SÁBADO. NOVIEMBRE 7
Hora tras hora, Stroud iba viendo cómo se construía lentamente la máquina destinada a quitarle la vida.
THOMAS E. GADDIS
9 a. m. Sobre las oficinas de la cárcel hay una terraza desde donde se puede observar la prisión con todos sus alrededores.
En tiempos normales siempre hay en la terraza un pelotón de guardias armados de fusiles ametralladores y dotados de anteojos de larga vista. Esta zona de la cárcel ha sido ocupada y dominada desde ayer por los presos. Los guardias armados desaparecieron en el curso de la noche anterior, pero al huir dejaron abandonados los binóculos.
Yo uso un binóculo para observar lo que pasa en la prisión.
La cárcel es un edificio de la época colonial. Los españoles no dejaron en Colombia testimonios arquitectónicos religiosos o imperiales memorables, pero sí dejaron cárceles destinadas a la inmortalidad. En esta cárcel, el bloque del edificio es pesado. Tiene la solidez opresora que debe tener una cárcel.
Me han dicho que este edificio fue originalmente un convento. Las celdas de los delincuentes de hoy habrían sido las celdas de los penitentes de ayer. Yo no lo creo. Este edificio nació cárcel. La piedra no se equivoca. Si originalmente fue convento debió de ser por una adaptación provisional o por una concesión ocasional que históricamente hoy no podría explicarse.
La ciudad rodea la cárcel, como si se nutriera de ella, y a la vez como si tuviera miedo de ella. Con sus garras de cemento, la ciudad tiene aprisionada a la cárcel. Las casas que la rodean parecen una prolongación indeseable de la prisión. Vista desde aquí, la prisión aparece como el ombligo de la pequeña ciudad. Sin duda, la cárcel representa y define la pequeña ciudad con más precisión que el local de la escuela pública, con más exactitud que la fachada de la iglesia, con más elocuencia que el edificio de la diputación regional.
En otros tiempos, nuestra cárcel era llamada panóptico. Otros la llamaban penitenciaría. También se atrevían a referirse a ella llamándola reformatorio o correccional. Los historiadores y los poetas la llamaron ergástula, y chirona los cronistas de policía. Por lo menos, hoy no subsisten rezagos de esas palabras pestilentes. La única reforma carcelaria que a través de los tiempos ha hecho evolucionar la cárcel ha sido, pues, de carácter literario, y es una cuestión de nombre. Cárcel expresa hoy completamente lo que hay que expresar sobre este lugar.
Sobre las torres altas que se levantan en los dos extremos de la cárcel, grupos de guardianes armados nos observan detenidamente, así como nosotros vigilamos todos sus movimientos. En esta permuta de espionaje binocular hay un intercambio de coquetería funeraria. Las torres no son ampliaciones modernas del edificio. Nacieron con él, y forman parte original de su frío cuerpo de piedra. Sobre cada una de ellas se levantan, un poco irónicamente, dos cruces de hierro: son estas cruces las que han dado lugar a la leyenda de que la cárcel fue convento.
Tomo el binóculo y observo las torres. Con la bruma de la mañana, las cruces no se ven. Pero se ve muy bien el acero nuevo de los fusiles telescópicos de los guardias, que apuntan hacia la terraza con la precisión milimétrica de la muerte.
3 p. m. A esta hora parece, por un momento, que vamos a morir.
Los fusiles telescópicos barren la terraza con su escoba de plomo. Por lo visto, la presa apetecida es el comité directivo que opera en la terraza.
Míster Alba dice:
—Tengamos cuidado. Puesto que vamos a morir, seamos miedosos.
Pero no pasa nada. En la calle, los presidiarios no pueden luchar sobre seguro. En su propio terreno, los presidiarios son un blanco difícil. No sabemos si las ráfagas son una advertencia. Yo creo que se deben a que allá arriba, en las torres, los guardias armados participan un poco del miedo desarmado de los presos.
4 p. m. Casi olvidada ya la conmoción de una hora antes, tras el parapeto, puedo observar a mis anchas las calles aledañas a la cárcel.
En las esquinas se forman grupos de ciudadanos. Se interesan, sin duda, por nosotros. Discuten sobre nuestra suerte. Se ocupan con entusiasmo evidente del desarrollo del motín.
Afuera, otros hombres desfilan frente a los grupos sin participar en ellos. Los indiferentes caminan abrumados, un poco como aquí dentro caminan los presos. Lo que me duele de ellos es que caminen por las calles sin gozar de su libertad, casi sin darse cuenta de que son libres.
