NĀ ‘I KE NA‘AU
Revelaciones que brotan de las entrañas
HONOLULÚ, MEDIADOS DE LOS AÑOS TREINTA
Los hombres desmontaban sus instrumentos y sacudían los restos de saliva de las boquillas de latón. Incluso cuando ya habían terminado de tocar, Keo permanecía paralizado, con su cuerpo concentrado en escuchar. Quería lo que ellos tenían: un futuro. Jazz. Cuando hablaban de marcharse, de volver a su hogar en Memphis, Nueva Orleáns, Keo se sentía mal, algo en su interior se sublevaba.
Veía a su madre zurciendo los uniformes de la prisión de mujeres, el rostro teñido de gris de su padre por los años que se había pasado respirando formol. A su hermano pequeño, Jonah, que aún iba al instituto, trabajando a tiempo parcial como monitor en el hotel donde sus hermanas y primas trabajaban de camareras. Todos ellos atrapados en una vida de servilismo. El jazz se le antojaba su única vía de escape.
La noche antes de que Handyman, el percusionista, se fuera de vuelta a Chicago, se reunieron para uno de sus conciertos improvisados, tocando desde blues a baladas, desde canciones a coro a solos. Keo se bebió varias cervezas de golpe, haciéndose el ánimo para acercarse finalmente al escenario. Ellos eran profesionales, podían saber si alguien poseía talento solo por el modo en que se aclaraba la garganta. El pianista se levantó y le invitó a ocupar su puesto.
Keo se sentó.
—Por Handyman.
Los miembros de la banda intercambiaron guiños y se lanzaron a interpretar «Stardust» al estilo de Nueva Orleáns, con total intensidad, dejándose la piel todos juntos. Luego adoptaron el estilo de Memphis, estableciendo el tema en el primer coro y después cada uno realizando un solo y ejecutando su particular variación. Cuando le llegó el turno, Keo tomó aire, comenzando con lentitud y precaución, pero enseguida se desquició, galopando a través de «Stardust» como un loco y pasando a «Black Bottom» y «Sister Kate», irrumpiendo con fragmentos de Bach, Stravinsky, los Études de Chopin, la música que había absorbido de su radio cada noche durante años. Música que no podía comprender, como cristal caliente que se deslizaba por las costuras de su sueño y lo marcaba para siempre. Los otros le escucharon sobrecogidos.
Lo que Keo tocaba resultaba casi reconocible, pero quedaba arrasado por explosiones que brotaban de la nada. Se producían nerviosos segundos en los que los dedos vibraban sobre las teclas, un baile que cuajaba en una pausa ensimismada, una meditación, un dedo tocando una tecla con la fuerza de la manecilla de los segundos en un reloj. Luego volvía a enloquecer, como dos hombres que tocasen canciones diferentes pero de algún modo las mezclasen y después las separasen de nuevo. Aquello no era música, no era jazz. No podían decir qué era.
Siguió tocando, poseído, sacando a relucir todo lo que sabía o sentía. A continuación dio paso a composiciones del aquí y el ahora, canciones de baile, melodías pop que chillaban entre sus dedos mientras hacía una escabechina de sonidos. Milagrosamente, por senderos retorcidos y maltratados, regresó a «Stardust», pero el estribillo saltó en pedazos, evocador y renovado. El sudor le cubría la cara y los brazos y empapaba las teclas. Sus dedos resbalaban y caían en su regazo. Los volvía a alzar y continuaba tocando hasta quedar cegado, con sus pulmones protestando y su frente inclinada sobre el teclado. Había tocado sin tregua durante veintisiete minutos. Los demás lo contemplaban en silencio.
Keo levantó la cabeza y miró a su alrededor.
—La verdad. ¿Tengo… algo de talento?
Dew se aclaró la voz y respondió con suavidad:
—Te diré lo que no eres, Hawaiano. No eres ordinario.
Después de aquello, nada le detuvo. Seguía sin poder leer música, apenas podía diferenciar un instrumento de viento de otro, pero estaba aprendiendo. Los músicos abandonaban el ejército y otros ocupaban su lugar. Keo los esperaba en el exterior de las bases de Hickam y Schofield, y luego tocaba con ellos en el cuarto trasero de algún bar.
