KA WEHE‘ANA O KE KAUA
Preludio de guerra
Paquidermos humeantes. Gatos monteses siberianos saltando por anillos de fuego. Acróbatas, como polillas adornadas con lentejuelas, cruzando las alturas en actuaciones deslumbrantes. Al principio vieron París a través del combado prisma de la carpa del circo. Luego comenzaron a ir en metro al corazón de la ciudad, y se quedaban desconcertados en los bulevares. Daba la impresión de que solo una parte muy pequeña de lo que sabían tenía importancia allí.
Pero, poco a poco, el pulso de París, su particular tempo, se fue filtrando en su interior. Se sentaban en algún café e intentaban descifrar conversaciones ajenas. Los franceses debatían sobre cualquier cosa. Hasta sus silencios estaban llenos de dientes. Después descubrieron los bals musettes, donde por unas pocas monedas bailaban con chicas francesas que olían a perfume barato y cigarrillos Gitanes. Las bandas eran mediocres, y seguían tocando el Java y el foxtrot. Las noches se deshacían hacia el amanecer mientras buscaban los sonidos del «hot jazz».
En la orilla sur del río, en Les Deux Magots, conocieron a un pintor, Etienne Brême, que fue a oírles tocar en el Circo Medrano. El hombre quedó horrorizado al oír la solitaria apoteosis de los gritos de Keo a través de su trompeta y el saxo magistral de Dew, pues temía que el talento de ambos quedase enterrado entre el serrín de aquel lugar.
Les encontró habitaciones baratas y trabajos esporádicos en Montmartre, bodas, funerales, un baile de etiqueta para un travesti famoso (que salió de una gigantesca tarta de cumpleaños con la cabeza afeitada y recubierta con un glaseado y treinta velas). Paso a paso, Brême los introdujo en las salas de jazz, y con el tiempo empezaron a realizar conciertos improvisados en los clubes de moda: el Can Can, el Croix du Sud.
Inmersos en el mundillo de la música, ansiosos por obtener reconocimiento, solo eran vagamente conscientes de que media Europa hacía cola para conseguir máscaras antigás. París se estaba movilizando. En septiembre, después de que Hitler invadiera Polonia y Francia e Inglaterra le declarasen la guerra, la carne y la gasolina desaparecieron. Familias enteras llegaron a la capital desde ciudades situadas en la frontera norte y convirtieron los parques en campos de refugiados. Se taparon las farolas y las llamas azules de linternas moviéndose por las aceras convirtieron las calles en sueños.
—Si vuelvo a Nueva Orleáns me castran —dijo Dew—. Y tú no tienes dinero para el pasaje a Honolulú. Estamos aquí, no nos queda otra.
Se registraron como extranjeros, llevaban cartes d’identité, e hicieron cola para obtener cartillas de racionamiento. Keo le escribió a Sunny: «… los extranjeros son evacuados… El gobierno intenta evitar que entre la gente en el país. No sé cuánto falta para que resulte físicamente peligroso estar aquí. No te preocupes. Estaremos juntos… incluso si tiene que ser en otra parte…»
Irónicamente, fue la guerra, la amenaza de una invasión inminente, lo que provocó que se abrieran más cafés. De repente se demandaba hot jazz, el público quería una música que fuese anárquica, que gritase pidiendo libertad. Un día un saxo tenor judío emigró a Inglaterra y Dew lo sustituyó en el Club Java. A Keo le ofrecieron un trabajo en el cercano Club Can Can. A medida que más y más músicos de jazz se marchaban, otros llegaban para ocupar su puesto: marroquíes, sudafricanos, gente de Guadalupe, Tahití, Fiyi.
—¡Los nazis dicen que todos somos lo mismo! —gritó uno de Guadalupe—: «Negros de la jungla que adoran el jazz.» ¡Así que, chicos, vamos a darle ritmo!
En el estudio de Etienne Brême, en una bocacalle de la Rue Pigalle, Keo conoció a un percusionista de Guam, a otro de Rarotonga, a un saxo que era un maorí de Nueva Zelanda. Al ser todos ellos isleños del Pacífico, se alegraron de haberse encontrado, y hablaron con frases deshilachadas en sus lenguas nativas. Resultó que Brême era medio francés, medio gitano romaní, pintor y amante del jazz, que había pasado diez años de su vida viajando por los Mares del Sur.
