SÁBADO. NOVIEMBRE 21

El Presidente ve muy claras las cosas y con madura reflexión escribe la lista de los insurgentes que merecen ser decapitados.

GERMÁN ARCINIEGAS

En el patio, David me enseña a un asesino famoso. Lo llaman Lombroso porque tiene cara de ángel. Este hombre no inspira miedo, sino horror. Al frente de una cuadrilla de bandoleros asaltó un pequeño pueblo y asesinó a sangre fría doce seres defensos e indefensos: tres monjas, seis policías, dos niños, un retrasado mental.

Mirando a Lombroso, Míster Alba me dice:

—Los asesinos empiezan a llegar. Los asesinos ya no dejan en paz ni siquiera la cárcel.

—Pronto lo pondrán en libertad por falta de pruebas —le dice David a Míster Alba.

—A este tipo de asesinos no debieran molestarse en detenerlos o en juzgarlos.

—¿Qué se podría hacer con ellos?

—Borrarlos de la geografía, dondequiera que los encuentren. Ellos están en guerra con la ley. La ley no puede enfrentárseles por medio de la justicia. Sólo puede enfrentárseles haciéndoles la guerra.

—Si hacen eso, el país entero se levantará a defenderlos, en nombre de la justicia.

—En nombre de la justicia se puede defender a los vivos, pero no a los muertos.

—A mí este hombre, como todo condenado, me da lástima.

—Por eso está la cárcel como está —concluye Míster Alba—. Por mi parte, yo sé administrar mi compasión. Comparto todos los dolores del mundo. Me subleva el dolor del penado, pero me subleva también el dolor de la víctima.

Después de meditar un momento, Míster Alba me dice:

—Con este preso y este asalto se enriquece mucho la galería de muertos de su libro.

—Estos muertos de la libertad me afectan de otro modo —digo yo—. Es como si yo mismo los hubiera matado.

—En ese sentido, yo estoy tranquilo —sostiene Míster Alba—. Sólo me siento responsable de mis propios crímenes.

—A mí estos muertos me pertenecen —insisto—. Desde hoy estos muertos entran a formar parte de mi familia de muertos. Desde hoy estos muertos son los deudos de mi vida.

David y Míster Alba siguen discutiendo luego sobre las guerrillas. Según Míster Alba, las guerrillas, que empezaron en el país en 1948, han pasado por varias fases categóricas. La primera fue de carácter político, mostró un aspecto romántico y tuvo algo que ver con la lucha del hombre por la libertad. La segunda pertenece inequívocamente al delito común, y se relaciona con el desequilibrio en el progreso del país, donde a tiempo que la justicia permanece subdesarrollada, el crimen alcanza su más alta perfección técnica. La tercera corresponde al aprovechamiento de dicha situación de deterioro moral por la intervención comunista dirigida desde Cuba. De acuerdo con ésta teoría de Míster Alba la cadena tiene remaches fuertes. Del delito político interno de la subversión del orden establecido se pasó al delito común del asalto en cuadrilla de malhechores y de éste al delito internacional de la agresión extranjera.

Hasta dónde es cierto todo esto, yo no lo sé. Lo único que sé es que a los tres períodos los identifican la atrocidad parecida y la saña análoga, como también la inutilidad repugnante del crimen sistemático. Lombroso es el mensaje que las guerrillas nos envían a la prisión. Así como afuera ellas casi han acabado con la libertad, también nuestra adorada cárcel empieza a estar amenazada por la insensata presión de esta oscura corriente de violencia. Al indicar lo anterior a Míster Alba y a David, termino diciéndoles:

—De todos modos, no nos quejemos. Éstos son los signos de la época. Pocos son los países que escapan en nuestro tiempo a este terror demente.

—El que otros países padezcan males semejantes no justifica que el nuestro siga tolerándolos —dice David.

