LUNES. NOVIEMBRE 2

Todas las maldades nacen en estado de inocencia.

ERNEST HEMINGWAY

Por la noche, antes de dormirnos, quién sabe por qué, una gota de luz se cuela por la ventana y se deslíe en la negrura de la celda.

Nadie duerme. Pero ya no podemos hablar. Otras briznas de luz llegan y se van. Pasan tan rápido los fulgores momentáneos, que esta noche David no puede castigar la luz, como la noche en que escupió a la luna.

Yo pienso en la luna y sé que David piensa también en ella. La luna lo desmoraliza y lo irrita. La luna, además, ahuyenta a Nancy.

Nancy viene a visitar a David todas las noches. Nancy es el quinto habitante de la celda. Desde temprano él la espera, sobrecogido de miedo y de encanto. A veces llega en las alas de una pobre mariposa nocturna que cae por error en el molino sin calma de sus brazos. En las noches claras, la rabia de David proviene de que la luna espanta las visitas de Nancy.

Nancy me hace pensar en una mujer que yo quiero y a la que jamás he conocido. Yo sé que esta mujer existe y que nació para mí. A veces la cárcel me hace pensar que ya no la conoceré jamas, y que antes de que pueda encontrarla moriremos los dos, en estado de pureza inútil, aunque muy bien correspondida. Pero no dejo de pensar que algún día la encontraré. En la celda no puedo salir a buscarla, pero de noche, en el ancho mundo, todas las estrellas la buscan por mí.

La luna ocupó un lugar muy peculiar en mis sueños de niño. En la celda, la presencia de la luna o la evocación de la luna me permiten vivir en una noche dos noches distintas, lejanas en el espacio y en el tiempo. Las vivo a la vez con una vida doble, con criterio inocente de niño y con juicio maduro de presidiario.

Una vez, cuando yo tenía once años, mi padre me llevó a conocer el mar. Con las gotitas que llegan y se van, esta noche casi vivo otra vez una noche junto al mar. La luna cae sobre el mar. No se trata de que la luna haya venido a bañarse en el mar. Se trata de que la luna ha venido a vivir con el mar. Tímidos aún, antes de fundirse, se admiran, se aproximan, se besan. Se funden por fin, como dos amantes enloquecidos. Ahora el mar se ha convertido en un cuajo de luna.

—Estoy bien —respondí el mar. Con las gotitas de luz que llegan y se van, esta noche casi vivo otra vez una noche junto al mar. La luna cae sobre el mar. No se trata de que la luna haya venido a bañarse en el mar. Se trata de que la luna ha venido a vivir con el mar. Tímidos aún, antes de fundirse, se admiran, se aproximan, se besan. Se funden por fin, como dos amantes enloquecidos. Ahora el mar se ha convertido en un cuajo de luna.

Mi padre y yo decidimos bañarnos en la luna. Sumergidos no nos sentimos en el agua, sino en un lago de luna. Durante largo rato nos empapamos en el lago de luz. Al salir, todavía chorreamos lumbre. Somos por partes iguales hombres, mar y luna. Dejamos sobre la arena las huellas saladas de los pies de la luna.

Otra sensación inmemorial que se relaciona con la luna es más reciente. Yo estoy en una casa de campo, en las sierras altas de los Andes, pocos días antes que me pongan preso. En la noche clara de los Andes, veo pasar por el cielo un satélite artificial.

Sé que es satélite porque se mueve como una estrella. Sé que es artificial porque tiene la regularidad humillada de lo que está regido por la mano del hombre. También porque en el ancho firmamento la bola de luz no corre como corren las estrellas que se vuelven locas.

Esa noche me hace pensar esta noche que me gusta el oficio de astronauta.

Diógenes buscaba un hombre. Colón buscaba un continente. El astronauta busca un mundo. El universo se ha ensanchado un poco desde los matemáticos que hace veinticinco siglos se atrevieron a suponer que el sol era más grande que Grecia.

Junto al mar, vivimos en una cabaña propiedad de un amigo de mi padre, en la bahía de Santa Marta. Del largo viaje por el río, desde el interior del país hasta la costa Caribe, no puedo evocar nada, Pero no puedo olvidar la luna y la bahía. Recuerdo también que la cabaña está cuidada por un negro procedente de Jamaica. Es un hombre místico, afiliado a la secta de los Adventistas del Séptimo Día.

El negro posee un gato sarnoso y escuálido que juega conmigo. Según el jamaicano, el gato también es adventista. Afirma que el sábado el gato no prueba la carne. Lo que ocurre en realidad es que los sábados el jamaicano condena al gato al hambre total, después de haberlo entrenado en el hambre parcial durante toda la semana. Aquel gato consagrado a la abstinencia religiosa me conmueve. Por varios días me dedico a tratar de cazar un ratón vivo, con el fin de poner a prueba, un sábado, la auténtica fortaleza moral del ayuno del gato. Pero nunca puedo tentarlo, por falta de ratón.

En la cama, junto a mí, David se agita, a la vez gozoso y doliente.

Raymond Cartier ha dicho que en el drama del universo no hay nada tan patético como el suicidio de las ballenas, cuando, en enormes bandadas, las ballenas van a morir a la tierra que les perteneció hace millones de años.

