton hasta un alumno que abandonara los estudios, tenía que pasar por el proceso de descifrar las palabras y luego las frases, y luego las estrofas, y desmenuzar la poesía, y recomponerla antes de que ésta revelara su significado.
Tres meses y medio después de su aterrizaje en el campus, Maggie asistió a «su» clase sobre Poetas Modernos y se sentó en la última fila, asegurándose de que dejaba un asiento libre a cada lado del suyo. La mayoría de los estudiantes se apiñaban en la parte de delante, atendiendo sin pestañear a todo lo que decía la profesora Clapham, y prácticamente se dislocaban el hombro al levantar la mano para contestar a una pregunta, lo que quería decir que Maggie estaba bien situada en el fondo.
Se sentó, abrió su libreta y copió de la pizarra la poesía del día mientras susurraba cada una de las palabras.
[6]Un arte
No es difícil ser un maestro del arte de perder; son tantas las cosas que parecen contener la intención de ser perdidas, que su pérdida no es ningún desastre.
Pierde algo a diario. Acepta la confusión que producen unas llaves perdidas, la hora malgastada.
No es difícil ser un maestro del arte de perder.
Entonces practica perder más, perder más rápido: lugares y nombres, y adónde pensabas ir de viaje. Nada de eso es un desastre.
Perdí el reloj de mi madre. ¡Y mira! Tres casas adoraba y la última, o penúltima, se ha ido.
No es difícil ser un maestro del arte de perder.
Perdí dos ciudades muy queridas. Y, aún más, algunos reinos que poseía, dos ríos, un continente.
Los añoro, pero no fue ningún desastre.
—Incluso si te perdiera (la voz jocosa, un gesto que adoro), no mentiría. Es evidente que no es demasiado difícil ser un maestro del arte de perder aunque pueda parecer (¡escríbelo!) un desastre.
—«Perdí el reloj de mi madre» —susurró Maggie mientras escribía a toda prisa la poesía. El arte de perder. Podría escribir un libro al respecto. Lo que encontraba en las diversas cajas de objetos perdidos de la universidad la seguía sorprendiendo, y al mismo tiempo la mantenían perfectamente equipada. Con sus libros de texto y sus sudaderas, gorros y mitones de J. Crew o Gap, parecía una princetoniana. Y empezaba a creerse su propia película. El semestre se acercaba a su fin y Maggie tenía la sensación de que no le faltaba mucho para convertirse en una estudiante auténtica y como Dios manda. Sólo que el verano estaba al llegar. ¿Y qué hacían los alumnos durante el verano? Se iban a casa. Y ella no podía. Todavía no.
—«No es difícil ser un maestro del arte de perder» —escribió mientras la profesora Clapham, rubia, rozando la cuarentena y embarazadísima, anadeaba hasta la parte frontal del aula.
—Esto es una villanesca —comentó, dejó sus libros encima de la mesa y se sentó con cuidado en la silla mientras encendía su puntero de láser—. Una de las estructuras rítmicas más exigentes. ¿Por qué creéis que Elizabeth Bishop adaptaba esta estructura concreta a su tema? ¿Por qué creéis que encajaba tan bien?
Silencio. La profesora Clapham exhaló un suspiró.
—De acuerdo —dijo con amabilidad—, empecemos por el principio. ¿Quién puede decirme de qué va esta poesía?
Las manos se alzaron.
—¿De la pérdida? —ofreció una elegante chica rubia de la primera fila.
«¡Bah!», pensó Maggie.
—¡Claro está! —contestó la profesora en un tono sólo un poco más amable que el ¡bah! que Maggie había pensado—. Pero ¿de qué pérdida exactamente?
—De la pérdida del amor —aventuró un chico, que llevaba unos shorts que dejaban al descubierto sus peludas piernas, y una sudadera desteñida por la lejía propia de alguien que aún no se ha acostumbrado a lavarse la ropa.
—¿Del amor de quién? —inquirió la profesora. Se puso las manos sobre los riñones y se irguió como si le doliera la espalda o, tal vez, como si la ignorancia de sus alumnos le causara dolor físico—. ¿Ya está perdido este amor, o el poeta ubica esa pérdida, a diferencia del resto, en el reino de lo teórico? ¿Habla Elizabeth Bishop de esta pérdida como una posibilidad? ¿Como una probabilidad?
Miradas vacías y cabezas gachas.
—Como una probabilidad —soltó Maggie, que permaneció inmóvil, ruborizada y avergonzada como si se le hubiese escapado una ventosidad.
Pero la profesora le dirigió una mirada alentadora.
—¿Por qué?
A Maggie le temblaban las manos y las rodillas.