—Además, el mal de la violencia es peor aquí que en cualquier otra parte —observa Míster Alba—. Todos los periódicos del mundo hablan de nosotros. La violencia nos ha puesto de moda. En este sentido, no creo que debamos molestarnos porque en el mundo se divulgue la verdad. Los países se conocen por lo que producen y la violencia es nuestra mejor industria nacional de exportación.

Yo pretendo rebatir esta opinión, pero Míster Alba corta toda posibilidad de polémica expresando lo que sigue:

—Lo que estamos hablando no tiene nada que ver con la cárcel. La violencia es un fenómeno típico de la libertad. La cárcel sabe vivir en paz.

—¿Y el motín? —pregunta David.

—El motín de la cárcel no fue un acto de violencia sino una huelga de la disciplina —afirma Míster Alba.

Más tarde, en la celda, seguimos hablando de la inseguridad nacional proveniente de las guerrillas y de la inestabilidad general derivada de la crisis económica. En la cárcel, el tema de las guerrillas está a la orden del día. David asegura que fuera de la cárcel la gente estima que la situación es tan mala que existe el peligro de que se establezca un gobierno militar.

—Desde que tenía cinco años estoy oyendo quejarse a la gente de mala situación económica y de peligro de golpe militar —dice Míster Alba.

—¿No cree usted ahora en ese peligro? —pregunto yo.

—En primer lugar, no es un peligro. Puede ser una solución. En segundo lugar, los golpes militares se producen siempre por alguna razón. Un gobierno bueno es un gobierno fuerte contra el cual no pueden los golpes militares.

—No sabía que era usted militarista, Míster Alba.

—No soy militarista. Observo las realidades, que es otra cosa. Los golpes militares del pasado, cuando cualquier coronel audaz se alzaba con el poder y se dedicaba a robar desde él, son cosas del pasado. Hoy los golpes se producen por ineludibles exigencias nacionales.

—Oigan al prócer de la libertad —dice David.

—Que los militares desalojen del gobierno a un hombre honesto y competente es y será siempre un crimen. Pero que desalojen a un inmoral o a un inepto me parece un ejercicio democrático tan respetable como el de quien por medio de los votos alcanza el poder para dormir o medrar en él. No siempre el voto es la garantía del acierto para quien elige o es elegido.

—Según Míster Alba, el sufragio popular puede ser sustituido por el sufragio del puñal —insiste David.

—No soy militarista —afirma de nuevo Míster Alba—. En general, todos los presos somos civilistas. Pero no acepto tampoco esa democracia que cree tener todos los derechos solamente porque se equivoca en las urnas. El militar que asalta el poder no es menos despreciable que el político que asalta los votos o que el gobernante que por medio de los votos se empeña en permanecer en el gobierno. Entre dos bandidos, prefiero al que está educado para el orden. Si el patriotismo se refugia hoy en la cárcel de los cuarteles, la culpa no es de la cárcel, sino de los hombres libres que no pueden ejercitarlo u honrarlo. Si la democracia se refugia hoy en la cárcel de los cuarteles, la culpa es solamente de los que fuera de ella se han encargado de envilecerla y desacreditarla.

Este tema pone furioso a David. Para no participar en la discusión va a la ventana y se dedica a observar el patio. Míster Alba comenta:

—He demostrado lo que quería demostrar. No estoy de acuerdo con mis propias palabras, pero he demostrado con esto que David es demócrata hasta en eso de eludir la defensa de la democracia.

Entre Míster Alba y el Honorable Gordo Tudela se desarrolla en seguida un diálogo muy rápido que no puedo captar completamente.

—Entre las armas y las letras, ¿por cuáles está usted? —pregunta el Gordo.

—La lucha ya no es entre las armas y las letras. Las letras se entregaron. Sucumbieron cuando los militares descubrieron que podían aprender a leer. La lucha es ahora entre las armas y las masas. La lucha es ahora entre los militares y los analfabetos.

