SÁBADO. NOVIEMBRE 14

Yo tengo una inmensa ventaja sobre usted, haga lo que haga: yo he matado.

GEORGES SIMENON

Desde el miércoles pasado estamos encerrados de nuevo en la celda.

Es bien curioso que no se decidieran a separarnos después de todo lo que ocurrió. Al contrario, una vez que decidimos suspender el motín, entregarnos y renunciar a todo reclamo, lo primero que hicieron fue llamar a Míster Alba, a David, al Honorable Gordo Tudela y a mí. Juntos, como si tuviésemos derechos reservados sobre la celda, nos devolvieron a ella sin preguntarnos nada. Ni siquiera nos registraron al entrar.

Eso de que no nos preguntaran nada es todavía más curioso. Hasta hoy, nadie nos ha preguntado nada sobre lo que ocurrió en la oficina. Está visto que un muerto más o menos ya no le importa a nadie en este país.

Una vez que nos encerraron en las celdas, devolvieron la libertad a los campesinos. Después recogieron el cadáver de Leloya y se lo llevaron. Todo resultaba tan natural para todos que, según Míster Alba, nada les hubiera sorprendido tanto a los guardianes como encontrar vivo a Leloya en el sitio donde encontraron su cadáver. Para sus hombres, estaba previsto que Leloya podría morir. Por qué lo dejaron ir a la muerte, sabiendo que aquello podría ocurrir, más aún, sabiendo que aquello tenía que ocurrir, es algo que todavía no logramos comprender.

En pocas horas, la cárcel volvió a la normalidad reglamentaria. En la noche del miércoles, un guardián nos contó que acababa de encargarse de la dirección de la cárcel un funcionario civil. Tan pronto como prestó juramento reunió a los guardianes y les ordenó dar a los presos un tratamiento humanitario. Nada de medidas punitivas o de excesos autoritarios. Anunció que iba a manejar la cárcel como si fuera una escuela y exigió que bajo su administración todos deberían prestar más atención al orden que al castigo.

Debe de ser cierto que nuestro futuro depende de estos planes, porque desde ayer recuperamos el derecho de salir al patio. No nos dan tres horas de patio, como ocurría anteriormente. Nos anuncian que por ahora sólo nos tocarán dos horas de sol al día. De todos modos, este escape cotidiano del rigor de la celda es casi como conquistar toda la felicidad del mundo. Dicen que cuando se restablezca por completo la normalidad volveremos a las tres horas de aire libre al día.

Ayer, en nuestra primera salida después del motín, encontré a Óscar en el patio. El pantalón le cubría púdicamente la pierna de palo, como si Óscar, por sí mismo, tuviera algo penoso que ocultar en ella. En mis manos, aquella pierna de palo arde todavía.

—¿Cómo va, Óscar? —le pregunté.

—Readaptándome a la paz —contestó.

—¿En qué celda le ha tocado?

—Estoy en una sala común. Las celdas son para la aristocracia carcelaria.

—¿Cuántos presos hay en la sala?

—Sesenta.

—Pida que lo destinen a una celda.

—No. Prefiero el dormitorio común.

—La sala común es un estercolero.

—Sí. Pero la celda es otra cárcel dentro de la cárcel. No resisto la celda. Padezco claustrofobia. La celda es como estar condenado a beber sangre en el corazón de la cárcel.

Desde luego, Óscar no deja de tener razón. Sin embargo, yo prefiero la celda. A mi parecer, ello se debe principalmente a mis compañeros.

En el patio también tropecé ayer con Toscano. Tan pronto como me vio vino a mi lado, con su cara de perro apaleado, aunque todavía traicionero.

En cuanto pudo, empezó a describirme con lujo de detalles, como si quisiera sorprenderme, el espectáculo del cadáver de Leloya. Yo no lo escuchaba. Pero no podía escaparme de la sevicia verbal que no cesaba de roer, como los cuervos, aquella masa informe de huesos partidos y carne machacada.

Para gran sorpresa mía, Toscano no hablaba de eso para recrearse con mis tribulaciones, como creí en un principio. Descubrí esto porque de repente me dijo:

—Mire a Míster Alba. Se prepara para asistir a la reconstrucción del crimen. O quizás esté pidiendo permiso para entrar en la oficina. Empiezo a creer que es cierto que a los criminales les gusta regresar al lugar donde cometieron su crimen.

Míster Alba estaba, en efecto, a la puerta de la oficina, conversando con un guardián.

Toscano continuó:

—Yo no creí nunca que Míster Alba se atreviera a hacerlo.

—¿Hacer qué? —pregunté yo.

—Matar a Leloya.

—Entonces, ¿fue Míster Alba quién lo mató?