Su estudio, que parecía una caverna, se convirtió en su santuario, y allí se reunían para improvisar conciertos con su inmensa colección de discos como fondo: canciones funerarias maoríes, cánticos de Papúa Nueva Guinea, los tambores de piel de canguro de los aborígenes australianos. Keo escuchó por primera vez hot jazz grabado en Sídney, en Tokio, en Filipinas. Oyó los orígenes del jazz en los ritmos de bandas tribales de África.
Las paredes del estudio de Brême estaban cubiertas de redes de pesca, antiguas lanzas de guerreros, cabezas reducidas de tamaño de Borneo. Entre todo ello había cuadros, primitivos y modernos, algunos viejos y con algo de valor. Podían señalarle cualquiera de ellos y se lanzaba a contarles su historia, su composición, la constitución química de las pinturas, la vida del artista, señalando si era una buena obra de arte o no pasaba de mediocre. Keo se sentaba a escucharle, absorbiéndolo todo; era como ir a la universidad.
El lugar se convirtió en una especie de faro. Los isleños arrastraban bolsas de lona por la estrecha escalera circular que subía cuatro plantas, como la oscura y siniestra concha de un caracol. Su olor y sus voces melodiosas, y su oscura piel tatuada, transformó el lugar en un oasis oceánico. Cuando el estudio estaba lleno, salían en avalancha a las calles y alquilaban habitaciones en pensiones cercanas, reuniéndose después en el bar Halo. Y, borrachos de cerveza caliente, realizaban bailes de sus islas y agitaban en el aire cartas que habían recibido de casa, contando a viva voz las noticias.
—¡A un amigo le ha atacado una barracuda!
—Apirana por fin se ha hecho un tatuaje…
Las cartas de Sunny mostraban su preocupación. Su padre se estaba volviendo más violento, y su madre se negaba a dejarlo. Keo visualizó a las dos mujeres enfrentadas, Sunny incapaz de entender que su madre no quería ser salvada. Se ponía melancólico y veía su rostro flotando en un vaso de ron bajo la luz refractada por su trompeta. Por las noches los parisinos contemplaban el cielo en busca de bombarderos. Keo había vuelto a elegir un lugar en el que ella estaría en peligro. Pensó de nuevo en regresar a casa, pero Dew se opuso.
—Esta es nuestra ocasión. Por la que hemos estado rezando y practicando. No podemos irnos ahora. Irnos sería perder la oportunidad.
—¿Y si vienen los alemanes?
—Pregúntamelo entonces, tío. Lo único que sé es lo que hay ahora mismo.
Una noche tocaron a beneficio de los huérfanos de guerra polacos. Siete hombres de color vestidos con esmóquines blancos y con un piano blanco, todos en una especie de jaula dorada suspendida en lo alto del salón de baile. Tocaron sin partituras, enlazando una canción tras otra, moviéndose, arqueándose y fintando, con el sudor resbalando de sus cuerpos y cayendo sobre las parejas de ricos que había debajo.
Los sonidos que salían de aquella jaula, golpetazos violentos, tambores sobrecogedores, llantos de trompeta, los glissandos de un trombón, esclavizaban a la multitud y les mostraban el hot jazz en su cénit. Nunca volvería a sonar tan puro. Más tarde, tras la guerra, durase lo que durase, vendría otro tipo de sonido. Pero ahora mismo, en ese momento, aquello era lo último, lo que los antepasados del jazz habían estado buscando desde el principio. Tocaron toda la noche suspendidos en aquella jaula, y acabaron tan empapados en sudor y tan agotados que cada uno de ellos parecía haber perdido una talla; el esmoquin e incluso los zapatos parecían quedarles grandes.
A medida que los músicos abandonaban Europa, los propietarios de los clubes buscaban desesperadamente a otros hombres de jazz. Keo y Dew eran contratados con semanas de anticipación, a veces con grupos que ya conocían y otras con desconocidos. Por las noches, Keo miraba fijamente a las parejas que bailaban en una suerte de sensualidad exhausta. Las observaba en las avenidas, donde su sombra doble se deslizaba por las aceras y sobre las bocas de las alcantarillas, y hacía que la ausencia de Sunny resultase más dolorosa. La nostalgia le llevó a tocar con más intensidad, poniendo tanta presión en su labio superior que aparecieron en él pequeñas grietas sangrantes.
Mientras recorrían el vecindario en busca de alguna pomada, pasó a su lado un coche en el que iba un grupo de hombres que lanzaban bombas de amoníaco y gritaban: «Retournez en Afrique!»
Keo y Dew se metieron por la primera puerta que vieron, la de una tienda. El dueño les aseguró que aquellos tipos no eran franceses:
—¡Sucios alemanes! —gritó.