—Entre esos dos extremos, ¿por cuál está usted?

—Entre esos dos abismos, no me queda más remedio que ser neutral.

—¿Cree usted que algún día podremos acabar con los militares? —pregunta el Gordo.

—Los militares no se acabarán nunca —responde Míster Alba.

—He leído en una revista que en el mundo moderno los militares ya no se necesitan.

—Los militares se necesitarán siempre.

—¿Para qué?

—Para hacer la guerra.

—¿La guerra contra quién?

—¿Contra quién ha de ser? La guerra contra los comunistas. La guerra para protegernos de los comunistas.

—¿Y de los militares quién nos protege?

—Los otros militares.

El Gordo duda un momento, pero vuelve a la carga:

—A mí me gustaría que los ejércitos licenciaran sus tropas, que los cuarteles se convirtieran en escuelas, que se eliminara el servicio militar obligatorio, que el presupuesto de guerra se dedicara al fomento del cultivo del trigo.

Míster Alba dice:

—Contésteme a esta pregunta: si acabáramos con los militares, ¿qué haríamos con las armas?

El Gordo vacila un poco. Al fin no puede contestar. Cuando todavía está dudando, la puerta de la celda se abre. De nuevo, tres guardianes armados forman una coraza de fusiles y bayonetas en torno a un grupo de personas. Esta vez se trata de dos damas, una vieja muy fea y una joven muy bonita, y de dos hombres que tienen cara de carceleros jubilados.

—Si no me equivoco —dice Míster Alba—, tenemos el honor de recibir otra visita de la Sociedad de Amigos de la Cárcel.

—No precisamente —afirma un guardián.

Uno de los desconocidos, un hombre pequeño y calvo, habla a continuación:

—Esta vez se trata de una iniciativa personal del director de la cárcel, destinada a promover la alegría de los presos.

—¿La alegría? —pregunta el Honorable Gordo Tudela.

—Sí. El director, justamente alarmado por el estado de abandono de nuestra cárcel, ha tenido la feliz iniciativa de traer a los detenidos un poco de alegría. Esta campaña cuenta con el patrocinio de los Ministerios de Justicia y Educación Nacional. Pasaremos películas sobre la Pasión del Señor. Dictaremos conferencias sobre la vida de los grandes músicos alemanes. El problema de las cárceles es primordialmente un problema de educación. Pero lo que acabo de enunciar forma parte de los proyectos del futuro.

—¿Podríamos saber en qué consisten los proyectos del director para el presente?

—Para el presente —sigue diciendo el calvo—, el director ha resuelto organizar un concurso de belleza.

—Es una buena idea organizar un concurso de belleza entre los presos —dice David.

—No es entre los presos —rectifica el calvo.

—¿Entonces es entre las presas?

El calvo no le presta atención a David y sigue diciendo:

—Por lo pronto, aquí tienen la candidata. Se llama Mercedes. Cuando sea elegida, su nombre oficial será Mercedes Primera, Reina de la Cárcel.

Nadie lanza en la celda un viva por la Reina, pero todos miramos a la candidata, que, como candidata, ofrece perspectiva físicas muy prometedoras. El Honorable Gordo Tudela pregunta:

—¿La señorita pertenece a la cárcel de mujeres?

—¿Por qué lo pregunta? —dice el calvo.

—Por lo que ha dicho aquí mi distinguido colega David Fresno. Para ser candidata de la cárcel pensé que sería así —explica el Gordo, un poco turbado.

—Pues no —asegura el calvo con mucho garbo—. La señorita es mecanógrafa. Es la secretaria del director de la cárcel. El director, además, es su padre.

Míster Alba acude en auxilio del Gordo, mirando a la señora de mayor edad y preguntando a su vez:

—Y esta digna señora, ¿quién es?

—Es la madre de la candidata —asegura el calvo.

—Creí que era candidata también —dice Míster Alba.

