MIÉRCOLES. NOVIEMBRE 25

Este acusado es el peor defensor de sí mismo.

BRUNO WEIL

El honorable Gordo Tudela se dispone a dictar la sentencia. Durante toda la noche anterior estuvo dando vueltas en la cama, agitado por las innumerables sorpresas que se pusieron de relieve en el curso del proceso.

Hoy el Gordo Tudela tiene más cara de juez que los días anteriores. La proximidad de la sentencia lo pone impaciente. Sin duda, la preocupación del papel que le ha tocado desempeñar en el proceso empieza a imprimirle carácter.

Desde muy temprano, el juez empieza a escribir la sentencia. Como juez, una cosa no se le puede reprochar al Gordo, y es que se demore en administrar justicia.

Yo quisiera en este momento detener la mano del juez. Quisiera decirle que antes de acabar de escribir la sentencia recuerde que fue él mismo, el juez, quien estimuló en mí la idea de matar. Pero el Honorable Gordo Tudela se dedica a la literatura y a la justicia con todas las energías de su cuerpo. Es imposible que en este momento pueda dejar de escribir para recordar la pregunta fatídica que él mismo me hizo aquella tarde: «¿Le gustaría matarlo?». Y conste que yo no acuso al juez. Digo sencillamente que él hizo vibrar en el aire la cuerda de una idea cuya punta material, el acto de matar, ya estaba madurando dentro de mí.

En un momento dado el juez deja de escribir.

—¿Cómo se escribe libertad? —pregunta.

—Escríbala de cualquier modo —dice Míster Alba—. Pero escríbala con mayúscula. Libertad es una palabra importante.

El Gordo sigue escribiendo. Media hora después anuncia que está listo para dar a conocer su decisión. En seguida lee la sentencia:

—Conocida la acusación y oída la defensa, entro de lleno a administrar justicia. Ni la una ni la otra ayudan en este caso a la justicia. La defensa, por abarcar mucho; la acusación, por apretar muy poco. Es una lástima que el muerto no haya querido hablar. Quizás al muerto se le haya olvidado hablar. En cuanto al acusado, todavía tiene el valor de sostener que es inocente. Yo estaría dispuesto a aceptar este concepto; pero, sin duda, en el juicio se ha puesto de manifiesto que, aunque sea inocente, Leloya murió, como si dijéramos en sus brazos. En este proceso, la duda es lo único que está claro. Todo está confuso; hay que aceptar, pues, la confusión. No pudiendo castigarlo por el crimen que evidentemente cometió, pero no pudiendo, por eso mismo, devolverle la libertad, condeno a Antón Castán a permanecer en la cárcel y a seguir purgando el crimen que no cometió.

Ésta no es una sentencia de juez, sino de detective. Pero es la sentencia que Míster Alba y David estaban esperando. Otra cualquiera ajustada al rigor de la justicia estricta los hubiera desconcertado.

Por mi parte, debo decir también que si durante los períodos de la acusación y la defensa el juicio me pareció legítimo, ahora no me lo parece tanto. A la hora de la sentencia cambia el color con que vemos las cosas. La sentencia del juez ha tenido, en efecto, la virtud de abrirme los ojos. Estoy volviendo a ver que el proceso fue una maquinación de la cárcel para agraviarme y confundirme.

Sin embargo, en este momento me siento desnudo ante los miembros del jurado. No tengo nada que ocultarles. Para los seis ojos que me miran, nada cubre ya mis recónditos secretos. Esta sensación de encontrarme desnudo ante la justicia la he experimentado antes, por lo menos dos veces en mi vida.

Siendo niño sufrí una vez una vergüenza de este género. Cerca de mi casa, en el camino entre mi casa y la escuela, por donde yo pasaba todos los días, estaba la botica de Don Zimarro. En la botica se vendía de todo. Pero había una cosa que, aunque estaba a la venta, yo no podía poseer. Se trataba de un pequeño camión rojo, de cuerda, que al correr aullaba, como los carros de los bomberos. Aquel camión que mi padre no quiso o no pudo comprarme, me obsesionaba. Pasaba las noches pensando en él. Pasaba horas enteras contemplándolo en la ventana de la tienda de Don Zimarro. Hubiera dado cualquier cosa por adquirirlo.