—Usted lo sabe mejor que yo.

Yo lo sabía. Dios mío, bien lo sabía. Y sin embargo, aquellas palabras de Toscano, al apartarme arbitrariamente de lo que me correspondía, también me aliviaban un poco.

Ni en ese momento, ni ahora, puedo aceptar la sospecha de que Toscano estuviera interesado en hacer aparecer a Míster Alba como responsable de la muerte de Leloya. Sin embargo, dada la animosidad entre los dos, y la opinión de Míster Alba sobre Toscano, cualquier cosa de Toscano sobre Míster Alba también podría creerse.

Recordé un preso que había visto en la cárcel, hace mucho tiempo. Era un pobre diablo, un poco loco. Únicamente en la cárcel podía haber ocurrido: a aquel desgraciado le habían robado su crimen.

Condenado por un delito que lo obligaba a permanecer dos años en la cárcel, decidió, por dinero, mediante la influencia de no sé qué oscuras maquinaciones, intercambiar su identidad con otro prisionero. A los dos años, el otro recobró la libertad. Él se quedó en la cárcel, purgando el crimen del que le había permutado el crimen. Al descubrir que tendría que pasar once años en la prisión, por un delito que no había cometido, pero que había consentido en aceptar como suyo, el hombre empezó a enloquecer. Uno se lo encontraba en el patio, mirando hacia lo alto, y repitiendo siempre:

—Devuélveme mi crimen… Devuélveme mi crimen…

Toscano continuó:

—En la cárcel todos saben que Míster Alba fue quien lo hizo.

—¿Cómo lo saben?

—Míster Alba no lo niega.

—¿Reconoce que lo hizo?

—Dice que está dispuesto a declarar que lo hizo.

—¿Se lo dijo a usted?

—A mí no. Para Míster Alba, yo no soy santo de su devoción. Pero en el patio se lo ha dicho a todo el que ha querido oírlo.

He pensado mucho en lo que me dijo ayer Toscano. No creo que la generosidad de Míster Alba llegue hasta el extremo de querer adjudicarse algo que no hizo, únicamente por salvarme. Yo conozco cómo funcionan sus sentimientos. Pero también conozco cómo funciona su mente. Su mente es una máquina calculadora. Sus cálculos penetrantes se limitan a prevenir, mediante una suerte de adivinación automática, todas las reacciones, buenas o malas, que puedan producirse en la vida de la cárcel.

Descarto desde luego la idea de que Míster Alba quiera volverse en la cárcel el prócer de la muerte de Leloya. El asesinato no tiene cabida en la rica colección de sus delitos. Ni siquiera por razones de prestigio cabe en la sicología de Míster Alba la posibilidad de un crimen de este género. Mucho menos la de cargar la fama de matar sin haber matado. Sus relaciones con el delito son menos resonantes, pero más reproductivas.

Sé, pues, lo que Míster Alba busca con eso. Aceptando o estimulando las versiones que le atribuyen la muerte de Leloya, sabe que, sin comprometerse mucho, contribuye a disgregar la responsabilidad y a alejarla, por lo tanto, de mí. Su táctica permitiría, además, que ante un testigo que pudiera acusarme, en el caso remoto de que ese testigo pudiera aparecer, otros muchos testigos, no se sabe cuántos, podrían estar dispuestos a desorientar el testimonio que más se aproximara a la verdad.

Estoy seguro de que Míster Alba no quiere que se me acuse. Aspira a que se considere la muerte de Leloya como una consecuencia natural del motín, como un acto de concurrencia colectiva. Algo así como un hecho de guerra, del cual no se pueden deducir responsabilidades individuales.

En alguna forma, Míster Alba está logrando hasta ahora este propósito.

Por mí mismo, yo sé lo que ha pasado. Sé le que en esa obra le corresponde a mi conciencia.

Pero como prisionero de una cárcel en la que no estoy solo, sé que todo el mundo comparte o está condenado a compartir mi responsabilidad, si es que la tengo, o mi remordimiento si llego a tenerlo. Es como si todos los presos hubiéramos convenido en distribuirnos, por cuotas de minutos, o de horas, el pago del tiempo total que legalmente debiera corresponderle a la expiación del crimen.

Por otro lado, no me siento muy seguro de mí mismo pisando el terreno resbaladizo del crimen. Cuando maté, me sentí libre por haber matado. Ahora ya no estoy convencido de haber perdido la libertad al entrar en la cárcel. Ahora creo que la perdí en el momento de matar.

Con todo, para mí, mi delito es mío. Para la cárcel, el delito es común. Es un crimen tan pobre, que no tiene secretos para nadie. Al mismo tiempo es un crimen tan rico, que tiene castigo para todos.