—¿Candidata? —murmura la aludida, evidentemente halagada por el cumplido de Míster Alba.

—Sí —dice Míster Alba—. Tiene usted cara de candidata. Podríamos proclamarla Reina de la violencia.

Visiblemente disgustada ahora, ella se dirige a su hija:

—Esto nos pasa por dedicarnos a hacer caridad con los presos.

El calvo no entiende lo que pasa o hace como que no entiende. En cambio, el hombre que lo acompaña tiene que hacer un esfuerzo muy grande para no echarse a reír. Saca un pañuelo y empieza a morderlo, mientras la candidata auténtica, la bonita mecanógrafa, le enseña a los presos las mejores expresiones cinematográficas de sus dientes y de sus ojos.

Sin embargo, para que no se piense mal de él, el calvo deja constancia de su lealtad al director.

—Por lo menos, podrían ustedes respetar al director. Podrían mostrar que, a pesar de todo, tienen buenos sentimientos.

—Respetar al director, lo respetamos —dice Míster Alba—. Buenos sentimientos los tenemos. Pero los buenos sentimientos no podemos mostrarlos. Los buenos sentimientos no sirven para la novela.

—Yo no sabía que la cárcel era así —dice la señora de mayor edad.

Míster Alba suspira.

—La cárcel es la cárcel —dice—. Lo demás es Derecho Civil.

—Bien —murmura el calvo—. ¿Qué dicen ustedes?

—¿Qué quiere que digamos? —pregunta David.

—¿Les gusta la candidata? ¿No les gusta?

—Si se trata de eso, nos gusta —dice Míster Alba, interpretando muy acertadamente los sentimientos generales.

—Bien —concluye el calvo—. En esta celda, el plebiscito ha terminado. El plebiscito no puede ser mejor. Cuatro votos para Mercedes Primera. El director va a sentirse muy orgulloso, no sólo por el éxito de su hija, sino también por el resultado de las primeras elecciones verdaderamente libres que se hacen en la cárcel. No hay duda, será elegida por unanimidad. Señores, la fiesta ha concluido.

La fiesta se va, dejándonos solos y llevándose toda su alegría. Sin embargo, yo en ese momento me siento como se sentían los cautivos de la Edad Media cuando se decretaba la amnistía general con motivo del cumpleaños de la hija del Rey.

Todos esperamos de Míster Alba alguna de esas conclusiones filosóficas que él deduce siempre de situaciones como la que acabamos de pasar. Míster Alba medita, pero no habla. David le abre el camino para que hable.

—¿Qué opina de los reinados de belleza, Míster Alba?

—Los reinados de belleza son la versión atómica de la trata de blancas —dice Míster Alba.

David ríe y el Honorable Gordo Tudela comenta:

—En todo caso, su Majestad Mercedes Primera no está mal.

—No está mal —dice David—. Pero podría estar mejor sin la mamá. Con la mamá al lado yo no encuentro por ningún lado la alegría que quieren traerle a los presos.

—A las candidatas a reinas de belleza debieran prohibirles tener mamá —concluye Míster Alba.

David, Míster Alba y el Honorable Gordo Tudela permanecen hablando de reinados de belleza hasta que suena la campana. Según Míster Alba, siendo la democracia el sistema político que nos permite suspirar por la Monarquía, los reinados de belleza son el modo en que los demócratas expresan su nostalgia de la esclavitud. El tema los lleva a hablar de los jurados que califican esa clase de concursos. Y los jurados los llevan a hablar de las audiencias públicas en que se juzga a los procesados.

No sé cuál de ellos propone entonces que en la celda se haga un proceso para juzgar la conducta de los presos durante el motín. Yo estoy muy cansado. No le prestó atención alguna a la estúpida ocurrencia. Pero los tres deciden iniciar un proceso para poner en claro la muerte de Leloya.

Ésta es la primera vez que oigo hablar de mi proceso.