Una noche una bomba de gas explotó en un cabaret. A la noche siguiente, el público se moría de la risa cuando Dew y los demás se subieron al escenario con bragas de mujer en la cara como si fueran máscaras antigás.
Aparecieron carteles en las ventanas de algunos clubes: NO SE CONTRATA A MÚSICOS NEGROS NI MARRONES NI JUDÍOS.
Mientras hacía un crucigrama, Keo sintió que el estómago le daba un vuelco. Las palabras del siete horizontal eran «judío asqueroso».
No obstante, a Dew le había seducido aquella ciudad, la gente pidiéndole autógrafos, comparándole con Coleman Hawkins, que había vuelto a Estados Unidos. Su sangre africana y española dejaba ahora paso al criollo francés que había en él. Hablaba y gesticulaba como un francés. Holgazaneaba en cafés con mujeres hermosas, acumulando deudas equivalentes al precio de varios trajes hechos a mano.
—No está mal para el hijo de un aparcero —dijo, recordando la miseria en la que había vivido y la ausencia de sus padres. Luego regañó a Keo—: ¡Tío, te estás olvidando de cómo vestirte! ¿Quieres que te recuerden solo por tus pies?
Keo ahorraba todo lo que cobraba, y estaba desgastando sus dos trajes buenos. Le daba igual. Incluso en los cabarets más elegantes, el público esperaba ver al hawaiano descalzo. No importaba lo inmaculado que estuviera a la hora de empezar una actuación, cuando la terminaba, su aspecto era el de un perturbado, tenía el traje empapado y sus enormes pies seguían moviéndose por el escenario. A veces, cuando tocaba, sentía que aquellos pies suyos, que todo su cuerpo se transformaba en su instrumento, como si la trompeta le hiciera sonar.
Llevaba su boquilla favorita como si fuera un talismán, soplando en ella, tocándola. Y trataba su trompeta de la misma manera, acariciándola y limpiándola con agua caliente. Sentía que tenía que vivir con ella y serle fiel. Incluso durante las conversaciones, cogía casi sin darse cuenta la trompeta y toqueteaba las válvulas, tocando escalas o notas largas.
Al ver a otros hombres con chicas, a Dew con una voluptuosa rubia polaca, a veces temía que la trompeta era lo único que tenía. Tal vez fuese lo único que jamás tendría. Quizá Sunny estuviese fuera de su alcance. En ocasiones como esa, pensaba que moriría de soledad y frustración sexual. Las ardientes notas que tocaba, los Do agudos que extendía durante doce o quince minutos, uno después del siguiente (con el público contando «¡ochenta y ocho, ochenta y nueve, noventa!»), los orgiásticos Fa que a veces conseguía… Quizá solo fuesen una manera de mantener la cordura.
Llegó otra carta de Sunny: «… los médicos de la clínica piensan que papá simpatiza con Japón. Irónico, ¿no? Viene a casa y se vuelve loco, y abofetea a mamá. Intentó hablar con él, consolarlo… Con lo que enviaste tengo más de la mitad de lo que necesito para el pasaje a Francia. Sigo ahorrando cada céntimo. En cuanto mamá esté a salvo, idearé la manera de ir…».
Como si no hubiera leído sus cartas, como si Francia no estuviera al borde de una guerra.
Las últimas noticias de Malia eran breves. La Funeraria Shirashi, donde trabajaba su padre, había sido bombardeada. DeSoto se había peleado con el señor Chang porque este le había arrancado un pedazo de la oreja al señor Kimuro. Chang tenía familia en Nanking, donde el ejército japonés había masacrado a cientos de miles de personas. Todo el mundo estaba sorprendido de que Keo estuviera en París en lugar de volver a casa.
Culpa. Pena. Los ojos hundidos tras unas profundas ojeras.
La rubia, que se llamaba Gilda, se mudó a vivir con Dew. Se sentaba en los cafés y le enviaba besos con un soplo, les decía a todos que iba a tener hijos suyos. Algunas noches había grupos de «holandeses», que se sabía que en realidad eran alemanes y se rumoreaba que de la Gestapo. Pero eran verdaderos amantes de jazz, coleccionistas de discos que siempre pedían bises y autógrafos. Desde el escenario, Keo los veía mirar a Gilda con desprecio, aun a pesar de que tenía unos pechos grandes y era preciosa, con una dentadura brillante y rasgos arios. Luego miraban a Dew, tan elegante, tan negroide.