Algunas noches no podía sentarse quieto, sentía la necesidad de abrazar físicamente el sonido. En mitad de un solo de piano se quitaba los zapatos y saltaba de su asiento para ponerse a bailar. Nadie sabía lo que estaba haciendo: movimientos de rodilla al compás de los cantos de guerra hawaianos, algo de Kabuki, un ballet propio de un torero. Bailaba como tocaba, de forma desatada, brincando, con giros rápidos, transformando su cuerpo en un instrumento. De algún modo sus locos movimientos formaban un conjunto sólido, como un collar encordado con ritmos salvajes que prendían fuego al resto de la banda. Silbaban hasta que los silbidos se convertían en un aullido, entonces Keo regresaba a su asiento y atacaba el teclado. Dew le prestó discos de Jelly Roll Morton y Fats Waller entre otros. Como contexto, los míticos sonidos del ragtime de King Oliver. Keo se compró una vitrola de segunda mano. Los vecinos se sentaban en la calle con sillas plegables y abanicos, contemplando su cabeza inclinada hacia el piano intentando seguir la música.
—¿Qué es eso de «ragtime»? —preguntó Mary Chang.
—Debe significar que es hora de taparse las orejas con un trapo —dijo Ricky Silva con una mueca—. Vaya una música más extraña, suena más como un accidente de coche.
A veces Keo echaba la cabeza hacia atrás ante el feroz milagro de Armstrong y ponía sus discos una y otra vez hasta que quedaban rayados. Y también los de ese otro genio, Earl Hines, que tocaba como nadie. Otros hombres, la mayoría pianistas que tocaban al estilo de la Costa Este, seguían atascados en los ritmos de vaivén del ragtime. Pero Hines hacía lo que quería con pulso, usando puntilladas simples con su mano izquierda y largos acordes con la derecha. Lo que Keo estaba intentando, Hines ya lo dominaba. Toda una nueva geografía.
Keo imitaba su estilo. Quebrando fragmentos de canciones con explosiones redobladas o fuera de lugar mientras seguía utilizando un metrónomo. Decoraba las canciones con sonidos de oropeles, con pequeños titubeos, y luego arremetía con brutales ataques, terminándolas a veces con lo que sonaba como un vibrato ejecutado con un instrumento carente de vibrato. Practicó hasta que no pudo diferenciar un disco de Hines de su propia ejecución. Pero ahí radicaba la diferencia, y él lo sabía: estaba copiando a otro. No era original, no era jazz puro.
Trató de esculpir sus propios sonidos, escarbar hasta el tuétano de una canción, encontrar sus verdaderos sonidos. Después de un tiempo logró algo, algo mínimo, pero que era suyo. Tomó una melodía como «Sunny Side of the Street» y, deseando entender la calle, el clima, el ánimo de sus gentes, dejó que su mente vagase hasta que diera con algo a lo que engancharse: un pedazo de luz del sol, un vagabundo que se cruza, las preocupaciones de alguien quedándose en la puerta de su casa. Congeló ese instante, diseccionándolo, con sus dedos deslizándose por las teclas hasta que se transformó en la esencia de la calle, el paisaje, el significado de la canción.
Algunas noches Malia se sentaba a escucharle.
—Creía que el jazz consistía en ser original, pero me da la impresión de que estás copiando el estilo de otro.
Keo la miró fijamente.
—Es «mi» interpretación…
—Hermano —repuso ella, agitando su cigarrillo en el aire—, estás tocando una canción que compuso otro, estás interpretándola imitando a ese tal Hines. ¿Qué tiene eso de original?
Keo levantó los brazos por encima de su cabeza.
—¿Quieres algo original? —Y se lanzó a ejecutar un boogie-woogie que devino en un Charleston de los años veinte, y luego un tango vibrante que se transformó en un canto fúnebre, en los quejidos de cosas muertas que eran sacadas de sus tumbas. Después retornó al boogie-woogie, haciendo que la gente que escuchaba desde la calle siguiera el ritmo con sus pies.
Malia se dobló de la risa.
—Eres un salvaje. Pero ya lo superarás con la edad.
Keo se irguió en su asiento, sobrecogido.
—¿Superaré el jazz?
—Piano. —Dio una calada al cigarrillo y expulsó el aire con un gesto teatral—. No puedes gritar de verdad con el piano. Y tú necesitas gritar.
