DOMINGO. NOVIEMBRE 22

El asesino es el que queda muerto en el que ha matado.

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA

Dirigiéndose a Míster alba, el Honorable Gordo Tudela dice:

—Ante todo, organicemos el jurado. ¿Quién es el acusado?

—¿Quién ha de ser? Antón Castán. ¿Por qué lo pregunta?

—Lo pregunto porque cualquiera de nosotros podría asumir con éxito esa responsabilidad.

—Aquí se trata de la muerte de Leloya —señala Míster Alba—. El acusado es Antón.

—Mírele la cara a David. Su cara de acusado es intachable.

—No insista, Gordo. El acusado es Antón. No podemos arrebatarle ese honor.

El Gordo Tudela no se da por vencido.

—Que yo sepa, nadie vio cómo ocurrieron los hechos. En ese caso, la primera pregunta que debemos hacer es la siguiente: ¿Quién mató a Leloya?

—Esa pregunta estaría bien en una novela de detectives —dice David—. Pero no es una pregunta para un drama como éste.

—Aquí no vamos a averiguar quién mató, sino por qué mató —remacha Míster Alba—. Como acaba de indicar David, esto no es una novela de detectives. La cuestión es mucho más importante. No se trata de un caso de policía, sino de un examen de conciencia. No se trata de descubrir el Místerio, sino de revelar la razón.

Moviendo la cabeza afirmativamente, el Honorable Gordo Tudela acepta por fin los argumentos de Míster Alba. Pero inmediatamente pregunta:

—Y el juez… ¿Quién será el juez?

—También el juez ya está señalado —expresa David—. En la celda sólo hay una persona que pueda ser juez.

—¿Quién? —indaga Míster Alba, poseído de una vaga esperanza de que David se esté refiriendo a él.

—¿Quién ha de ser? —prosigue David—. El único preso honorable que hay aquí, es decir, el Honorable Gordo Tudela. Tiene además otra ventaja. Ha sido detective, de modo que al sentenciar le va a resultar muy fácil equivocarse.

Míster Alba se decide:

—Tiene razón David. El juez debe ser el Honorable Gordo Tudela.

Éste pregunta:

—Y el público… ¿Quién representará a la opinión pública?

—Vamos por partes —dice Míster Alba—. Primero hablemos del defensor.

El Gordo Tudela no lo deja continuar:

—Si hemos de ir por partes, empecemos con el acusador.

—Es verdad —acepta Míster Alba—. ¿Quién será el acusador?

David dice:

—No veo por qué lo dudan. Sólo hay aquí un hombre para eso. Es usted mismo, Míster Alba. ¿Conciben ustedes a Míster Alba defendiendo una causa justa o administrando justicia en nombre de la República y por autoridad de la ley? El privilegio de condenar no se lo puede disputar aquí nadie, Míster Alba.

—Eso quiere decir que usted aspira a ser el defensor, David —deduce el Gordo Tudela.

—Exactamente.

—Si es así, no doy mucho por la absolución del acusado —concluye Míster Alba, anticipándose a saborear una hipotética victoria.

—Eso lo veremos —dice David.

Míster Alba y David se miran con un rencor heroico y afilado, muy parecido al que muestran dos gallos antes de volar a sacarse los ojos. El Gordo Tudela empieza a disfrutar con la perspectiva del duelo entre los dos. Se frota las manos con satisfacción. Pero su entusiasmo cesa de repente. Sobre la composición del jurado el Gordo, que ya se siente juez, tiene sus dudas todavía.

—¿Quién hará el papel de jurado de conciencia? ¿Quién hará el papel de público? El personal disponible está agotado en la celda.

David pregunta:

—¿Público para qué?

—¿Para qué ha de ser? —dice el Gordo Tudela—. Para aplaudir, que es para lo que sirve la opinión pública. Además, la opinión pública exalta la autoridad del juez. Para que no lo olviden a él, el juez necesita amenazar de cuando en cuando a la opinión pública que asiste a las audiencias.

