Capítulo 24
Lo que necesitaba, pensó Maggie, era un plan.
Se sentó en un banco de la estación de la calle Trece, una grandiosa sala cavernosa llena de viejos periódicos y envases esparcidos de comida rápida, que olía a suciedad, a sudor y a abrigos de invierno. Era casi medianoche. Mujeres de aspecto atormentado arrastraban a sus hijos, a los que agarraban de los brazos. Gente sin hogar dormía tumbada en los bancos de madera tallada. «Yo podría ser uno de ellos», pensó Maggie, sintiendo cómo el pánico crecía en su interior.
«Piensa», dijo para sí. Llevaba una bolsa de basura llena de cosas, además de su bolso, su mochila y doscientos dólares, dos billetes nuevos de cien dólares cada uno, que Jim le había dado antes de dejarla. «¿Te puedo ayudar en algo?», le había preguntado con amabilidad, y ella había extendido la mano sin mirarle a los ojos. «Quiero doscientos dólares —le dijo—. Es un precio razonable.» Él había sacado el dinero de la cartera sin rechistar. «Lo siento…», había dicho… pero ¿qué sentía? ¿Y a quién iban dirigidas sus disculpas? A ella no. Maggie estaba segura de eso. Lo que ahora necesitaba era algún sitio donde dormir… y luego, finalmente, otro empleo.
Había que descartar a Rose. Y a su padre también. Maggie se estremeció, se imaginó arrastrando sus trastos por el césped mientras el idiota del perro aullaba, se imaginó la cara de falsa lástima y mal disimulado asco de Sydelle al abrir la puerta, y cómo sus ojos dirían: «Esto se veía venir», aunque sus labios estuvieran diciendo otra cosa. Sydelle querría detalles, querría saber lo que le había pasado con Rose y con su trabajo. Sydelle la asediaría con cientos de preguntas y su padre se quedaría ahí sentado, con la mirada tranquila y derrotada, sin preguntar nada en absoluto.
¿Qué le quedaba? Maggie no se veía a sí misma en un asilo de vagabundos. Todas esas mujeres, todas esas vidas fracasadas. Ella no era así. No había fracasado. No de esa manera. Ella era una estrella, ¡pero nadie se había dado cuenta!
«No eres una estrella —le susurró una voz dentro de su cabeza, y la voz se parecía a la de Rose, sólo que más fría de lo que la de su hermana sonaría nunca—. No eres una estrella, eres una zorra, una estúpida zorra. ¡Ni siquiera sabes cómo funciona una caja registradora! ¡Ni sabes cuadrar un talonario! ¡Te han desalojado! ¡Estás prácticamente en la calle! ¡Y te has acostado con mi novio!»
«Piensa», dijo Maggie para sí furiosa, tratando de acallar la voz. ¿Qué tenía? Su cuerpo. Eso sí. Jim le había dado los doscientos dólares sin problemas. Ciertamente, había hombres que pagarían para acostarse con ella y hombres que pagarían para verla bailar desnuda. Al menos eso era entretenido, porque actuaba. Y muchas de las estrellas actuales lo habían hecho como último recurso, para salir del paso.
Muy bien, pensó Maggie, sujetando con fuerza la bolsa de basura al ver que el vagabundo que dormía dos bancos más atrás profería un gemido. Estaba en la calle. Bien, tampoco era el fin del mundo. Pero eso no solucionaba el problema de su alojamiento. Era enero, el mes más frío del invierno. Se le había ocurrido coger un tren SEPTA hasta Trenton y después otro tren hasta Nueva York. Pero no llegaría allí hasta las dos de la mañana, y ¿qué haría luego? ¿Adónde iría?
Se puso de pie, con una mano agarró con fuerza la mochila y con la otra la bolsa de basura, y echó un vistazo al tablón del Transit de Nueva Jersey y a los nombres de las ciudades en las que paraban los trenes: Rahway, Westfield, Matawan, Metuchen, Red Bank, Little Silver. Ésta sonaba bien, pero ¿y si no le gustaba? Newark. Demasiado grande. Elizabeth. El blanco de los chistes de Jersey. Brick. ¡Ufff…! Princeton.