Su hermano la ignoró. Ella adoraba el dramatismo, le encantaba decirle cosas que le confundían. Pero una noche Keo aporreó el teclado con tanta fuerza que se rompió un dedo. No podía siquiera servir mesas. Durante días no hizo otra cosa que recorrer casas de empeño, sin saber muy bien por qué hasta que descubrió la trompeta. La cogió en sus manos para oler su aroma, estudiando el instrumento con atención. En un parque, puso sus labios en la boquilla y sopló. El sonido fue horrendo, como si algo estuviera siendo descuartizado. Aun así, le gustaba aquel instrumento, su tacto, su tamaño. Se tumbó y miró al cielo, con la trompeta apoyada en su pecho.
Se quedó medio dormido, escuchando canciones que tocaría con aquel nuevo instrumento, pensamientos y sentimientos que expresaría, todas las facetas de su vida. El hombre que servía mesas en el Hotel Royal. El «chico dorado» atendiendo a turistas. La rata de cuartel enamorada del jazz. Exploraría aquellas diferentes facetas de sí mismo a través de su trompeta y, cuando llegase el momento, las abandonaría. No habría espacio en él para nada que no fuera jazz. Aprendería a tocar aquel instrumento tan bien que la trompeta le hablaría directamente y sus dedos la harían sonar antes de que supiera siquiera lo que estaba tocando. Recorrió las calles de Honolulú sintiéndose recién nacido, sintiendo que podía vivir eternamente. Había encontrado un medio de expresión que podía llevar siempre consigo.
Un día, su hermano mayor, DeSoto, lo llevó en su canoa. Después de horas bebiendo cerveza y comiendo ‘ahi, Keo colocó la boquilla de la trompeta y tocó, con la lengua apretada cuidadosamente contra los dientes y el aire saliendo de sus pulmones con tal fuerza que se le contraían las entrañas. Los sonidos quedaban eclipsados por el mar y, al recordar los tiempos en el taller de Kamaka y a aquel hombre sordo enseñándole cómo los dedos podían convertirse en oídos, se concentró en el manejo de las válvulas, en bajar el tono, en «escuchar» a través de las terminaciones nerviosas de cada uno de sus dedos.
DeSoto le escuchó y finalmente preguntó:
—Eh, ¿por qué has dejado el piano? Empezaba a sonar realmente bien.
Keo titubeó:
—Esta trompeta, bueno… Es como si estuviera conectada a mi cerebro, a mi boca, a lo que quiero decir en el mismo momento en que lo siento. Con el piano tienes que esperar a que el mensaje llegue a tus dedos. —Movió la cabeza en un gesto de negación—. Quizá sea un idiota.
DeSoto lo cogió del brazo.
—¡Eh! No tienes que darme explicaciones. Practica. Practica. Un día le sacarás fuego a esa trompeta. He visto a montones de bandas en Tokio y en Hong Kong. Ahora manda el jazz. Todo el mundo habla de Louis Armstrong, de Duke Ellington, y de ese haole muerto con ese nombre tan gracioso, Big Spider’s Back.
—Bix Beiderbecke —se rio Keo, adorando a su hermano.
—Voy a decirte algo, Keo. El mejor lugar para practicar, el mejor para estar a solas, es aquí mismo. —Y señaló al mar, en el que se distinguían varios peces manta a lo lejos—. Date tiempo para conseguir… cómo lo llamas… confianza. Puedes coger mi canoa siempre que quieras, te la doy.
Keo estudió a su hermano. Era el típico hawaiano, fornido, temible, dotado de unas cejas amenazantes y el rostro esculpido por el viento propio de los antiguos exploradores. Un solitario, siempre ligeramente ajeno a su tiempo. Su padre le había puesto el nombre del coche que siempre había querido tener y nunca se compraría porque había decidido tener hijos en su lugar. DeSoto había dejado la escuela a los diez años para ayudar a criar a sus hermanos pequeños. La única lengua que usaba era la nativa, y aun así había cruzado el Pacífico siete veces, había visto la Antártida y también Bombay. Cuando estaba en casa, ocupaba los días pescando.
—Hermano —le dijo Keo—, siempre me he preguntado… ¿en qué piensas cuando estás aquí solo?
DeSoto se encogió de hombros.