—Mmm… —titubeó en voz baja, con un hilo de voz. Y luego pensó en la señora Fried, inclinada sobre ella, con las gafas que se balanceaban colgadas de una cadena de cuentas, y que le susurraba: «Inténtalo, Maggie. Si te equivocas, no importa. Tú inténtalo»—. Bueno —empezó Maggie—, al principio de la poesía habla de cosas reales, de cosas que todo el mundo pierde u olvida como las llaves o los nombres de la gente.
—¿Y luego qué ocurre? —le alentó la profesora. Maggie lo supo, casi como si hubiese cazado al vuelo una cometa del cielo.
—Pasa de lo tangible a lo intangible —contestó; sus labios pronunciaron las largas palabras como si las hubiese dicho toda su vida—. Y entonces el poeta se vuelve… —Mierda. Había una palabra para esto. ¿Cuál era?—… Grandilocuente —logró decir Maggie al fin—. No sé, habla de una casa y mucha gente se cambia de casa; pero luego dice que ha perdido un continente…
—Lo que suponemos que no pudo perder porque no era suyo —dijo con frialdad la profesora—. De modo que aquí tenemos otro giro.
—Exacto —convino Maggie; las palabras brotaban deprisa de sus labios, tropezando unas con otras—. Y la forma que tiene de escribir sobre ello, como si no importase mucho…
—Te refieres al tono empleado por Bishop —apuntó la profesora—. ¿Cómo lo llamarías? ¿Irónico? ¿Indiferente?
Maggie reflexionó mientras dos chicas de la primera fila alzaban sus manos. La profesora Clapham las ignoró.
—Creo —contestó Maggie con lentitud, clavando la vista en las palabras de la poesía—, creo que su intención es mostrar indiferencia. Como si no le importara, ¿no? No sé, las palabras que usa, por ejemplo. Confusión. Una confusión no es nada grave. O incluso el verso que repite, el que dice que no es difícil ser un maestro en el arte de perder. Es como si se riera de sí misma al llamarlo arte. —De hecho, el tono de la poesía le recordaba a Maggie el modo en que su hermana hablaba de sí misma. Se acordó de cuando vio con Rose el concurso de Miss América y le preguntó cuál sería su mayor talento, y cómo Rose había pensado en ello y luego había dicho, muy seria: «Aparcar en batería»—. Yo diría que intenta que parezca una broma; pero después, al final…
—Observemos de nuevo la estructura —dijo la profesora y aunque sus palabras iban dirigidas al resto de la clase, seguía mirando a Maggie—. A B A. A B A. Estrofas de tres versos hasta que llegamos al final, el cuarteto final, ¿qué pasa ahí? —asintió hacia Maggie.
—Bueno, hay cuatro versos en lugar de tres, o sea, que es diferente. Y está la interrupción «¡escríbelo!», es como si intentara mantenerse apartada, alejada, pero piensa en lo que pasará cuando pierda…
—¿Cuando pierda qué? —inquirió la profesora Clapham—. ¿O a quién? ¿De qué crees que habla la poesía? ¿De un amante? ¿A qué «tú» se refiere?
Maggie se mordió el labio.
—No, de un amante no creo —respondió—. Pero no sé por qué. Creo que más bien habla de perder… —«Una hermana —dijo para sí—. Una madre.»—. Una amistad, quizá —dijo en voz alta.
—Muy bien —la felicitó la profesora mientras Maggie se ruborizaba de nuevo, esta vez de satisfacción y no de vergüenza—. Muy bien —repitió la profesora antes de volverse a la pizarra, a la clase y de centrarse en la estructura de la rima y las exigencias formales de una villanesca. Maggie apenas si oyó nada. Todavía estaba sonrojada. Ella, que nunca se ruborizaba, ni siquiera cuando se había tenido que disfrazar de gorila durante tres días para hacer publicidad al tiempo que cantaba, se había puesto colorada como un tomate maduro y jugoso de jersey.
Esa noche, acurrucada sobre su saco de dormir, pensó en su hermana y se preguntó si Rose habría asistido a esa misma clase de poesía y habría leído esa poesía en concreto, y si Rose podría creerse que había sido Maggie, entre todos los demás alumnos, la que mejor había entendido la poesía. Se preguntó cuándo podría explicárselo a Rose, y empezó a inquietarse en la oscuridad mientras trataba de averiguar qué tendría que hacer para conseguir que su hermana volviese a dirigirle la palabra; qué tendría que hacer para que Rose la perdonara.