—Lo del jurado de conciencia se explica —dice David—. Pero la opinión pública no es necesaria en la cárcel. Procederemos como si se tratara de una audiencia secreta.

—Se me ocurre una idea —manifiesta Míster Alba—. El guardián puede hacer de jurado de conciencia.

—Pero el guardián no tiene conciencia —dice David.

—Precisamente —asegura Míster Alba—. El guardián es el mejor indicado para esa función. Está hecho para improvisar un criterio sin saber de qué se trata. Es decir, está hecho para hacer justicia.

El Honorable Gordo Tudela se dirige a la puerta. A través de la rejilla, cuya tapa exterior tiene corrida, el guardián ha estado escuchando todo lo que se habla en la celda. El Gordo Tudela le habla a través de la rejilla:

—Queremos pedirle un servicio. En la celda acaba de constituirse un jurado. Es para juzgar a la justicia. Sólo nos falta el juez de conciencia.

El guardián da muestras de estar indignado. Contesta:

—No me gustaría caer en las garras de un jurado formado por asesinos y falsarios y estafadores.

—¿Cree usted que son mejores los procesos que se organizan afuera? —le pregunta David.

—Afuera por lo menos saben lo que es justo y lo que es injusto —sostiene el guardián.

Míster Alba lo aniquila con la mirada, al tiempo que dice:

—Sólo Dios sabe lo que es justo y lo que es injusto. Y a Dios no lo traen a los jurados.

El guardián habla con mayor insolencia:

—De todos modos, no colaboro en lo que pretenden hacer. Me da asco que los delincuentes se burlen de la justicia.

—No exagere —dice Míster Alba.

—Me opongo terminantemente a que los delincuentes escupan a la ley e injurien a la majestad de la patria —dice el guardián, rojo de rabia.

David se pone insinuante y conciliador. Le habla al guardián con su voz más suave.

—No sé de dónde saca usted tantos escrúpulos, guardián. Debiera comprender que lo que hacemos aquí no es más que un reflejo de lo que se hace fuera. Nuestra adorada cárcel es el espejo de la libertad: el oprobio de que haya inocentes en la cárcel está proporcionado a la ignominia de que haya criminales en libertad. Salga a la calle y mire para cualquier lado y averigüe si los hombres de la libertad le están dando a la majestad de la patria algo mejor de lo que nosotros le hemos dado: rapiña, violencia, atrocidades, infamia, terror. Pregúntele a Antón Castán sobre lo que piensa de la justicia de fuera y dígame usted si en nuestra adorada cárcel a nosotros nos está prohibido imitar a la justicia. Déjenos nuestro pequeño proceso, guardián.

—Hagan lo que quieran —dice el guardián.

Se retira de la puerta. Pero de repente se arrepiente y regresa. Ahora está congestionado de rabia patriótica y justiciera. Saca el revólver y apunta hacia el interior de la celda, a través de la rejilla. Sin poder contenerse amenaza:

—Al que hable una sola palabra le meteré una bala en la cabeza.

Así, bajo esta protección policial, los presos del jurado no tienen más remedio que callar. Todos callan. El acusado, el fiscal, el defensor, hasta el mismo juez, no tienen más remedio de callar.

Bajo el imperio del silencio pienso en el jurado que me rodea. No sé por qué, tengo miedo de él. En cierto modo, el jurado no es para mí una farsa. Tiene algo de legítimo, mucho de real. En lugar del aire de la amistad con que antes me rodeaban mis compañeros, algo me separa ahora de ellos, y ese algo es la valla que separa al reo del jurado.

Cuando, por fin, largo rato después, cansado de apuntarnos con el revólver, el guardián se retira, David comenta:

—Los gendarmes no entienden de teatro. Hoy ha sido un día perdido para la justicia.

Míster Alba también le saca tajada a la coacción del guardián y dice:

—Mejor que hoy no haya justicia. Puesto que no tenemos libertad, tampoco necesitamos justicia.