Un día decidí robarlo. Don Zimarro era medio ciego. Distraerlo o engañarlo resultaba muy fácil. Según mis cálculos, la faena de apropiarme del juguete era cosa de entrar en la tienda y salir con él en la mano.

Llegué a la tienda. Don Zimarro me salió al encuentro.

—¿Viene a robarme el camión? —me preguntó.

—¿Cómo sabe a qué vengo? —pregunté a mi vez, asustado, pero sin perder la calma.

—Anoche soñé que hoy vendría a robarme el juguete. Precisamente el camión rojo. Es algo curioso. Dígame la verdad. Necesito que me diga la verdad.

Parecía más preocupado por descubrir si el sueño de la noche anterior correspondía a la realidad del día presente que por asegurar la propiedad del juguete.

De todos modos, lo robé. Puesto que Don Zimarro sabía que yo era un ladrón, no había para qué simular. En las propias barbas de Don Zimarro salí con el juguete. El viejo me miraba, sin moverse, sin protestar, sin decir nada, como si aún estuviera soñando. Evidentemente, aquel acto real que él había presentido en el sueño lo había dejado mudo y paralizado. En cuanto a mí, para un hombre que no tiene nada de audaz, aquélla fue una hazaña reveladora.

Fue una hazaña, pero entre el momento en que penetré en la tienda y el momento en que salí con el juguete, sentí que mi corazón no tenía secretos para Don Zimarro. Más o menos lo mismo que experimento ahora frente al jurado después que el juez ha dictado la extraña sentencia.

Otra vez que me sentí desnudo en público fue el día en que me detuvieron. Yo trabajaba en las petroleras, allá en Barranca. Los fines de semana dejaba las petroleras e iba a mi pueblo. No sé por qué iba, ya que no tenía allí familia ni nada que me atrajera o me vinculara al lugar. Fuera de la tumba de mi padre, yo no tenía nada en aquel pueblo.

Cuando bajé del autobús, tres policías se me acercaron y me llevaron a la cárcel municipal. No pude lograr que me explicaran por qué me detenían. Sólo tres años después, en la cárcel, logré saberlo. Al bajar del autobús, sin embargo, me pareció que me detenían porque no tenían otra cosa que hacer, o que me detenían como hubieran podido detener a otro cualquiera. Esta actitud de indiferencia de los policías fue lo único que me hizo acordarme en ese momento de que yo era inocente.

Entre el autobús y la cárcel municipal donde estuve encerrado primero volví a sentir la sensación que experimenté ante el escrutinio implacable de los ojos de Don Zimarro. No importaba que esta vez sí fuera inocente del todo. Quienes me veían pasar hacia la cárcel, entre tres policías, no tenían por qué saber que yo era efectivamente inocente. La inocencia no se lleva en la frente, como si fuera una estrella. Sin embargo, la gente me afrentaba mirándome, como si llevara una estrella en la frente. Pablo Lepanto ha dicho que el juez debe mirar con los tres ojos, el ojo de la cara, el ojo de la mente, el ojo de la paciencia, porque así como en la oscuridad de la noche no hay nada que se parezca tanto a un ladrón como un policía, cuando se ignora la verdad no hay nada que se parezca tanto a un culpable como un inocente.

De niño, cuando yo veía que llevaban un hombre a la cárcel, la escena resultaba tan irónica que casi me parecía una comedia. El hombre que iba a la cárcel era una caricatura del hombre que perdía la libertad. El hombre que iba a la cárcel me hacía reír de niño, como hace reír a los niños, inconscientemente, el hombre que se resbala y cae. Camino de la cárcel, no como espectador, sino como detenido, yo no podía escapar a la idea de que algún niño, en alguna parte, pudiera estar riéndose al verme pasar. Para mí, en ese momento, sólo tenía importancia que los niños pudieran estar burlándose de mi inocencia. Y era esa risa infantil, anónima pero ineludible, la que en ese momento exhibía en la calle mi intimidad, como si estuviera mostrándole al mundo la radiografía de mi alma.

