JUEVES. NOVIEMBRE 26

El hombre sólo podrá recobrar la inocencia si reconquista la libertad.

HENRY MILLER

Mientras preparo la maleta, Míster Alba me habla incansablemente:

—¿Publicará el libro?

—Sin duda. Prepárese para que la gente discuta sobre usted, Míster Alba.

—¿Cómo lo sacará de la cárcel?

—No hay problema. Ya consulté con mi abogado. Si hay objeciones, él lo arreglará todo. Es primo hermano del director de la cárcel.

—¿Quién publicará el libro?

—No sé. Se lo daré a Ramírez, quien me ha dicho que se lo llevará a Pablo Lepanto, el escritor. Quizá Lepanto se interese por él.

—Si se lo lleva, Lepanto se interesará tanto, que lo publicará con su nombre.

—No importa. Lo que me importa es que lo publique.

—No será la primera vez que Lepanto publique un libro ajeno con su propio nombre.

Ni siquiera en esos momentos en que debiera preocuparse un poco de lo que en el futuro voy a pensar de él, Míster Alba se cuida de su reputación. Para Míster Alba no hay nada mejor que hablar mal del prójimo.

Cuando Míster Alba me deja un momento, el Honorable Gordo Tudela toma el turno en el interrogatorio de la despedida. No hay remedio. La vulgaridad del Honorable Gordo Tudela me obliga a ser sentimental.

—¿Vendrá a vernos?

—Claro que vendré a verlos. Les traeré libros.

—No se le olvide visitar a mi mujer.

—No se me olvidará.

—Quiero que conozca a mis hijos.

—Descuide. Iré a conocerlos.

—Son buenos chicos. Les gusta verme en el oficio de detective. Mucho cuidado con lo que les diga. Ellos no saben que estoy aquí. Creen que me encuentro en el extranjero, en misión secreta. Mis hijos gozan viéndome llevar hombres a la cárcel.

Calla un momento, medita y vuelve a conversar.

—¿Qué planes tiene para la vida, Antón?

—No sé qué planes tendrá la vida para mí.

—Quiero decir… ¿En qué va a trabajar?

Me hubiera gustado decirle que la cárcel me enseñó a no trabajar. Pero no digo nada. Sin embargo, el Honorable Gordo Tudela no puede dejar de preocuparse por el destino que me espera fuera de la prisión.

—¿Cómo va a aprovechar la libertad? ¿Qué va a hacer?

—Pienso sentarme a la orilla de un camino solitario, y sentirme libre, y mirar al cielo, y sonreír. Eso es todo lo que pienso hacer.

—Cuidado con los caminos solitarios —dice Míster Alba—. Mientras sonríe y mira al cielo, lo pueden asaltar los guerrilleros.

Para librarme de las preguntas topográficas del Honorable Gordo Tudela me dirijo a regar el rosal. David se va detrás de mí.

—¿Se va a llevar la rosa?

—No. La dejaré aquí. No olvide que es para adornar su ataúd.

David sonríe con melancolía.

—Yo la cuidaré.

En seguida me expresa de nuevo sus preocupaciones sobre la salud de Míster Alba.

—Yo creo que está loco.

—Siempre ha sido así.

—No. Ahora está loco de verdad. Tendrán que llevarlo al manicomio.

—La cárcel es la mitad del camino entre la libertad y el manicomio.

A pesar de lo que digo, yo no concibo a Míster Alba en el manicomio. Ni siquiera en beneficio del manicomio puedo concebir a Míster Alba fuera de la cárcel.

—Está loco —repite David.

—No está loco. Estoy seguro.

—Pero tampoco está cuerdo.

—No está loco, ni cuerdo —acepto yo.

—Si no está loco, ni cuerdo, ¿qué van a hacer con él? —pregunta David.

—Dejarlo en la cárcel —afirmo yo—. La cárcel es la única solución. La cárcel es el sitio para los hombres libres.

—¿Qué es un hombre libre?

—Un hombre que no está loco, pero tampoco está cuerdo.

Termino con la rosa, y le digo a David:

—Cultívela. Se verá bien encima de su ataúd. No deje de regarla. Florecerá algún día. ¿Por qué no ha de florecer?

Detrás de mí, en los pocos pasos que puedo dar en la celda, David no me abandona. Se parece al niño que sigue al padre que se prepara a viajar. Me pregunta:

—¿Qué le va a decir a Nancy?