Esto de Cartier, que leí hace poco, me lleva a pensar esta noche en el hombre de Jamaica. Recuerdo al negro sentado frente al mar. Permanece tres horas ensimismado, contemplando, triste, el lomo del mar. En el mar, sin embargo, no hay nada que ver. Ni peces voladores, ni troncos flotadores, ni barcos cargados de banano. Apenas esta noche, sintiendo a David cerca de mí, he venido a descubrir por qué el jamaicano escruta el mar con esa persistencia enfermiza y estremecedora.

No se trata de una contemplación, sino de una llamada ancestral. El hombre de Jamaica está unido al mar por el cordón umbilical de la nostalgia.

Por el camino privado de la sangre, a través de milenios de recuerdo, de peregrinaje, de dolor, el hombre de Jamaica otea en el mar la patria antigua, huele en el mar el útero materno, persigue en el mar el milagro remoto de Dios. Busca en el mar la cueva primitiva de la especie, como las ballenas pródigas, como el hombre que en la primera noche de libertad vuelve a dormir a la cárcel de donde salió.

Puedo precisar también otro episodio ligado a nuestra vida en la cabaña. En la bahía, como en casi todas las costas del Caribe, los niños, hasta los diez o doce años, van siempre desnudos. Pero precisemos: sólo los niños, no las niñas. Las niñas se ven sometidas desde temprano al impudor de enfrentarse a una competencia desleal.

Mi padre me explica que el calor es la causa de la desnudez masculina. Hoy esta idea no me parece aceptable. Por lo visto, y lo visto ya es bastante, con frecuencia el calor es un eufemismo para describir la miseria. En todo caso, en esta desnudez de los niños no hay ninguna elaboración deshonesta o profesional. Aquí se trata de un caso de nudismo automático.

Balzac cuenta la historia conmovedora de dos niños que contemplan un cuadro del paraíso terrenal. Uno de ellos pregunta cuál es Adán. El otro dice que no puede decirlo, debido a que las dos figuras del cuadro están desnudas.

En el paraíso de Santa Marta sí se puede decir sin rubor cuál es el hombre. El hombre es el que está desnudo.

Cerca de la cabaña, la resaca tira sobre la playa enormes cantidades de trozos de madera, relamidos con saña centenaria por la lengua del mar. Entre los restos del naufragio vegetal mi curiosidad infantil encuentra toda clase de figuras. Hay manos con cinco dedos y cuatro uñas, como para que se piense en la acción de un cuchillo cortante; hay gatos con bigote y patas, pero sin rabo, como para que el palo zoológico y mutilado nos inspire la lástima que no le tenemos al gato del jamaicano; hay lindos rostros de muchachas, con una oreja colocada en las primeras estribaciones de la montaña del pelo, como para indicar que los monstruos femeninos, como los indios tolabos de Míster Alba, hablan también por los oídos de la frente.

Apenas esta noche descubro la verdad. En la pila de palos roídos por el mar, la naturaleza no imita al arte. Lo que de aquí surge es un fenómeno del culto a la personalidad, típicamente cubista. El mar imita a Picasso.

Siempre me he preguntado qué fue lo que pudo llevar a Endimión y a Calígula a enamorarse de la luna. En esa pasión hay algo que no puedo entender. Enamorarse de la luna es una locura. Tampoco puedo entender por qué en las noches de luna Míster Alba se esconde de ella. Se lo pregunté una vez, y Míster Alba me dijo:

—Según la interpretación del artículo que la define en muchas lenguas antiguas y modernas, la luna pertenece al sexo masculino. Es mejor estar seguro. En dos palabras, me da miedo de que «el luna» pueda enamorarse de mí.

En la mitología de la cárcel, por lo menos para David, no hay espacio para amar la luna. En cambio, David está enamorado de la oscuridad. Todas las noches, la oscuridad sin compañía le trae el olor del cuerpo de Nancy. Frente a él, la oscuridad pierde todo su pudor.

Lo acosa la pasión sin eco de sí mismo. La oscuridad es el camino que le abre a David la puerta de los paraísos presentidos u olvidados. Yo siento al desgraciado en la oscuridad. No lo compadezco porque sé que en esos momentos, por lo menos, no está solo.

A veces, David cubre la ventana de rejas que da al patio, clavando por dentro una hoja de cartón. Con eso no pretende cerrarle el paso a la luna. Con eso, David quiere evitar que la oscuridad se le escape de las manos, que la oscuridad se le escurra por la ventana del patio.

En los umbrales del sueño, recuerdo la noche en que David escupió a la luna. La luna había salido temprano. La campana no había sonado aún. Como de costumbre, David hablaba de Nancy, con la voz del hombre que espera una mujer.

—Íbamos a caballo, entre los árboles, cerca del río. Mientras yo preparaba la caña de pescar, Nancy le quitó la silla al caballo y se desnudó. Se sentó a esperarme encima del caballo. ¿Nunca ha estado sobre un caballo, con una muchacha, Míster Alba?

—No soy vaquero ni equilibrista —contestó Míster Alba—. Con las mujeres, soy un animal de tierra firme.

Esta alusión a la realidad irritó a David. Las sombras se acercaban ya, depositándole en la sangre solitaria el estremecimiento de la juventud de Nancy. David escupió con furia sobre el rayo de la luna.

El rayo de luna huía por la ventana, espantado por la locura de aquel hombre que en la celda buscaba a Nancy, buscando solamente los labios estériles de la oscuridad.

De todos modos, cuando David la besa, la oscuridad empieza a temblar.