Una noche, Dew entró en el club como un torbellino. Gilda había desaparecido, al parecer con otro tipo. Días más tarde le llamaron de un hospital en el que la chica yacía en estado de shock, con un aspecto espeluznante, como si se hubiera mordido y tragado la mitad de su rostro. La habían encontrado inconsciente en un callejón, con todos los dientes arrancados de sus encías, dejando la boca convertida en un hueco vacío y ensangrentado. Dew hundió la cabeza y lloró, pensando que se lo habían hecho por su culpa.
Una enfermera le llevó a una capilla donde había velas encendidas en botes rojos que lanzaban manchas de color rubí sobre sus pálidas mejillas. Le contó que cuando habían encontrado a Gilda, tenía una palabra garabateada sobre sus ropas: JUIVE. «Judía.»
Dew alzó la vista y luego volvió a bajarla.
—¿No lo sabía? Su apellido es Feibel. —Inclinó la cabeza y se santiguó—. Un testigo dijo que lo hicieron con unos alicates. Un diente tras otro.
El día que le dieron el alta, Gilda le escribió una carta a Dew y luego se colgó en una habitación alquilada. Dew permaneció sentado en aquel cuarto durante dos días, sin saber adónde llevar el cuerpo. Entonces aparecieron Keo y Etienne Brême con unos gitanos en una furgoneta. La llevaron al campo y allí la enterraron bajo montones de flores, aunque era paya, no gitana. Brême se colocó a los pies de la tumba, y vertió una libación sobre la tierra en su recuerdo.
—Recuérdala así, bajo las rosas y los lirios y el sol, en los prados de mi gente.
—Era tan hermosa —dijo Dew—. Estaba tan llena de vida.
Brême miró a los gitanos.
—Belleza. Vida. Son palabras de otra época. Ahora es mejor ser niebla.
Ahora los titulares alemanes gritaban Juden-Niggerjazz sind verboten y hasta Dew hablaba de regresar a Nueva Orleáns. Los gánsteres criollos parecían buenas personas comparados con los nazis. Tras la muerte de Gilda, cambió, su vestuario se volvió menos llamativo, e incluso su música más deprimida, lo que le dio a su saxo una hermosa tonalidad, semejante a la de un clarinete. Se acercó más a Keo, tocándole el brazo de vez en cuando para sentirle cerca.
En las calles de París los pensamientos se desvanecieron y las conversaciones se hicieron más borrosas. Se encontraban en la «drôle de guerre», el limbo anterior a la caída de Francia. No obstante, por toda Europa, en pequeños clubes y sótanos llenos de humo, seguía escuchándose jazz. Keo y Dew recibieron invitaciones para tocar en Holanda y Bélgica, donde las fronteras se abrieron como por arte de magia. En cada ciudad por la que pasaban, los alemanes se sentaban a observar desde las sombras y los músicos se veían reflejados en sus ojos brillantes.
—No más conciertos fuera de París —dijo Keo.
De vuelta a la ciudad, camino de una cita para tocar en un club, les informaron de que la dirección del local ya no contrataba a gente de color.
Keo se sentaba en los cafés con estudiantes extranjeros de la Sorbona y les advertía de que ellos podían ser los próximos. Los alemanes barrerían a todos los que no fuesen arios. Pero, ricos y privilegiados, los jóvenes se reían. Unos cuantos eran japoneses, enamorados del jazz que lo veían como un símbolo de anarquía, de liberación de sus vidas burguesas. Seguían a Keo de club en club, allí donde él tocase. Lo llevaron a restaurantes japoneses a comer yosenabe o sushi mientras él les hablaba de Sunny y de cómo estaba intentando traerla a Francia.
—Supongo que ahora es demasiado tarde. Quizá todos deberíamos irnos a casa.
—Con mi país en guerra con China —replicó uno de los estudiantes—, y con los Estados Unidos desconfiando de todos los extranjeros, puede que París sea el lugar más seguro en el que podamos estar.
Otro, un joven alto y elegante llamado Endo Matsuharu, se inclinó hacia delante y dijo:
—Hawái se ha convertido en una gigantesca base militar estadounidense. En un objetivo. Keo, ¡no debes volver allí! —Mencionó a un tío suyo que era diplomático—. Tiene muchos contactos aquí, podría ayudarte a conseguir un visado de entrada para tu novia. Podría ayudar a acelerar todo el papeleo. Mi tío llegará pronto a París, así que, por favor, hazme el honor de venir a cenar con nosotros.