—Yo no conozco a Nancy.

—Ella lo conoce a usted. Y usted le gusta.

—¿Qué me importa?

—Yo sé cuándo un hombre le gusta a Nancy.

—De todos modos, yo no la veré.

—Ella lo buscará.

—Hablemos de otra cosa, David.

—Vendrá a buscarlo en el Ford. Ya debe de estar esperándolo en la esquina.

—Ella no sabe que voy a salir.

—Las mujeres saben cuándo salen los hombres de la cárcel.

—David, no conozco a Nancy, y no me importa. Deje de hablar de eso.

Pero él está cada vez más excitado por la posibilidad de que la libertad pueda aproximarme a Nancy. Para él, la libertad es en este momento la patria donde Nancy va a encontrarse conmigo, la patria donde sólo viviremos Nancy y yo.

—Si sale de paseo con ella, por el campo, no suban los dos al mismo caballo. Si no quiere volverse loco, no suban los dos al mismo caballo.

—No le haga caso, Antón. El pobre está loco —dice Míster Alba con tono protector.

—¿Quién tiene aquí razón? —pregunto yo.

—Todos tienen razón, porque todos han perdido la razón —dice Míster Alba.

Sólo me falta despedirme de los muertos. Pero no me atrevo a silbarles. Si les silbo, quizá quieran irse conmigo, brincando por los caminos de la libertad, como los perros de mi padre, cuando mi padre salía por el campo a cazar presos. Yo no quiero la libertad para los muertos. Por lo menos, no quiero para mí la libertad con los muertos.

Míster Alba me pregunta:

—¿Vendrá a la inauguración del monumento?

—¿Qué monumento?

—¿No lo sabe? El monumento al preso no identificado. Consistirá en un mausoleo coronado por la pierna de Óscar.

—Es cierto —observa David—. El director de la cárcel ha dado permiso para construir el monumento. El director de la cárcel también está loco.

El Honorable Gordo Tudela dice con convicción:

—Cuando yo salga, búsqueme en Medellín, Le será fácil encontrarme. Pregunte por mí en el cuerpo de detectives, sección de Medellín.

David añade por última vez:

—Nancy ya está en la esquina, esperándolo.

Yo pongo los papeles del diario en la maleta. Cierro la maleta y me dispongo a salir.

Míster Alba dice:

—Es una novela. Podemos poner la palabra fin.

—Es un drama —sostiene David—. Habrá que decir que cae el telón.

El Honorable Gordo Tudela, que no está muy al corriente de los secretos literarios de la celda, nos mira como si efectivamente todos estuviéramos locos.

El guardián que ha venido a sacarme abre la puerta. Recobrar la libertad tiene una ventaja, y es que si bien nunca recordamos cómo entramos a la cárcel, podemos recordar, paso a paso, cómo salimos.

Al cerrar la puerta por fuera, yo corro la mirilla. Puedo tomarme esta libertad, como si fuera un guardián, porque ya no soy un recluso.

No sé cómo puedo contemplar sin gritar esta cueva de iniquidad. Tal vez la libertad empiece a aturdirme.

Adentro, David, Míster Alba y el Honorable Gordo Tudela dan lástima. Parecen fieras de zoológico. Sólo en este momento descubro que, fuera de todo lo demás, enjaulados, indefensos, los presos son personajes de exhibición un poco cómica.

De pronto, algo me estremece. Al darse cuenta de que me voy, junto a Míster Alba, junto a David, junto al Honorable Gordo Tudela, los muertos empiezan a agitarse. Con gran sorpresa mía descubro desde fuera que aún estoy dentro, pero no ya con los vivos, sino con los muertos. Allá estoy yo, con ese pobre preso difunto que es ahora Leloya. Allá estoy yo, con los muertos que me lamían las manos buscando en ellas el pan de los muertos. La celda está llena de cadáveres. La celda es el cementerio de los hombres que sellan la paz con la justicia.

Esto de mi presencia entre los muertos no es una obsesión. Afuera me siento conmovedoramente solo, como si yo estuviese libre, pero mi inocencia siguiera en la prisión.

Cuando por fin me voy, sé que entre esos presos y esos muertos yo estoy dejando el cadáver de mi libertad.