A la mañana siguiente, subida en el autobús que la llevaría a casa de Corinne, con el resplandeciente sol primaveral, el remordimiento afloró. Toda la historia ésa de estar en Princeton era para intentar ser… ¿cuál era la palabra?… Intersticial. No era una expresión que hubiese aprendido en el campus, sino que era de Rose. Si cerraba los ojos, aún veía a Rose señalando los anuncios amontonados en media pantalla del televisor mientras los créditos del programa que acababa de terminar rodaban por la mitad superior. Intersticial significaba, básicamente, lo que había en medio de una cosa; lo que sucedía a la vez que el acontecimiento principal, mientras uno prestaba atención a otra cosa.
Y ahora Maggie se había ido a Princeton y se dedicaba a responder a preguntas en clase. Pero ¿en qué pensaba? Alguien se fijaría en ella. Alguien se acordaría. Alguien empezaría a preguntarse dónde vivía exactamente, cuál era su especialidad, en qué curso estaba y qué hacía ahí.
Mientras pasaba la fregona por los ya relucientes suelos de Corinne se preguntó si tal vez querría que la descubrieran, si estaba cansada de ser invisible. Estaba haciendo algo… bueno, en realidad, nada importante, pero sí algo que requería cierto grado de valentía, astucia y destreza, y quería ser reconocida por ello. Quería contarle a Charles, a Rose o a alguien, todo lo que había conseguido. Cómo había aprendido a ser cauta para no caer en comportamientos previsibles que la delataran. Cómo había conseguido nada más y nada menos que seis sitios diferentes donde ducharse (el gimnasio Dillon, la ducha del sótano de la biblioteca, y cuatro residencias que sabía a ciencia cierta que tenían las cerraduras de las puertas rotas), cómo conocía la única lavadora que funcionaba sin monedas, y la única máquina de refrescos que, si se le daba un golpe en el sitio adecuado, expedía rutinariamente una lata de Coca-Cola gratis.
Quería explicarles cómo había descubierto los comedores: cómo, si a primera hora de la mañana te colabas en la vaporosa cocina vestida como si trabajaras allí, con zapatillas zarrapastrosas, tejanos y una sudadera, todo el mundo daba por sentado que eras uno de los alumnos empleados que, simplemente, picaba algo antes de ocupar su puesto detrás de las mesas de baño maría o en la sección de los platos. Quería explicarles lo fácil que era meter comida en la mochila: sándwiches de mantequilla de cacahuete y piezas de fruta ocultos entre servilletas.
Quería hablarles de las comidas de los jueves en el Centro Internacional de Estudiantes, donde por un par de dólares le daban un plato gigante lleno de arroz con verduras salteadas y pollo al curry con leche de coco (en algunas ocasiones pensaba que era lo mejor que había comido nunca), y ese té que servían con sabor a canela, del que bebía una taza detrás de otra con varias cucharadas de miel y que le apagaba el ardor de la comida en la boca, y de cómo nadie le preguntaba nunca nada, porque la mayoría de los que comían allí eran licenciados que casi no hablaban inglés; de manera que lo máximo que obtenía era una tímida sonrisa, un asentimiento de cabeza y cambio para su billete de cinco dólares.
Usó Windex para limpiar los armarios de cristal de Corinne y se imaginó presentándole Charles a Rose, y a Rose asintiendo en señal de aprobación. «Estoy bien —se imaginó que le decía a su hermana—; no tendrías que haberte preocupado tanto por mí, porque estoy bien». Y luego le diría que lo lamentaba… y, en fin, después, ¿quién sabe? Quizá Rose lograra encontrar la forma de que a Maggie le validaran los créditos de las asignaturas a las que había asistido como oyente. Quizá Maggie pudiese incluso tener algún día un título, si perseveraba, porque se había dado cuenta de que, con calma, hasta el libro más grueso no era tan terrible. Y protagonizaría todas las obras de Charles, y le daría a Rose entradas para el estreno, además de algo magnífico que ponerse; porque Dios sabía que, si lo dejaba a su albedrío, sería capaz de aparecer vestida como un adefesio, con uno de esos jerséis con hombreras con los que parecía un armario, y…
—¿Hola? —saludó Corinne. Maggie se sobresaltó y casi se cayó del taburete plegable.
—Hola —contestó—. Estoy aquí arriba. No la he oído entrar.
—Me muevo tan sigilosamente como un gatito. Como la niebla.
—Carl Sandburg —adivinó Maggie.
—¡Excelente! —repuso Corinne. Deslizó las yemas de los dedos por las superficies de las encimeras y luego se sentó en una silla de la mesa de comedor, que Maggie había limpiado—. ¿Qué tal las clases?
—Muy bien —aseguró Maggie. Saltó del taburete, lo plegó y lo colgó en su gancho dentro del armario. Y le iban bien. A excepción hecha de que, en realidad, era una intrusa. A excepción de Rose, de eso tan horrible que le había hecho y de la sensación que tenía de que nada que pudiese aprender en la universidad la ayudaría a averiguar la manera de enderezar aquello.