Una semana más tarde, Keo se sentó junto a Yasunari Seiko, un hombre pequeño y pulcro que era cónsul japonés en Bélgica. Durante la comida, le preguntó educadamente a Keo sobre su música y sus tendencias políticas.
Y, finalmente, le preguntó sobre Sunny.
—¿Por qué París? Estos son tiempos peligrosos.
Keo respondió con cautela:
—Su padre, un médico coreano, piensa que yo represento un paso atrás para ella. No tenemos futuro en Honolulú.
—Hay jazz en Estados Unidos —dijo Seiko—. Allí estaríais más seguros.
Keo recordó el sur. ¿Sería la situación distinta en el Norte?
—Tengo trabajo aquí. Y, bueno, hemos soñado con venir los dos a París.
El cónsul bajó la mirada, pensativo. Sí, dijo, probablemente podría ayudar a Sunny en lo referente a los documentos y al visado.
Ignorando a su familia y lo mucho que lo necesitaban, Keo escribió a Sunny para decirle que Seiko estaba dispuesto a ayudarla a llegar a Francia. Volvieron a encontrarse unas semanas más tarde, después de que Seiko hiciera algunas llamadas, y en esa ocasión mencionó otro trabajo en el que estaba involucrado, ayudar a los judíos a huir de Europa. Keo le dirigió una mirada de perplejidad.
—¿Por qué ayuda Japón a los refugiados judíos?
—Durante la guerra ruso-japonesa que tuvo lugar entre 1904 y 1905 —explicó Seiko—, un banco judío, Kuhn-Loeb, realizó enormes préstamos a mi país. Era, como comprenderás, una protesta contra la persecución que el Zar había organizado contra los judíos rusos. Todos los demás bancos nos negaron los préstamos. Así que los que recibimos por parte de Kuhn-Loeb financiaron la mitad de la armada japonesa, que derrotó a la flota del Báltico rusa. Cuando conseguimos la victoria total, los directivos del banco fueron premiados por nuestro emperador con la Orden del Sol Naciente. Japón aún se siente en deuda con ellos.
Keo lo miró fijamente.
—Y con su victoria… Japón esclavizó Corea.
El hombre asintió lentamente.
—No toda la historia de mi país me enorgullece. Quizá sea por eso por lo que me gustaría ayudar a tu novia. Y… quizá tú consideres ayudar a otros si surge la oportunidad.
En ese momento una pareja franco-judía dormía en la cama de Keo, esperando a coger el tren a Marsella. Pensó también en aquella chica, Gilda. Y en lo que Brême le había dicho cuando la enterraron: los gitanos estaban empezando a desaparecer.
—Sí —dijo—. Ayudaría.
Durante varias semanas la bruma cubrió París con un manto, metiéndosele a la gente en los huesos. Keo se tambaleaba de un lado a otro, echando de menos la luz del sol, el océano, a su familia. Se sentía inútil, atrapado en el aquí y el ahora. Cuando la niebla se disipó, vio que París se estaba movilizando: el cielo estaba lleno de globos de barrera, en los tejados se habían plantado armas antiaéreas. Cuando oscurecía, la gente corría con comida robada y documentos falsos. A cada poco se oían disparos. Un cuerpo colgaba de un puente. Después de una violenta pelea a navajazos en el aseo de hombres de un bar, encontró en el urinario un ojo humano que parecía mirar con tristeza su pene. Sintió que estaba de vuelta en el circo, con redobles de tambor, personas disparadas desde cañones, actuaciones en las que uno arriesgaba la vida.
Pasaron dos meses, y a medida que el ejército alemán avanzaba hacia París, los lujos iban desapareciendo. Por todas partes se percibía el olor a dedos chamuscados, pues los pocos cigarrillos que quedaban se fumaban hasta que se extinguían por completo. Los viejos se sentaban en sus ventanas inhalando el aroma de tazas de café vacías, frotándose las encías con los residuos que quedaban en el fondo. Los bares cerraban temprano, algunos para siempre.
—Esperad un poco y veréis —les aseguró Brême—. Los franceses son gente muy cínica. En unas pocas semanas, o un mes, todo volverá a la normalidad.
Y así fue. Tras la primera oleada de histeria, el nerviosismo de la movilización acabó por desaparecer. Regresó la vida nocturna, más brillante que nunca, y lo que la gente deseaba más que nada era jazz. Una noche, Keo estaba realizando un solo a las tres de la madrugada en el Club Hot Feet. Estaba destrozado y agotado. Pero entonces percibió un resplandor, sintió que las garras de la vida se retiraban. Levantó la mirada, y ella estaba allí.