Había ido unas cuantas veces a Princeton a ver a Rose cuando tenía dieciséis y diecisiete años. Si cerraba los ojos, podía visualizarlo: edificios de piedra gris tallada cubierta de hiedra y con gárgolas que bordeaban los salientes. Recordaba los dormitorios con chimeneas, y bancos de madera frente a las ventanas, cuyos asientos se levantaban y servían para guardar las mantas que sobraban y los abrigos, y las ventanas de múltiples cristales emplomados. Recordaba las aulas gigantescas, los suelos inclinados llenos de angulosas sillas de madera con pupitres unidos, y una fiesta en un sótano, con un barril de cerveza en una esquina, y lo enorme que le había parecido la biblioteca, con tres pisos por encima y tres por debajo, cada uno tan largo como un campo de fútbol. El olor a madera quemada y a follaje otoñal, una bufanda de lana roja prestada que le abrigaba el cuello, mientras iba caminando por uno de los senderos apizarrados para ir a una fiesta, consciente de que sería incapaz de encontrar sola el camino de vuelta, porque había muchos senderos y todos los edificios eran casi iguales. «Aquí es muy fácil perderse —le había asegurado Rose para que no se sintiera mal—. Durante mi primer año de universidad me perdía constantemente.»
Tal vez sería un buen sitio para perderse ahora. Podía coger un tren hasta Trenton, el Transit de Nueva Jersey hasta Princeton, quedarse allí unos cuantos días y unirse a algún grupo de gente. Siempre le habían dicho que aparentaba menos años de los que tenía, y llevaba una mochila, el signo universal de los estudiantes. «Princeton», dijo en voz alta y anduvo hasta la taquilla, donde pagó siete dólares por un billete de ida. Siempre había querido volver a la universidad, pensó, mientras subía por la rampa hacia los trenes. ¿Qué más daba que ésta no fuera la forma más normal de hacerlo? ¿Cuándo había sido Maggie una chica normal?
A las dos de la madrugada Maggie avanzaba por el oscuro campus de la Universidad de Princeton. Tenía los músculos del hombro agarrotados por el peso de la mochila, y las manos entumecidas por cargar con la bolsa de basura llena de ropa, pero intentó avivar el paso cuando alcanzó a los grupos de estudiantes que caminaban por la acera, enderezó la espalda e irguió la cabeza como si supiera exactamente adónde iba.
Había bajado del tren en Princeton Junction, en medio de un gran aparcamiento con luces halógenas que iluminaban fríamente la penumbra. Tuvo un momento de pánico, se volvió y, en efecto, vio que había estudiantes —o al menos gente que tenía aspecto de serlo— desfilando por el andén y bajando para adentrarse en un túnel. Los siguió por debajo de las vías del tren y cruzó como ellos al otro lado, donde había otro tren mucho más pequeño esperando. Compró el billete en el mismo tren y al cabo de dos minutos llegaba al campus.
Mientras subía por la colina, estudió rápida pero detenidamente a sus compañeros de trayecto, jóvenes que, a juzgar por las conversaciones y la cantidad de equipaje, supuso que regresaban de sus vacaciones navideñas. Saltaba a la vista que acicalarse no era una prioridad para estas chicas, en cambio sí lo era comprarse lo que estaba de moda en Abercrombie & Fitch.
Ninguna llevaba mucho más que brillo de labios, y todas iban vestidas con algún modelo de tejanos desgastados, jerséis o sudaderas, abrigos de color camello y capas y capas de gorros, bufandas, mitones y botas forradas. «Vaya, por eso Rose viste como viste —pensó y repasó mentalmente su vestuario. Corpiños pequeños, no. Pantalones de cuero, seguro que tampoco. ¿Un twinset de cachemir?—. Ya, ¡si por lo menos tuviese uno!», dijo para sí, y se estremeció mientras el viento helado le mordía la nuca al descubierto. Necesitaba una bufanda. Y también un cigarrillo, aunque le daba la impresión de que ninguna de esas chicas estaba fumando. A lo mejor era porque hacía demasiado frío; no, probablemente fuera porque no fumaban. Probablemente, las modelos que anunciaban la ropa de Abercrombie & Fitch no eran fumadoras. Maggie suspiró y se acercó lo máximo que pudo a un grupo de chicas que conversaba, en busca de más información.
