Capítulo 30
Princeton no sería un problema, pero el dinero sí. Maggie era consciente de que sus habilidades matemáticas no eran las mejores, pero doscientos dólares, menos los veinte que aproximadamente se había gastado en comida en el Wawa durante los días en que no había podido colarse en un comedor o en un descanso de las clases que ofrecían pizza o helado Thomas Sweet gratis, más las tarjetas de crédito que le daba demasiado miedo usar, no eran igual a lo necesario para empezar una nueva vida. No era suficiente ni siquiera para un billete de avión a California, y menos aún para hacer un depósito de un piso o para hacerse un juego de fotos.
«Tiene que haber más dinero», dijo Maggie para sí. Era una frase de un relato corto que había leído en otro libro abandonado, una historia sobre un niño, que, si se subía en un caballito balancín, podía predecir quiénes serían los ganadores de las carreras de caballos de verdad; y cuanto más rápido se balanceaba, más alto parecía que le susurraba el caballo. «Tiene que haber más dinero.»
Consideró sus opciones sentada en el Centro de Estudiantes, sosteniendo una taza de té de noventa centavos. Necesitaba un empleo en el que le pagaran en efectivo, y la única posibilidad que tenía estaba impresa en un anuncio que había arrancado de la pared de la biblioteca. Apartó la taza y desdobló con cuidado el papel amarillo. «Busco a alguien que se ocupe de mi casa —ponía—. Que limpie un poco y haga algunos recados. Una vez por semana.» Y después había un teléfono que empezaba por el prefijo 609.
Maggie sacó su móvil —el que su padre le había comprado y cuyas facturas iban directas a su oficina— y marcó. Sí, le informó una voz que parecía de señora mayor, el puesto seguía libre. Una vez a la semana, el trabajo era fácil, pero si Maggie estaba interesada, tendría que pagarse el transporte.
—Podrías coger el autobús —anunció—. Sale de Nassau Street.
—¿Le importaría pagarme al contado? —inquirió Maggie—. Es que aquí no he abierto ninguna cuenta bancaria. Tengo una en casa… —Su voz se apagó.
—Está bien, te pagaré al contado —repuso la mujer tajante—. Eso, si lo haces bien.
De modo que el jueves por la mañana Maggie se levantó algo más temprano, moviéndose con sigilo en el silencio reinante en la biblioteca antes de que se encendieran las luces, y se aseguró de que sus cosas no estuvieran a la vista. Se escondió en el lavabo del primer piso y oyó a los vigilantes abrir las puertas principales. Diez minutos después de que la biblioteca se pusiera en funcionamiento Maggie salió por la puerta y se dirigió a Nassau Street.
—¡Eh, hola! —exclamó la mujer desde el porche. Era baja y delgada, el pelo blanco le caía por los hombros y llevaba lo que parecía una camisa de hombre de cuadros de vichy con unos legging debajo, y gafas de sol, pese a que fuera estaba nublado.
—Debes de ser Maggie —dijo, inclinando la cabeza en dirección a ella. Se apoyó con una mano en la barandilla para sujetarse y le ofreció la otra a Maggie. Era ciega, se fijó Maggie, y le dio la mano con cuidado—. Me llamo Corinne. Pasa —ordenó, y Maggie entró en una gran casa victoriana que daba la impresión de que ya estaba escrupulosamente limpia y meticulosamente organizada. En el recibidor había un sobrio banco de madera a la derecha y un casillero encima con un par de zapatos en cada casilla. Un impermeable y un abrigo colgaban de unos ganchos contiguos; el paraguas, el sombrero y los mitones habían sido colocados con esmero sobre un estante que había encima de los ganchos. Y junto al perchero vacío había un bastón blanco.
—No creo que el trabajo te resulte demasiado difícil —comentó Corinne mientras tomaba pequeños sorbos de café en una taza de color limón—. Hay que barrer y fregar suelos —empezó a decir repasando las tareas con los dedos—. Me gustaría que clasificaras lo que es para reciclar, sobre todo el cristal y el papel. Habría que doblar y guardar la ropa, vaciar el lavavajillas y…
Maggie esperó.
—¿Sí? —preguntó al fin.
—Flores —dijo Corinne, que levantó la barbilla desafiante—. Me gustaría que compraras algunas flores.
—De acuerdo —accedió Maggie.