—En las mareas, en el tiempo, en qué tipo de peces picarán. En cómo voy a cocinarlos. Si lo haré al vapor o en la sartén. Cuánto jengibre tendré que utilizar, y cuánta soja. Si su sabor será delicioso.
Keo repitió el intento:
—¿En qué piensas cuando no estás pescando ni comiendo?
Ahora fue DeSoto quien lo estudió a él.
—¿Qué estás buscando? ¿La clave de la existencia? Esta es la clave. Ahora mismo. Nadie es dueño del futuro.
Después de eso, empezó a salir al mar él solo, yendo más allá de los surfistas y los pescadores. Luego recogía los remos, limpiaba la boquilla y hacía sonar su trompeta. Había días que perdía de vista la costa y la canoa surcaba aguas tan profundas que eran de color azul casi negro. A veces una ballena le salía al paso, contestando a la música de su trompeta. Incluso los delfines saltaban en respuesta a su canción.
Los días que tocaba hasta más allá del agotamiento, hasta acabar con los labios gastados y los pulmones desinflados, se tumbaba boca arriba, enfilando la proa de la canoa hacia la orilla con la esperanza de que la corriente le llevara hasta allí. Algunos días experimentaba una sed terrible. Un tiempo después se acostumbró, e interpretó esa sed como un impulso feroz. Años más tarde recordaría aquellos días exhausto, vacío, medio ahogado por las olas rompiendo contra la embarcación. Y se preguntaría si en realidad había estado practicando o descubriendo hasta dónde podía soportar.
Leilani se balanceaba calle abajo con aires de reina, portando un cuenco vacío. Le sonrió al hombre del tofu, rompiéndole un poco el corazón y dejándole con la tristeza instalada en los ojos, porque era una mujer exuberante, una auténtica belleza hawaiana. Piel morena con toques de oro allí donde el sol le remarcaba los pómulos y los hombros carnosos. El pelo negro le caía en cascada. Los ojos eran profundos, de color chocolate como el kukui; los dientes, radiantes y fuertes como el ñame. Leilani se apoyó contra su carrito con gesto meditabundo. Los bloques de tofu flotaban en agua, en el interior de grandes latas de galletas. Hundió un dedo en mitad de los cremosos trozos de tofu y contempló su tembloroso reflejo en el líquido. El hombre se inclinó hacia ella.
—Oye, Leilani. ¿Cómo le va a Keo? ¿Sigue tocando esa música rara?
Ella echó la cabeza hacia atrás.
—Espera y verás. Mi chico se hará famoso. ¡Tocar la trompeta ahora se lleva más que el ukelele de los viejos!
Regresó calle arriba con su cuenco lleno de tofu y la cabeza erguida, temiendo que se estuvieran riendo de ella a sus espaldas. Había empezado a temer al pescadero, al hombre que vendía poi, a los vecinos de la calle. Incluso el simple sonido de una sepia friéndose o el murmullo del arroz cociéndose la hacía pensar en cocinas llenas de gente murmurando, de personas susurrando que su hijo estaba pupule, que le hablaba a su piano y gritaba por la boquilla de su trompeta.
A Keo se le curó el dedo y los labios se le llenaron de llagas, así que durante una temporada volvió al piano. Los vecinos le oían murmurando por las noches, matando mosquitos a palmadas, martilleando teclas defectuosas. Pero de vez en cuando tocaba algo que reconocían, tocaba con tal anhelo, con tal abatimiento, que la gente se daba la vuelta en su cama y se abrazaban los unos a los otros.
Algunas noches Keo se percataba de la presencia de Jonah, sentado en la penumbra del garaje. De niño, Jonah había sentido una cierta rivalidad con Keo, motivada no por la envidia, sino por la autodefensa, por la necesidad de considerarse a sí mismo algo más que el hermano pequeño. Ahora, todavía adolescente pero alto y con el cuerpo lleno de músculos, se había convertido en un atleta, en un estudiante con honores. Seguro de sí mismo, se acercó más a Keo, guiado por un instinto protector.
Una de esas noches, percibiendo su presencia entre las sombras, Keo se giró hacia él.
—Jonah, ¿qué estás haciendo aquí?
—Mirando. Escuchando.
—¿Entiendes jazz?
—No… pero me gusta ver cómo te dejas el alma. Me sirve de ejemplo.