—No lo sé —dijo una de ellas, riéndose de manera entrecortada mientras pasaban de largo tablones de anuncios llenos de propaganda que anunciaba de todo, desde películas y conciertos hasta guitarras de segunda mano en venta—. Creo que le gusté, y le di mi número de teléfono, pero no he vuelto a saber nada de él.
«Entonces es que no le gustas, tonta», pensó Maggie. Si les gustas, te llaman. Así de sencillo. ¿Y se suponía que aquí estaban las chicas inteligentes?
—Quizá deberías llamarle —sugirió una de sus amigas.
«¡Claro! —dijo Maggie para sí, que no había llamado a un chico desde que a los trece años dejó de hacer llamadas suicidas—. ¿Y por qué no ondeas una bandera delante de su habitación, por si no se ha enterado?»
El grupo se detuvo delante de un edificio de piedra de cuatro plantas con una pesada puerta de madera. Una de las chicas se sacó los mitones y marcó una clave junto al pomo de la puerta. Esta se abrió, y Maggie entró detrás de ellas.
Estaban en una especie de sala común. Había media docena de sofás tapizados con una indestructible tela azul, varias mesas toscas de centro cubiertas de periódicos y revistas, y una televisión que emitía It's a Wonderful Life, lo que, por lo que concernía a Maggie, no era cierto. De ahí partía una escalera que, con toda probabilidad, conducía a las habitaciones individuales… y, por el ruido que se oía, debía de haber alguna fiesta. Maggie dejó las bolsas y sintió un hormigueo en los dedos cuando la sangre les volvió a llegar. «Ya estoy dentro», pensó, sintiendo una mezcla de alegría y ansiedad al preguntarse cuánto le costaría dar el siguiente paso.
El grupo de chicas subió por la escalera, tan gráciles como una manada de elefantes, enfundadas en sus pesadas botas. Maggie las siguió hasta el cuarto de baño («Y si le llamo, ¿qué le digo?», preguntó quejumbrosa la chica a la que no habían llamado). Esperó a que se fueran y luego se mojó la cara con agua caliente y se quitó los restos de maquillaje. Se recogió el pelo en una cola de caballo, al estilo de Rose (por lo que había visto hasta ahora era el peinado predilecto de Princeton), se puso más desodorante y un poco de perfume, y se enjuagó la boca con agua del grifo. Para que la siguiente parte del plan funcionara tenía que estar perfecta, o lo más perfecta posible después de todo lo que le había pasado.
A continuación regresó a la sala común y la examinó. Si dejaba las bolsas detrás del sofá, ¿se las robarían? No. Aquí todo el mundo tenía la ropa que quería, supuso Maggie, que se hizo un ovillo en un sillón que había en una esquina, rodeó sus piernas con los brazos y observó, esperando.
No tuvo que esperar mucho. Un grupo de chicos —debían de ser cuatro, o quizá cinco, con sudaderas y pantalones de color caqui, hablando en voz alta y oliendo a cerveza— pasaron a empellones por delante del vigilante, y por delante de Maggie, y se dirigieron hacia la escalera. Maggie los siguió con sigilo.
—¡Eh, hola! —la saludó uno de los chicos, escudriñándola como si la mirase con un telescopio—. ¿Adónde vas?
Maggie sonrió.
—A la fiesta —contestó como si fuese algo obvio. Y él le dedicó una abierta sonrisa, con los ojos entornados y una mano apoyada en la pared para no perder el equilibrio, y le dijo que tal vez hoy fuese su día de suerte.
La fiesta —porque, naturalmente, había una fiesta; aunque la universidad formaba parte del selecto grupo llamado la Ivy League, seguía siendo una universidad, lo que significaba que siempre había fiestas— era cuatro pisos más arriba en lo que a Maggie le pareció que era una suite. Había un salón con un sofá y una cadena de música, dos dormitorios con una litera en cada uno y, en medio de ambos, una bañera llena de hielo y el inevitable barril puesto encima.