Otra idea que me asaltó cuando me llevaban a la cárcel fue la de que aunque lo fuera en apariencia, yo no debía de ser del todo inocente.

El hombre ama su inocencia con la misma fuerza absurda con que teme los delitos que no ha cometido.

Descubrí también que lo que importa más no es la cárcel, sino el camino hacia la cárcel. En el camino hacia la cárcel, yo buscaba desesperadamente la culpa que me deparaba ese castigo. Sin dejar de sentirme inocente, me acosaba el remordimiento de los crímenes desconocidos. Propiamente, no era que me sintiera culpable: era que los demás se purificaban, creyendo que toda la culpa era mía.

Por confuso que parezca, dirigiéndome hacia mis tres años de cárcel, acosado por la mirada hostil de los hombres, me sentía, sin embargo, responsable de innumerables delitos ajenos. Pagaba así mi cuota familiar en los crímenes de todos los hombres. La gente no me veía a mí en ese momento. Veía en mí a todos los que violan la ley. No había modo de que yo pudiera ocultar los pecados que no eran míos, pero que pertenecían a todos.

Un guardián viene a buscarme y me lleva a la oficina del director de la cárcel. Al salir me parece que mis tres compañeros están seguros de que el director me ha llamado para confirmarme la sentencia. El director me recibe con Ramírez, el abogado.

Cuando regreso a la celda me acosan a preguntas.

—¿Qué pasó?

—¿Qué le dijeron?

—Me dijeron que mañana recobraré la libertad.

—¿Qué? —gritan los tres.

—Eso. Me dijeron que me prepare para salir mañana. El director añadió que para salir me ayuda mucho mi buena conducta.

—¿Buena conducta? —repite Míster Alba, frotando las palabras con la lengua, letra por letra.

—¿Buena conducta? ¿Está seguro de que dijo buena conducta? —pregunta David.

—Sí —termino yo—. Saldré mañana. Acabo de firmar el acta de excarcelación. En realidad, ya debiera irme hoy. El acta tiene fecha de hoy.

En un principio, el Honorable Gordo Tudela no dice nada. Pero yo sé lo que piensa. El juez no puede entender que su sentencia no se cumpla. En efecto, poco después el Gordo comenta:

—Temo que el proceso haya tenido fallas que impiden la ejecución de la sentencia.

La protesta de Míster Alba por esta decisión de libertad incondicional e inmediata produce en él una reacción curiosa. Míster Alba toma un lápiz y un papel y escribe algo. Luego llama al guardián y le pide que lleve ese mensaje al director.

—¿De qué se trata? —pregunta el Honorable Gordo Tudela.

—Le pido al director de la cárcel que me apliquen la pena de muerte.

—¿Por qué? —pregunta el Gordo.

—Toda la vida he sido acusado. Ahora, por primera vez, me ha tocado juzgar a otro, y he fracasado. Yo no debo vivir. Merezco la pena de muerte.

—La pena de muerte no existe en nuestra justicia —alega el Gordo.

—Hay muchas cosas que no existen y, sin embargo, hablamos de ellas como si existieran.

—¿Es una protesta por lo que le van a hacer a Antón?

—Es una protesta por lo que le están haciendo a la justicia.

El Honorable Gordo Tudela deja pasar un momento y emite esta reflexión definitiva:

—Las sentencias ya no se cumplen ni en la cárcel.

Poco después, agotado, Míster Alba se queda dormido. Lo miro con calma y compasión. Me parece viejo, con una vejez que hubiera brotado en sus huesos y en su carne repentina e inesperadamente. David aprovecha el momento para decirme confidencialmente: —Temo que tendrán que trasladarlo a un manicomio. Pero Míster Alba no está dormido, sino fingiendo apenas que duerme. Abre los ojos y mira a David sin rencor, pero sin esperanza. Y empieza a hablar con voz muy apagada:

—En Málaga, donde yo nací, conocí una vez a un filósofo. Es el único filósofo que he visto cara a cara. Se llamaba Donato Cruzado. Poco antes de que lo llevaran al manicomio le oí una frase que es lo mejor que se ha dicho sobre la vida. Donato Cruzado dijo: «Si yo no fuera loco, me volvería loco».