Su admiración le dio fuerzas a Keo. Había alguien a su lado, impulsándole a seguir, reduciendo sus frustraciones y sus miedos por el simple hecho de compartirlas con él. A veces, cuando terminaba de tocar, agotado, paseaban hasta el mar, cada uno con el brazo en los hombros del otro.
Dew se marcharía pronto, de regreso a Nueva Orleáns. Ahora le daba clases a Keo de trompeta, ayudándole a leer partituras musicales: cómo descifrar las notas escritas, cómo llenar los huecos con sus propias secuencias de acordes, cómo aprovechar las pausas convencionales, cosas básicas que a Keo le servían para saber por dónde quería ir.
—No puedo enseñarte a tocar, pero te diré una cosa: antes de que puedas ser original, tienes que conocer la tradición, para así saber qué reglas vas a romper.
Le cogió la trompeta y sacó de ella unas notas con tal claridad, tal aparente facilidad, que a Keo le faltó poco para darle un golpe en la boca.
—Creía que solo tocabas el saxo.
—Soy músico —se rio Dew—. Más te vale serlo tú también y no negarte a tocar otros instrumentos. Los necesitas incluso cuando estás haciendo un solo. —Se relajó un poco y añadió—: Lo que acabo de tocar no era nada. Algún día será coser y cantar para ti. Tienes fuego dentro, Keo. Pero no te conviertas en simple fachada.
Lo llevó a salas de baile frecuentadas por filipinos, para escuchar a bandas procedentes de Manila. A Keo se le antojaron ostentosas y proclives al exceso, incluso el público era ostentoso, compitiendo los unos con los otros y peleando entre sí. Cuando se producía alguna redada policial, caían al suelo cientos de navajas. Pero de tanto en tanto alguien atraía su atención. Una chica se giraba, con las manos en las caderas, deseosa de gozar de su compañía por una noche.
Para entonces Keo tenía mediada la veintena y las mismas necesidades que todo el mundo. Había noches en las que llevaba a alguna chica a un hotel, le pagaba las consumiciones, hacían el amor, reían, incluso retrasaban la separación. Con su trompeta siempre se mostraba considerado, siempre generoso, entregado. Era una especie de comunión con el instrumento, un amor carente de celos, de traiciones, la sensación de que todo lo que invirtiera en ella la trompeta se lo devolvería. A veces apretaba su nariz contra ella e inhalaba su olor, acariciando sus formas. La trompeta era suya, solo suya; los sonidos que salieran de ella no podrían ser duplicados por ninguna otra persona.
Había noches en las que cogía partituras y las tocaba de principio a fin sin titubeos. Luego bajaba la trompeta y estudiaba pequeños banderines y garabatos que le hacían pensar en caballitos de mar y hombres calvos que se ahogaban. Empezaba otra vez, más despacio, con añadidos que no aparecían en la partitura, brincos furtivos, un súbito arpegio. A veces le salía bien, otras no.
Sin embargo, seguía sintiendo un cierto rechazo a leer partituras. Lo que quería era exprimir todo lo que tenía dentro, sacarlo de sus entrañas, que su música nunca sonase igual la segunda vez que la tocaba. Quería pintar sonidos con colores violentos y llenos de chorretones. Luego quería que su música se suavizase de lo violento a lo penitente, de lo físico a lo sentido, para que la gente se quedara boquiabierta preguntándose «¿cómo es posible? ¿cómo es posible?». Quería dejar al público exhausto, que volvieran a sus casas y se perdonasen los unos a los otros.
Puede que Malia tenga razón, pensó. Puede que solo necesite gritar.
Puesto que la mayoría de sus amigos se marchaban, Keo volvió a frecuentar salas de baile para estudiar a las bandas que actuaban. A finales de los años veinte, los filipinos que habían llegado a Hawái habían llevado consigo, además de su propia música, ricos sonidos latinos que habían recibido como herencia de los cuatro siglos durante los que su país había sido parte del imperio español. Ese sentido innato para el ritmo los había preparado para el blues y el jazz. Habían evolucionado hasta convertirse en los primeros músicos de baile de Hawái, y ahora tocaban en salas de toda la ciudad.
Keo no se sentía identificado con ellos.
—Su forma de tocar es una broma. Eras tú el que decías que el verdadero jazz es algo mental. Si es bailable, no es jazz.