—¿Te apetece una copa? —le ofreció uno de los chicos de la escalera; quizá fuese el que le había dicho que era su día de suerte o uno de sus amigos. Medio a oscuras y con todo ese ruido, y toda esa gente, no estaba segura, pero igualmente asintió y se inclinó hacia delante dejando que los labios rozaran su oreja mientras susurraba: «Gracias».
Cuando él regresó, haciendo eses y tirando media cerveza al suelo a medida que se acercaba, ella ya se había sentado en un extremo del sofá con sus largas piernas cruzadas.
—¿Cómo te llamas? —inquirió él. Era bajo, huesudo, y tenía unos rizos rubios más apropiados para una de esas reinas de la belleza que para un estudiante de universidad, una mirada observadora y cara de astuto.
Maggie ya había contado con esa pregunta.
—M —respondió. En el tren había decidido no volver a ser Maggie. Había fracasado como Maggie, había fracasado en su intento de fama y fortuna. A partir de ahora sería simplemente M.
El chico la miró con los ojos entornados.
—¿Eme? ¿Como tía Eme?
Maggie arqueó las cejas. ¿Tenía ella una tía Eme? ¿La tendría él?
—M a secas —contestó.
—Vale, vale —repuso el chico encogiéndose de hombros—. Es sólo que no te he visto nunca por aquí. ¿Cuál es tu especialidad?
—Subterfugio —respondió Maggie.
El joven asintió como si lo hubiese entendido. Bueno, pensó Maggie, a lo mejor el subterfugio era de verdad una especialidad en este sitio. Tendría que comprobarlo.
—Yo hago políticas —comentó el chico, al que se le escapó un gran eructo—. Perdona.
—No pasa nada —dijo Maggie, como si los gases intestinales fueran la cosa más fascinante y atractiva del mundo—. ¿Cómo te llamas?
—Josh —afirmó el chico.
—Josh —repitió Maggie como si esto también fuese fascinante.
—¿Quieres bailar? —le preguntó Josh.
Maggie tomó con delicadeza un sorbo de cerveza y le dio a él el vaso, que apuró servicialmente. De pie, uno frente a otro, bailaron… o, para ser más exactos, Josh dio bruscos pasos hacia delante y hacia atrás como si su cuerpo estuviese recibiendo una pequeña descarga eléctrica, mientras que Maggie pegaba sus caderas a las de él.
—¡Guau! —exclamó Josh encantado. Le rodeó la cintura con las manos y la acercó presionándola contra el bulto de sus pantalones—. Eres una gran bailarina.
Maggie casi se echó a reír. Doce años yendo a clases de ballet, jazz y zapateado, y a esto lo llamaban bailar bien. Idiota. Inclinó la cabeza hacia delante, acercando una vez más la boca y su cálido aliento a la oreja de Josh, dejando que sus labios le rozaran el cuello ligeramente.
—¿Podemos ir a un lugar más tranquilo? —inquirió. Josh tardó unos instantes en registrar sus palabras, pero cuando lo hizo se le iluminaron los ojos.
—¡Por supuesto! —exclamó él—. Tengo una habitación para mí solo.
¡Bingo!, pensó Maggie.
—¿Tomamos otra cerveza antes? —preguntó con voz de niña pequeña.
Él volvió con dos cervezas y se acabó bebiendo la suya entera, y también casi toda la de Maggie, antes de rodearla de nuevo por la cintura, colgarse su mochila en el hombro y conducirla otra vez hacia la escalera, y hacia la felicidad que creía le esperaba en su habitación individual, que tenía el nombre de Blair. «Blair», dijo Maggie para sí, mientras caminaba y él se tambaleaba. Tendría que empezar a hacerse una lista con los nombres de los sitios y los chicos. Tendría que ir con cuidado. Tendría que ser lista. Más lista que Rose incluso. Porque una cosa era sobrevivir en un lugar como éste cuando se suponía que uno tenía que estar ahí, pero hacerlo como infiltrada era un desafío que merecería toda su astucia y su destreza, toda la inteligencia que la señora Fried, dijeran lo que dijeran los tests, le había prometido tiempo atrás que tenía.