Tras el parapeto le digo todo esto a David. Éste toma los binóculos y observa los hombres automáticos que desfilan por las calles de la libertad. Sin soltar el binóculo, David dice:
—Si yo pudiera caminar por las calles como caminan ellos, me volvería loco de sentirme libre, y empezaría a gritar.
Toscano nos informa que Leloya ha ordenado ya cortar el agua. Gracias al genio táctico de Míster Alba, quien ha ordenado almacenar abundantes reservas de agua, en varios días no correremos el peligro de morir de sed.
5 p. m. En la terraza, cobijados por el parapeto. Míster Alba me dice:
—Leloya quiere negociar.
—Me parece muy raro que Leloya busque la vía diplomática para acabar con esto —digo yo.
—A mí también se me hace sospechosa la actitud de Leloya. Se ve que desde la capital deben de estar dirigiéndolo y controlándolo. Si Leloya dispusiera de autonomía, como en otros tiempos, a estas horas nos estaría ametrallando.
Cuando está a solas conmigo. Míster Alba procede y habla con una sencillez que me confunde. Ello proviene de que desde que empecé a escribir el diario, sin que se sepa por qué, Míster Alba ha empezado a observarme como si él fuera un actor a quien le pagan por representar un personaje inolvidable. Yo sé esto muy bien. Él lo sabe también, y en público actúa exclusivamente para mí. Pero Míster Alba siempre es Míster Alba. Los hombres sólo son sinceros cuando quieren engañarse a sí mismos. A mí nunca me parece tan sincero Míster Alba como cuando empieza a representar en mi diario el papel de sí mismo en la vida.
6 p. m. Por una calle llegan nueve camiones negros que parecen vagones de tren. Están cargados hasta el tope con sacos de cebada. En la plataforma donde llevan la carga, los camiones tienen rejas de metal, que les dan a los camiones el aspecto de celdas móviles. Los hombres usan las rejas como si no pudieran vivir sin ellas.
A dos cuadras de la cárcel, hay una fábrica de cerveza, a la cual está destinada la cebada. A la puerta de la fábrica ocurre algo curioso.
Varios hombres empiezan a descargar el camión. Pero lo sacos de cebada no son entregados a los hombres de la fábrica, que los están esperando. Pasan antes por las manos de una tercera agrupación de hombres que se encuentran entre los del camión y los de la fábrica. Según Toscano, estos intermediarios tienen la misión de cobrar para una cadena de acaparadores una especie de impuesto sindical que en medio minuto eleva en tres pesos el precio de cada bulto de cebada. Toscano añade que, además, siendo ya las seis de la tarde, los tres grupos de hombres pueden cobrar su trabajo al precio de horas extras.
Toscano nos explica el proceso:
—Desde los almacenes municipales de depósito, a través de los cargadores, de los camioneros, de los descargadores, de los acaparadores, la cebada aumenta el precio en un sesenta por ciento. Pagados los impuestos fiscales, la hipoteca, la prenda agraria, el cacique local, los diezmos y primicias, el usurero particular, los campesinos que la cultivan, trabajando de sol a sol, vienen a recibir apenas el dieciséis por ciento del valor total de la cebada. Lo suficiente para morir de hambre, pero bajo el imperio de la ley y la gracia de Dios.
—¿Y la fábrica de cerveza por qué acepta eso? —pregunto yo.
—La fábrica no puede hacer nada. Donde haga algo por los campesinos, la fábrica se paraliza, mediante una huelga de obreros. Y para los campesinos es mejor de todos modos el dieciséis por ciento que el paro de la cervecería.
—No hay nada más fraternal que la rivalidad proletaria —concluye Míster Alba.
—Está usted muy bien informado del proceso nacional de la producción de cerveza —le digo yo a Toscano.
—Es natural que lo esté —explica el Honorable Gordo Tudela—. Toscano está en la cárcel por acaparador de cebada.
Toscano me hace pensar que una particularidad universal de la injusticia es que todos los hombres la reconocen, aunque todos participen en ella.
Abajo, en el patio de la cárcel, los campesinos se muestran abatidos por el lento curso del motín.
Tienen prisa por regresar al campo a cultivar la cebada que ha de engordar con el sudor de su frente los grandes tanques de la fábrica donde se madura la cerveza.
En la terraza, hasta las narices de los miembros del comité directivo llega el olor un poco agrio y un poco dulzón de la cerveza que madura. Abajo, en el patio central, los campesinos permanecen como momias, ateridos por el frío de los Andes, envueltos en mantas, agazapados bajo los paraguas negros de sus inmensos sombreros. En el patio, aislados del aire puro por las murallas seculares, las narices de los campesinos no pueden disfrutar siquiera del olor un poco espirituoso, un poco amargo, de la cerveza que madura.