Dew lo miró con verdadero afecto.
—Chico, sigue pensando así y acabarás tocando solo. Lo que estos tíos tocan no es jazz puro, pero ofrecen sonidos nuevos. Nosotros, los militares, todos tan lejos de casa, ¿de dónde crees que sacamos la inspiración? De estos filipinos, y de las bandas del continente. Maldita sea, Keo, deja de estrujarme a mí el cerebro. Encuentra tu propia inspiración.
Keo contestó con la suavidad de un niño.
—Pero tú eres el mejor…
—¿Lo dices porque soy de color, porque mis amigos y yo nos criamos en los burdeles comiendo despojos?
Keo negó con la cabeza, impertérrito.
—Llevo ya dos años escuchándote. Nadie toca blues o jazz como los negros. King Oliver. Y Armstrong. Y ese clarinetista, ¿Bechet? Son genios.
—Que es lo que tú no eres. Aún. Solo quieres coger esa trompeta y usarla de soplete. Chico, tienes que aprender a formar parte de un equipo, a construir sobre lo que ya existe, a tocar con los que tienes a tu alrededor. Tienes que ser generoso con los demás, armonizar y complementar. —Dew dudó un momento, como si se dispusiera a explicarle qué había más allá de la vida, un reino incorpóreo—. Keo, nunca has visto los lugares donde surge de verdad la música, Chicago, Kansas City, Nueva Orleáns. Quizá lo hagas, porque eres lo bastante bueno. Te voy a decir una cosa: si no respetas las normas, esos tíos te patearán el trasero.
Dos semanas después de que Dew se fuera, Keo comenzó a tocar a tiempo parcial en el Rizal’s Dance Hall, supliendo al segundo trompeta cuando se tomaba un descanso después de medianoche. Los filipinos eran apasionados, fogosos, sus exuberantes sonidos le abrieron nuevos puntos de vista, nuevas actitudes. Siguió las reglas, y empezó a ejecutar duetos de viento con el primer trompeta, mientras la banda tocaba un tempo sensual para que las parejas bailasen. No era el jazz crudo e improvisado que él amaba, pero era una forma de blues con las sorpresas suficientes como para mantenerlo alerta. Memorizó su partitura para saberse a la perfección cada intervención de la trompeta.
Cuando la banda tocaba, él ejecutaba su parte exactamente como estaba escrita. Pero a veces, en los ensayos, se dejaba llevar, improvisaba, sabiendo que se había pasado de la raya cuando el líder del grupo entrecerraba los ojos. Así pues, como no podía soplar con todas sus fuerzas, empezó a concentrarse en el tono. Con el tiempo, su forma de tocar adquirió calidad, de su trompeta salió algo que nunca había escuchado. Comenzó a realizar solos con tal moderación y tal inteligencia que los demás miembros de la banda lo miraron con renovado interés.
Una noche, mientras tocaba «I Should Care», realizó unos arpegios tan arrolladores y cadenciosos que las parejas dejaron de bailar y se pararon a escucharle. Él siguió tocando, atrayendo la atención sobre el sonido, haciendo que la sección rítmica entrase como deslizándose, el piano, el bajo, los tambores, todos adaptándose a los sonidos que él producía. Cuando terminó, la multitud aplaudió y coreó su nombre.
Finalmente, los soldados acudieron a escucharle, auténticos hombres de jazz. Escribió a Dew para mantenerle al tanto de todo. Le llegaron discos de Nueva Orleáns. Discos de Ellington, de Basie. Más Sidney Bechet. Y sonidos viscerales que jamás había escuchado antes, blues y jazz tocado con trompetas acalladas con platos, copas, sombreros. Esos sonidos le parecieron horribles, poco ortodoxos. Pensó que era hacer trampas. Pero a medida que escuchaba, empezó a gustarle la forma en que una trompeta podía ser controlada.
Después de eso, puso un cuenco sobre la boca de su trompeta, haciéndolo palpitar mientras soplaba, dotando los sonidos de un enfoque oscilante y diluido. Cambió luego a un bombín, copiando una foto que había visto en Downbeat. Excitado por aquellos nuevos sonidos, le escribió a Dew largas cartas en las que le contaba lo que iba absorbiendo y aprendiendo.
En la calle, Leilani irguió su cabeza un poco más.