Josh abrió la puerta como si fuera un emperador revelando los muros con cedro y los suelos de oro de su palacio, y Maggie se dio cuenta de que ahora las cosas podían complicarse. Tenía que prepararse para la posibilidad de acostarse realmente con este chico. Dos chicos en una sola noche, pensó con tristeza. No era un promedio que se hubiese propuesto conseguir.
La habitación era un diminuto rectángulo lleno de libros, zapatillas de deporte y montañas de ropa por doblar, que olía a calcetines sudados y a pizza de hacía varios días.
—Este es mi humilde hogar —declaró Josh observándola y lanzándole una penetrante mirada. Se tumbó encima de la cama y tiró al suelo un libro de química, una botella de agua, una barra con pesas de cinco kilos, y lo que a Maggie le pareció que era un macro bocadillo mixto fosilizado comido a medias. Extendió los brazos en cruz y le sonrió con la fría presuntuosidad de un niño que ha tenido siempre todos los juguetes que ha querido y que los ha roto para fastidiar—. Ven con papá —le dijo.
Sin embargo, Maggie le sonrió despacio, con picardía, y no se movió de los pies de la cama. Descendió con coquetería un dedo por su escote.
—¿Tienes algo para beber? —susurró.
Josh señaló con el dedo.
—En la mesa —contestó.
Maggie encontró una simple botella marrón. Licor de melocotón. ¡Pfff…! Tomó un trago, intentando no poner cara de asco mientras el empalagoso sabor a melocotón inundaba su boca, volvió la cabeza hacia Josh y lo miró provocativa. Al instante él estaba a su lado y puso sus labios fríos, y un tanto repulsivos, contra los de Maggie.
Ella le metió la lengua en la boca y la movió al ritmo de Girls Just Want to Have Fun, de Cyndi Lauper, que cantó mentalmente, y dejó que el espeso líquido pasara de su boca a la de Josh.
When the working day is done, oía a Cyndi aullar en su cabeza mientras Josh la miraba, borracho, deseoso, claramente convencido de que había muerto y se había ido al cielo, o al menos a la sección X de su videoclub interno.
Maggie colocó una de sus pequeñas manos en medio de su pecho y lo empujó con suavidad. Josh cayó de espaldas sobre la cama como un tronco. Maggie tomó otro sorbo de licor y se sentó a horcajadas sobre él sobando su entrepierna contra el cuerpo de Josh, sonriendo. «Sé valiente», pensó. Se sentó sobre las nalgas y se sacó el top por la cabeza. Josh abrió los ojos atónito al contemplar sus pechos con el tenue resplandor de las farolas del exterior, que se filtraba a través de su ventana. Maggie trató de ponerse en el lugar de Josh, imaginándose lo que él veía: una chica ágil y medio desnuda, con la melena sobre los hombros, la piel blanca, su delgado torso y los duros pezones marrones, que apuntaban hacia él.
Josh alargó los brazos hacia ella. «Ahora», dijo Maggie para sí, y ladeó la botella de licor de forma que el líquido cayera sobre sus pechos, dejando un pegajoso rastro hasta la cinturilla de sus tejanos.
—¡Oh, Dios! —exclamó Josh—. ¡Estás tan buena!
Josh resopló y habló entrecortadamente, dijo cosas que Maggie no pudo entender; resolló sobre su piel y el licor, y sus manos forcejearon en vano con el cierre de los tejanos. Ella había supuesto que Josh estaría demasiado borracho para abrir un botón y, al parecer, había acertado.
—Espera —susurró, moviéndose deprisa y acostándose junto a él—. Yo cuidaré de ti.
—Eres increíble —dijo él, y se quedó quieto con los ojos cerrados.