—Supongo que te preguntarás para qué las quiero —siguió Corinne. Maggie, que no se lo había preguntado, no dijo nada—. No puedo verlas —explicó Corinne—, pero sé qué aspecto tienen. Y, además, las puedo oler.
—¡Oh! —exclamó Maggie. Y a continuación, dado que ¡oh!, en cierta manera, le había parecido insuficiente, añadió—: ¡Guau!
—La chica anterior decía que traía flores —le contó Corinne con la boca fruncida—, pero no eran de verdad. —Torció los labios—. Eran de plástico. Se pensó que me daría igual.
—Compraré flores de verdad —aseguró Maggie.
Corinne asintió.
—Te lo agradecería —repuso.
Maggie tardó menos de cuatro horas en hacer todo lo que Corinne le había pedido. No era una ama de casa experimentada, porque Sydelle nunca había creído que ellas pudiesen hacer nada bien y había contratado un ejército anónimo de limpieza para que mantuvieran el estado prístino de sus habitaciones repletas de cristal y metal. Pero Maggie hizo un buen trabajo, barrió cada mota de polvo del suelo, dobló la ropa limpia, y colocó los platos y la cubertería de plata en sus estantes y cajones.
—Heredé la casa de mis padres —explicó Corinne mientras Maggie trabajaba—. Aquí es donde crecí.
—Es preciosa —declaró Maggie; y era cierto.
Pero también era triste. Seis habitaciones, tres cuartos de baño, una amplia escalera de caracol en el centro de la casa, y la única ocupante era una mujer ciega que dormía en una estrecha cama individual con una delgada almohada, y que jamás podría valorar todo ese espacio o contemplar cómo el sol entraba a través de los ventanales y bañaba los suelos de parqué.
—¿Estás lista para ir al mercado? —inquirió Corinne.
Maggie asintió, pero recordó que eso a Corinne no le servía de nada.
—Estoy lista —respondió.
Corinne usó las yemas de los dedos para extraer un billete de su monedero.
—¿Es de veinte dólares? —quiso saber.
Maggie echó un vistazo al billete y dijo que sí, que era de veinte.
—El cajero sólo da billetes de veinte —comentó Corinne. «Entonces ¿para qué lo pregunta?», pensó Maggie. Y se percató de que a lo mejor la había puesto a prueba de nuevo. Esta vez, había conseguido aprobar a la primera—. Puedes ir a Davidson, está subiendo por la calle.
—¿Quiere flores aromáticas? —preguntó Maggie—. ¿Como las lilas, por ejemplo?
Corinne cabeceó.
—No hace falta que sean aromáticas —contestó—. Compra las que tú quieras.
—Y de paso, ¿necesita alguna cosa más?
Corinne reflexionó unos instantes.
—Sí, sorpréndeme —dijo.
Maggie fue andando al mercado, pensando en qué podía comprar. Para empezar, estarían bien unas margaritas, y nada más entrar tuvo la suerte de encontrar ramilletes enteros metidos en un florero de plástico verde. Paseó por los pasillos, considerando y descartando ciruelas, medio kilo de fresas, un manojo de olorosas espinacas verdes, una botella de grueso cristal de dos litros de leche. ¿Qué le gustaría a Corinne? Algo que oliese resultaría demasiado obvio, especialmente después de que hubiese rechazado tan deprisa las flores aromáticas; no, Maggie quería algo… Buscó la palabra y sonrió contenta al encontrarla: sensual. Algo que tuviera una textura, un volumen, que pesara, como la botella de leche o la textura satinada de los pétalos de las margaritas. Y, de pronto, ahí estaba, justo enfrente, un frasco también de cristal, sólo que éste era de un intenso color ámbar. Miel. «Miel de azahar. Elaboración local», rezaba la etiqueta. Y pese a los 6.99 dólares que costaba el frasco más pequeño, Maggie lo metió en la cesta junto con un pan artesanal de doce semillas.
Más tarde, de vuelta en la casa, grande y limpia, cuando Corinne se sentó frente a Maggie a la mesa de la cocina, mascando despacio una rebanada tostada de pan con una gruesa capa de miel extendida encima y asegurando que era perfecto, Maggie supo que aquello no era un cumplido hueco. Había aprobado el segundo examen del día al comprar exactamente lo adecuado.