Maggie se acercó y le besó el cuello. Josh suspiró. Maggie le regaló un sendero de diminutos besos desde el lóbulo de su oreja hasta la clavícula, y le daba cada beso más despacio. Él volvió a suspirar y se tocó la parte delantera de los calzoncillos. Maggie empezó a arrastrar la lengua hacia su pecho. Despacio, se recordaba a sí misma, lamiéndole y besándolo al compás de los latidos de su corazón. Despacio…
Cada beso era más suave que el anterior. Cada beso tardaba más en llegar. Se detuvo, contuvo el aliento y se quedó tensa, a su lado, hasta que lo oyó respirar más lentamente con un ritmo regular, hasta que escuchó el sonido del primer ronquido. Levantó un poco la cabeza y le echó un vistazo para asegurarse. Josh tenía los ojos cerrados, la boca abierta, y una burbuja de saliva que se hinchaba y se deshinchaba entre los labios. Estaba dormido.
Dormido o desmayado. No sabía con certeza cuál de las dos cosas, pero no tenía importancia. Hasta ahora su plan había funcionado. Deslizó una mano en el bolsillo de Josh y sacó una tarjeta de plástico. Era su carné de estudiante. Perfecto. Después bajó sigilosamente de la cama, localizó su top y se lo volvió a poner mientras Josh roncaba. Encontró una toalla en el suelo; olía a humedad y estaba áspera, pero sería inútil buscar ropa limpia aquí, pensó, dando con una cubeta de plástico que contenía jabón y champú.
Su cartera estaba encima de la mesa. La miró, pensativa, y luego la cogió y la abrió. Había media docena de tarjetas de crédito y un buen fajo de billetes. Lo contaría más tarde, decidió, y se lo metió todo en el bolsillo antes de volverse al armario. ¿Se atrevería? Avanzó lentamente y abrió la puerta milímetro a milímetro. Josh no tenía una sino dos chaquetas de piel, además de toda suerte de camisas, jerséis, pantalones caqui, zapatillas deportivas y chirucas, tejanos y polos, añórales, abrigos de invierno, e incluso un esmoquin envuelto en un plástico de la tintorería. Maggie cogió dos jerséis y después miró en el rincón. ¡Premio! Había un saco de pluma perfectamente introducido en una funda de tela y una linterna de camping eléctrica al lado. Jamás echaría eso de menos, y de hacerlo, estaba segura de que quienquiera que le hubiese comprado todo aquello, le enviaría un talón para que comprara otro equipo.
Josh gimió ruidosamente y se giró, poniendo un brazo encima de la almohada sobre la que había estado la cabeza de Maggie. Maggie se quedó helada. Se obligó a sí misma a contar hasta cien antes de volverse a mover, entonces recogió su botín, y embutió el saco y la linterna dentro de su mochila. Abrió la puerta despacio y se dirigió hacia el pasillo. Eran las cuatro de la mañana. Maggie oía todavía el estruendo de la música, y las voces y gritos de la gente que volvía de las fiestas.
Los cuartos de baño estaban al final del pasillo, y tenían taquillas para las que se necesitaban claves secretas, pero, por suerte, la puerta del lavabo de las chicas se había quedado abierta gracias a que había una alumna desmayada en el suelo, boca abajo, con medio cuerpo dentro y medio fuera de uno de los lavabos. Maggie pasó por encima de sus piernas y se desnudó, colgando meticulosamente la ropa en uno de los colgadores y la toalla encima.
Se puso debajo del agua caliente y cerró los ojos. Muy bien, dijo para sí. Muy bien. Lo siguiente era la comida y un lugar donde instalarse. Había pensado en la biblioteca, porque en todas las universidades en las que había estudiado o a las que había ido, los vigilantes nunca eran muy escrupulosos con los carnés. Si uno tenía aspecto de ser de ahí, simplemente te dejaban pasar haciendo un gesto con la mano. De modo que primero cogería sus cosas, que estaban detrás del sofá, en la sala común, luego usaría el carné de estudiante de Josh para colarse en un comedor y comer algo, y luego…
Maggie miró hacia abajo y vio un clip de pelo de plástico blanco en la jabonera… el mismo tipo de objeto horrible que utilizaba su hermana para apartarse el pelo de la cara. «Rose», pensó, y de pronto una ola de arrepentimiento la sacudió de tal manera que se le hizo un nudo en la garganta. «Rose —dijo para sí—, lo siento.» Y en ese momento, desnuda y sola, se sintió más desdichada que en toda su vida.